Yo no sé si peco de ingenuo al preguntarme por qué a mi amigo de la vieja guardia en el natal Oriente, lo apodaban Juan Mandarria.
Quizás la anécdota que hoy narraré arroje algo de luz sobre el asunto. Yo me ciño, sin añadir, suprimir ni modificar nada, a lo que él me contó.
Aquí van los hechos
Aquel día de los años 1950, cuando Mandarria se asomó a la ventana, “no sabía, mi bien, no sabía”, lo singular que le iba a resultar aquella jornada. Pero “las causas lo andaban rondando, cotidianas, invisibles”. (Sigo encasquilla’o en la trova).
Partió conduciendo su auto, del oriental pueblo A hasta la ciudad B.
De pronto, he ahí la sorpresa, el desconcierto que le provoca un letrero al borde de la carretera: “Su consumo gratis, si hace reír al burro bienmandado”.
Parqueó el carro y, sentado a mesa desbordada, Mandarria hubo de comer y libar “como le cuadra a un hombre despierto”. (Por lo visto, hoy, ante el teclado, la trova se niega a abandonarme).
Y llegó la cuenta, cosmonáutica, como esa a la que está acostumbrado el consumidor cubano. Pero Mandarria no se arredró:
—Excúseme. ¿Podría yo probarme, en cuanto a lo que ofrece el cartel de ustedes?— susurró nuestro héroe.
—Su derecho le asiste— ripostó el gastronómico, con la grácil y cálida sonrisa que siempre ha caracterizado a los compañeros de ese ramo.
Juan se dirigió al establo contiguo, aceptando el reto. Lo cierto es que nadie supo qué intercambiaron el cuadrúpedo y nuestro protagonista.
Baste decir que Mandarria, triunfalmente, cumpliendo con lo que el letrero exigía, exhibió al ungulado muerto de la risa, que se aguantaba el abdomen con los cascos.
Unas horas después, nuestro amigo viene de regreso, del pueblo B hacia el pueblo A.
Otra sorpresa: ahora el letrero del restaurante rezaba: “Su consumo gratis, si hace llorar al burro bienmandado”.
Se repitió la escena. Mandarria comió opíparamente (no dije “ovíparamente”) y roció la cena con vinos escanciados al por mayor. Ipso facto, llegó la cuenta. Si la anterior fue cosmonáutica, ésta era intergaláctica.
—¿Se puede, otra vez?— aventuró el macho de esta película.
—No faltaba más— pronunció el simpático gastronómico.
Baste decir que, minutos después, el burro Bienmandao salió del establo llorando con más mocos que una Magdalena.
Y aquí viene, comadres y compadres, lo inaudito.
Porque el dueño del restaurante sostuvo con Mandarria el siguiente diálogo:
—De ahora en adelante, mulato, el consumo tuyo es gratis aquí. Pero, nagüe, dame luz y progreso, como dicen los espiritistas: ¿cómo hiciste reír al burro?
—Pues, sencillo. Le dije, vaya… vaya… le dije que mi… mi virilidad era más desproporcionada que la suya.
—Sí, pero, ¿cómo lo hiciste después llorar?
—Elemental: cuando de verdad se la enseñé. Se fue llorando sintiéndose avergonzado, disminuido.
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