En la historia reciente de los pueblos latinoamericanos y caribeños se hace visible la diferencia entre las propuestas políticas, los proyectos sociales y los liderazgos puramente nacionales, y los que alcanzan una dimensión americana. La primera década de nuestro siglo estuvo marcada por una marea de cambios profundos iniciada con el proceso bolivariano en Venezuela liderado por Hugo Chávez, el cual halló afinidad en un abanico de transformaciones en la región, que buscaron concertarse en una nueva forma de asociación multinacional. Cobraron forma en el ALBA-TCP, la CELAC, Unasur, y otras instituciones representativas del giro emprendido en no pocos países del área.
Sin embargo, como era de esperar, durante la década siguiente el sistema hegemónico norteamericano se empeñó a fondo en sofisticar una ingeniería de reversión en su periferia continental. La interrupción de más de diez años exitosos de gobierno popular en Brasil, la principal potencia de la región, ha sido la victoria más importante del imperio en el período. No haber podido sofocar el proyecto bolivariano en Venezuela, su mayor fracaso. Tener que admitir el ejemplo de resistencia de Cuba frente al implacable estado de sitio, que dura más de medio siglo, su más amargo desafío. Me limito a citar los que considero los vértices del tablero geopolítico, aunque hemos visto funcionar esta maquinaria con múltiples dinámicas diferenciadas con el propósito de reposicionar, de cualquier manera, a las oligarquías en nuestra América en los años recientes.
A pesar del refinamiento golpista ingeniado por las vías parlamentaria y judicial, de la deconstrucción inescrupulosa de la verdad mediante el monopolio de los medios de comunicación, de la manipulación de la fe religiosa por sectas fundamentalistas, del recurso irrenunciado a la violencia policial y paramiliar, y del activismo servil de una Organización de Estados Americanos (OEA) concebida para la subordinación a la potencia dominante, a pesar de esa arremetida de la derecha, la tercera década muestra desde su comienzo, la fragilidad de la estructura de dominación vigente.
La crisis del modelo neoliberal que desde el ocaso del siglo XX motivó los cambios de rumbo que se dieron en la primera década, sigue en pie, acrecentada en profundidad económica y social. Las brechas en los ingresos, la pobreza y el desamparo empeoran. La arquitectura del mundo neoliberal se resquebraja. Además, los niveles de corrupción que las oligarquías locales han desplegado en sus escaramuzas de rescate del poder son escandalosos. Baste recordar que el FMI accedió a “prestar” a Macri más de cincuenta mil millones de dólares cuando este salía de la presidencia de Argentina derrotado por Alberto Fernández, un modo de hacer pagar al pueblo argentino, que bajo Nestor Kirshner había llegado a saldar totalmente la deuda externa, por volver a sacudirse el yugo neoliberal.
Se explica, en consecuencia, que ahora no nos sorprenda la derrota, en un año, y a pesar de la represión sufrida, de la farsa golpista boliviana de 2019, y la apertura de procesos judiciales a las figuras políticas implicadas en el golpe. O que entendamos igualmente el rápido ascenso de Pedro Castillo en unas presidenciales que se vaticinaban seguras para la derecha en Perú. Y por el mismo camino, que mantengamos un optimismo realista en torno a las posibilidades de retorno de Lula a la presidencia de Brasil en las próximas elecciones.
Son estas apreciaciones, sin duda incompletas y discutibles, las que me hacen pensar que López Obrador acaba de mover una ficha clave para nuestra América, en un momento verdaderamente crítico.
Después de escuchar de muchas administraciones norteamericanas que Cuba no es una prioridad en la política exterior de los Estados Unidos, Biden –que también lo había repetido– afirma súbitamente lo contrario, y en el peor de los sentidos, como prioridad de sofocación. Busca satisfacer a un electorado de La Florida que, de todos modos, es difícil que le pague con su voto para la reelección, porque, de prevalecer el arrastre de la mafia cubano-estadunidense, la opción republicana tendrá la preferencia, en tanto que, de no tener fuerza esta ultradereha sobre la decencia del electorado sano, éste llegará de todos modos demasiado decepcionado a las urnas para reaccionar positivamente a la reelección de Biden.
El Presidente de México, al singularizar ante los cancilleres latinoamericanos y caribeños el 25 de julio su reclamo del levantamiento del bloqueo de los Estados Unidos a la Isla, reconoce que Cuba es también prioridad para los países de nuestra América, contra el intento contumaz de Washington de liquidarla por asfixia. De su llamado a la solidaridad, y de su ejemplo, basado en justas motivaciones humanitarias, se infiere una urgencia de toma de conciencia regional. No basta –ha subrayado– con expresarlo en el voto anual en la Asamblea General de Naciones Unidas. Debe traducirse en acciones coherentes. No hacerlo así es arriesgar que cualquier acto de soberanía efectiva al sur del Río Bravo pueda quedar sujeto a un tratamiento arbitrario de sanciones, como lo revela al extremo el caso cubano. Valoro esta iniciativa de López Obrador como un gesto de liderazgo americano que recuerda el de Kirshner en la cumbre de Mar del Plata en 2005 cuando logró frustrar el intento de imponer el ALCA (Asociación de Libre Comercio para las Américas), que hubiera sometido en un engranaje imperial toda la estructura del comercio latinoamericano
Reconoce también que el camino de la integración deseable (que ya ha sido iniciado por Chávez), incluye “la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto, en asuntos de derechos humanos y de democracia”. En otras palabras, un cónclave que vuelva a sentar juntos a Washington y los países de la América nuestra, solo pude legitimarse en tanto prevalezcan Estados plenamente independientes, que puedan garantizar los intereses de sus pueblos.
López Obrador ha hecho del 238 aniversario del Libertador una celebración fundadora.
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