Con el triunfo de la Revolución Cubana, los artistas y escritores manifestaron su apoyo irrestricto. La prensa y las revistas culturales de la época reflejan la aspiración generalizada de obtener el necesario apoyo gubernamental para el establecimiento de instituciones destinadas a auspiciar las distintas expresiones del arte y la literatura, lo que garantizaría también la paulatina profesionalización del sector, condenado hasta entonces a desempeñarse en menesteres ajenos a su vocación.
Innecesario parece reiterar aquí el relato de la considerable lista de instituciones fundadas a partir del ’59, comenzando por el ICAIC, impensable hasta entonces. Pocos perciben que las nuevas estructuras organizativas y de producción dieron lugar a la aparición de oficios, técnicas y especialidades existentes antes en alguna medida de manera larvaria. Este tejido de nuevos actores intervino en los procesos creativos y en tanto mediadores en la difusión de la cultura. La práctica impuso una realidad, previa a la formulación explícita de lineamientos de política cultural. Factores de distinta naturaleza, entre los cuales la censura aplicada al documental PM fue tan solo un detonante, condicionaron el diálogo de Fidel con los escritores y artistas clausurado con sus Palabras a los intelectuales.
Transcurrido más de medio siglo desde aquel acontecimiento memorable, vale la pena intentar una relectura de sus contextos. La coyuntura y el texto han sido reducidos por intérpretes del amplio y contradictorio espectro político al posicionamiento en torno a la libertad de creación. En el contexto de la época, los participantes estábamos movidos por preocupaciones de esa índole. Pero, cuidado con los conceptos abstractos. Todos convergíamos en el propósito de defender la Revolución, fresca todavía la invasión de Playa Girón que, en más de un sentido, definió los campos. La defensa del país contribuyó a unir dos tradiciones de pensamiento. La aspiración socialista y la antigua matriz nacionalista. Muchos, los conocía personalmente, reclamaron en ese momento su derecho a vestir el uniforme miliciano. El debate se centraba, en realidad, en el fantasma del realismo socialista.
La controversia política, al margen de un análisis conceptual responsable, ha conducido a extrapolar la esencia de la polémica sin tener en cuenta los rasgos específicos del proceso cubano y a minimizar la reflexión yacente en el sustrato de Palabras a los intelectuales. 1961 fue el año de Girón y también el de la Campaña de Alfabetización. Política educacional y política cultural derivaban de un tronco común: devolver al pueblo los derechos siempre conculcados. El lema de la campaña afirmaba, en cita de Fidel: “La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee”. La perspectiva emancipadora convocaba a construir un juicio propio.
El logro sin precedentes de alfabetizar a toda la población en un año pudo realizarse echando a un lado tecnicismos para promover una amplia movilización popular. En los inicios, fueron hombres y mujeres de buena voluntad y luego millares de adolescentes que dejaron sus hogares para convivir con familias campesinas en lugares recónditos. El propósito instructivo devino una acción cultural de hondas repercusiones. Era el reconocimiento mutuo entre dos universos distantes, existentes en una misma isla.
Incluir la dimensión cultural, junto al deporte, la educación, la salud y el empleo entre los derechos ciudadanos y proyectar su democratización formaba parte de las tendencias más avanzadas del pensamiento a mediados del siglo XX, asociado también a la reactividad, a la renovación de los movimientos anticolonialistas. Por citar tan solo un ejemplo de amplia resonancia, Frantz Fanon subrayaba el aspecto subjetivo, por ende cultural, del problema. Implementar el modo de hacerlo resultaba en extremo complejo, dadas las carencias en una adecuada articulación teórica que rompiera la compartimentación existente entre las más refinadas expresiones de la creación artístico-literaria, la vertiente popular y la cultura entendida como experiencia humana. Los nexos entre cultura y sociedad, centrados en las posibles lecturas ideológicas de los textos por funcionarios que subestiman el sentir popular, enmascaraba la interacción dialéctica entre los distintos ámbitos.
Circunscribir el concepto de cultura a la creación artístico-literaria determina la orientación de las instituciones a políticas de difusión que alcanzan las mayorías en el territorio nacional. La Editorial Nacional publicó grandes tiradas a bajo costo, el ICAIC implementó el cine móvil para las zonas campesinas, se fomentaron colectivos teatrales en todas las provincias, creció el número de galerías, la música sinfónica y el movimiento coral recibieron amplio respaldo. La tradición de estudios etnológicos, heredada de la república favoreció el rescate y la legitimación del folclore. No se contaba, sin embargo, con investigaciones que abordaran la compleja realidad de la cultura popular viviente, incluidos sus rasgos específicos, con su entramado de tradición, creatividad artesanal colectiva con su sustrato lúdico y participativo. El primer atlas de la cultura popular tradicional se elaboró en los años ’80. Poco difundido por las restricciones económicas de la crisis de los ’90, su repercusión fue muy limitada. Este vacío propició errores en la conducción de estos procesos que contribuyeron a dar forma a acontecimientos de tanta significación como los carnavales.
La voluntad democratizadora tuvo resultados tangibles significativos en la difusión de altos valores culturales y en la organización de un sólido sistema de enseñanza artística que incorporó a los claustros a los maestros de la vanguardia en todas las manifestaciones y rescató jóvenes talentos procedentes, en su gran mayoría, de los estratos sociales más humildes. La proyección instructiva del programa se tradujo en el estímulo al desarrollo del movimiento de aficionados como vía fundamental de participación popular. Teniendo en cuenta coordenadas similares a las validadas por la exitosa campaña de alfabetización, se concibió una idea de alcance masivo mediante la rápida preparación de instructores con el auspicio de los sindicatos, las universidades, las organizaciones campesinas y las fuerzas armadas, algo semejante a lo implementado por los países socialistas. La práctica reveló los problemas subyacentes. Los aficionados reprodujeron los modelos establecidos por el arte profesional sin dar cauce a sus formas expresivas propias. A la larga, se impuso la rutina. En la mayor parte de las organizaciones implicadas, los festivales devinieron metas a cumplir, sujetas a la improvisación de última hora. Era una marca de la época, el costo a pagar por la escasez de estudios culturales profundos en lo teórico y en la indispensables investigaciones de campo, complementados con la debilidad de los trabajos antropológicos en sus aspectos sociales y culturales.
Sin embargo, el resultado de la implementación de una política cultural con respaldo gubernamental se tradujo en el crecimiento de los niveles educacionales, en la expansión de una inmensa vida cultural y en el surgimiento de generaciones de artistas muy calificados que modelaron el panorama creativo de la época. No es mi intención retomar aquí una historia de medio siglo. La he esbozado en otras ocasiones. Ahora, mis apuntes pretenden formular, con estos antecedentes, algunas ideas que contribuyan al debate contemporáneo sobre políticas culturales en el contexto de la globalización neoliberal.
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