De lenguajes y academias


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A Mirta Yáñez Quiñoa, académica

 

Cuando la reina Isabel de Castilla y su esposo Fernando de Aragón lograron establecer su reinado en toda España, el idioma castellano pasó a ser el idioma español aunque, como sabemos, hay otras lenguas regionales como el vasco, el catalán o el gallego. También bajo el mando de Isabel la Católica los españoles llegaron al continente americano y trajeron su idioma, imponiéndolo como lengua oficial en todos los territorios colonizados. La Guinea Ecuatorial, el Sahara Occidental en África y las Filipinas en Asia fueron otras áreas importantes de la colonización española.

El español es una de las lenguas oficiales del sistema de las Naciones Unidas junto al inglés, el francés, el ruso, el chino y el árabe.

Para cuidar de la salud y pureza del lenguaje se creó la Real Academia de la Lengua Española de la que se decía que limpia, fija y da esplendor a la lengua de la que se ocupa.

Pero no han sido países hispanohablantes los más destacados en descubrimientos científicos y avances tecnológicos, lo que nos obligó a incorporar al idioma palabras de lenguas extranjeras, mayormente inglesas. Necesarios neologismos para nuevos conceptos u objetos.

Sin embargo, se ha desarrollado una tendencia a suplantar palabras españolas por inglesas sin necesidad alguna. Hace poco leí, enviado por una amiga profesora de lingüística, un artículo muy simpático en el que la autora hacía burla de tal práctica innecesaria y dañina para nuestro idioma: puro colonialismo cultural.

La tendencia no cesa, sino que parece aumentar con la globalización de las comunicaciones. Por ejemplo, en el terreno de las artes escénicas se prefiere hablar de un performance, palabra inglesa que quiere decir actuación, y se habla de “arte performático”. La palabra inglesa resilience quiere decir “resistencia” y para hablar de resistencia hay ya periodistas que hablan de “resiliencia”, lo que me hace recordar el gracioso modo en el que los puertorriqueños que viven en Nueva York llaman a un gran mercado, como era el Mercado Único de Cuatro Caminos en La Habana: la marqueta, derivado de la palabra inglesa que significa mercado: market.

A esta invasión foránea hay que añadir las naturales peculiaridades locales de los pueblos que hablan español. Un niño en Argentina es un “pibe”, en México un “chamaco”, en Chile un “cabro chico”, en Cuba un “fiñe”. Un autobús en México es un “camión” y en Cuba una “guagua”; mientras en Chile una “guagua” es un bebé. Pero aún dentro de un mismo país —y no tan grande— como Cuba, en la parte oriental llaman, correctamente, “papaya” a la fruta que en La Habana damos el nombre de “fruta bomba”; allá dicen balde, también acertadamente, a lo que en La Habana llamamos cubo, que se emplea para baldear. Al “grifo” en la capital le llamamos “llave” —igual que la de abrir y cerrar cerrojos— y en la región oriental le dicen “pluma”, como la de las aves.

Todo esto nos previene acerca de la necesidad, para que los hispanohablantes sigamos teniendo una lengua común, de unir esfuerzos internacionales en la defensa del lenguaje a través de los sistemas educacionales todos y de los medios de comunicación, tanto locales como internacionales. Esa, en mi opinión, debería ser tarea prioritaria de la organización iberoamericana de Estados y de la Real Academia y las Academias nacionales.

De otra parte, nuestra Real Academia es, en ocasiones, cambiante como pluma al viento, con licencia de Verdi. Al respecto me pregunto qué se gana con eliminar la “ch” como letra mientras que el fonema “che” o “cha” sigue existiendo y no tiene ahora una grafía distintiva. También se elimina la “ll”, pero el sonido “elle” sigue existiendo. Me dirán que eso se resuelve en la escuela y el maestro dirá a los alumnos que dos eles juntas se pronunciarán como “elle” y una “c” seguida de “h” se pronunciará como “che”.

La “y”, que siempre llamamos “y griega”, es ahora la “ye”. Quizás habrá que decir de ahora en adelante “Juan ye Nenita van al parque”.

La “v” es uve y la “w”, que hemos llamado “doble v”, ahora es “doble uve” o “uve doble”.

Por cambiar, hasta las tildes han sido afectadas y ya no hay que acentuar en la primera “o” el vocablo “sólo” cuando equivale a “solamente”.

Y todavía nos quedan viejos asuntos como la “g” y la “j” de Juan Ramón Jiménez para los sonidos “je” o “gue”. Y la “c”, que suena a veces como “s” o “z” y otras como “k”.

Lo que sí parece que nadie nos disputará es la “ñ”, esa consonante tan nuestra y definitoria elogiada por Roberto Fernández Retamar.

Sí, tarea ardua la de los académicos de la lengua española. Todo se mueve y cambia y el impacto de lo que se vaya decidiendo afectará todo lo escrito en el pasado. Serio problema. Solo que, parafraseando al viejo Federico Engels, para entonces ya estaré muerto y no me enteraré de nada.

Pero no deseo terminar esta nota en tono fúnebre, sino con alegría beethoveniana y las palabras de Goethe en su Fausto: “la teoría es gris… pero el árbol de la vida es siempre verde”.


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