¿Dentro de qué?: metáforas de revolución  en Palabras a los Intelectuales (II) Video


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“Revolución” es el sustantivo más frecuente de aquel acto del habla que dio clausura a los debates de junio de 1961 entre la dirección del Gobierno revolucionario y una representación de los artistas y escritores cubanos. Aquel discurso-ensayo de Fidel Castro,  enarbolado a partir de sus anotaciones, tenía que hacer énfasis en lo que había sido  consensuado como temas centrales de aquellos tres encuentros: si la Revolución iba a permitir o no una verdadera libertad de expresión  y  la relación de los intelectuales con la Revolución.  Y más, cuando habían quedado  en evidencia con las propias intervenciones de los participantes, las disimiles percepciones  y significaciones que  se tenía del proceso de trasformación iniciado el 1ro de enero de 1959 y que ya venía  impactando la vida cultural de la nación.

Como ya adelanté, y se puso en evidencia en los debates del 16 y el 23 de junio, no era simple el contexto discursivo de aquellas Palabras…Era como una jungla  el “espacio de experiencias” y recorría casi los 360 grados el  “horizonte de expectativas”.  Aquel  proyecto en marcha de transformaciones sociales, económicas, políticas, e incluso éticas y estéticas, “abrió un abismo” de percepciones y conductas como narró años después  Alfredo Guevara  en entrevista publicada en La Gaceta de Cuba; “unos quedaron indiferentes ante la conmoción transformadora que se desencadenaba, para ellos no pasaba de ser un trastorno bananero que perturbaba sus vidas; para otros era la culminación potencial de la independencia nacional”.

“El camino de la Revolución” texto de Jorge Mañach, publicado en el Diario de la Marina, tan pronto como el 15 de abril de 1959, resulta revelador de cómo se significaba la Revolución por algunos intelectuales. Ante su percepción-representación de que la Revolución había  “optado visiblemente por el recodo, por el camino brusco”, por un “rumbo rectangular respecto de la orientación anterior de la Republica”, el ensayista y periodista sugiere que lo mejor es la  “línea oblicua”, pues esta tiene la ventaja  “de  que  no conmociona, de  que  no solivianta, de que no genera las inhibiciones del   `susto´, de que permite ir construyendo sosegadamente a medida que sosegadamente se rectifica”. Insiste  en no dejarse aturdir por las palabras, por la distinción formal de revolución y evolución,  y que no hay que hacer residir la revolución en el modo, sino en la sustancia, no en cómo se llega, sino en el hecho al que se llega”

Cuatro días después se publicaron las pesimistas “Palabras de Despedida y recomienzo” de Gastón Baquero,   donde este confiesa su “susto” por abrirse ante sus ojos “la terrible incógnita de una revolución social”, a la que nunca tuvo fe. Se iba de Cuba, porque no podía  “irse” con  la revolución que “avanzaba con violencia abrazadora” hacia la meta, que como el mismo reconoce había anunciado Fidel desde 1956.  En opinión de quien se reconoce “periodista verticalmente conservador”,  el “progreso cubano” había culminado con el ascenso al poder  de “la juventud partidaria de la revolución” y ese “progreso cubano” solo podía adscribirse a la línea jurídica, económica, social,  jurídica, política dentro de una tradición inaugurada en la carta magna de 1940”.

Para otros, en contraste,  la Revolución era un “hecho de veras insólito” que venía a enriquecer la  “patética reserva de símbolos históricos”, “llevándolos a extremos casi de acto naciente”, de presencia auroral, en el instante más hermoso de nuestra historia republicana, cuando parece que todos los sueños de regeneración  patria van a cumplirse, porque ha sido siempre el más vivo anhelo de los hombres creadores de nuestro país la vinculación  entrañable de la historia y el espíritu”. Así lo manifestaron muchos de los participantes de  los debates de la Biblioteca Nacional, al subscribir la Declaración de los Intelectuales y artistas del  28 de enero de 1959.

Ideas que evidenciaban la conexión que se hacía de “aquel momento capital de nuestra historia” con  más viejos sueños  de justicia, con los anhelos de otros próceres y pensadores, cubanos y universales. Imagen que tuvo su  expresión en varias obras literarias.

Así, en el ensayo  “A partir de la poesía”, de enero de 1960, José Lezama Lima anota: “Entre las mejores cosas de la Revolución cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu. (…) La Revolución cubana significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados. El anillo caído en el estanque, como en las antiguas mitologías, ha sido reencontrado”.

Aquella tarde del 30 de junio, “cuyo resplandor nos ilumina todavía, en medio de dicterios subrepticios y de medias palabras deliberadas, se fue abriendo paso la imagen necesaria de nuestra cultura de hoy y de mañana”, como describiera tiempo después uno de sus más  activos participantes,  Carlos Rafael Rodríguez.  Así lo fue porque el talentoso líder político y orador, entretejió un discurso persuasivo, con sus propias ideas, algunas maduradas antes de aquel verano y otras activadas durante  el debate, y con los más sustanciosos planteos de los coenunciadores.

El joven Primer Ministro  evitó el uso de frases  y términos cargados de prejuicios, que pudiesen  levantar resquemores o aludir su  subscripción  a una u otra agrupación, entre las que se disputaban el poder político en el campo artístico y literario. Fidel dio respuesta a los puntos más esenciales entre los debatidos, intentando trascender el problema puntual que motivó la asamblea,   enfocado en desenredar aquella madeja y, sobre todo, dar  un paso más en la unidad  de todas las fuerzas revolucionarias. Alineando  al hilo conductor de su discurso, frases metafóricas  compartidas por la mayoría de los presentes.

Como líder de la Revolución Socialista  consiguió  activar y encadenar imágenes latentes en el fondo del sentido común compartido por una audiencia tan heterogénea. Retomó nociones  de “revolución” que había escuchado los viernes anteriores y los articuló con  su propia representación, iluminando aquellos aspectos que se avenían a su propósito estratégico de sumarlos al  proceso revolucionario. Insistió, una y otra vez, en la misma red de analogías, a partir del uso continuo y sistemático de metáforas conceptuales simples, que asociaban a la Revolución con un cambio, un movimiento hacia el futuro,  y un camino  o una marcha  hacia metas humanistas, y que formaban parte de nuestras tradiciones. Integrando así, y reforzando por resonancia, sus funciones  representacionales, interpersonales y  metadiscursivas.

Se sirvió de la reina de los tropos, para remarcar el carácter “virtual” e infundado de ciertos temores  y  significar como sagrada la obra revolucionaria.  Esto le permitió asentar  nuevas premisas conceptuales para el desarrollo y la justificación de la  política cultural socialista. Así como consensuar un marco común que sirviera de premisa para nuevos debates y para el desarrollo de la revolución cultural que, como les explicó, debía acompañar a la revolución económico-social estaba teniendo lugar en Cuba.

“La Revolución es un macro-sujeto que obra”,  “la revolución es un obra sagrada”, “la Revolución es un camino”, son como las metáforas bases sobre las que se construye la red de metáforas del histórico discurso de Fidel, el 30 de junio de 1961.

Las primeras alusiones que hace de la Revolución tienen como base sus representación como macrosujeto  que  obra, que  “en sí misma trajo” algunos cambios en el ambiente cultural, un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones de los artistas. Al que por tanto no se le debía recelar, ni prefigurar como verdugo. Un macrosujeto que en ocasiones es equiparado con los sujetos revolucionarios, como cuando expresa: “nosotros somos como la Revolución, es decir, que nos hemos improvisado bastante”.  Como un ser vivo, se gesta, tiene estado de ánimo, se preocupa, defiende, aspira y tienes deberes. La Revolución que vive y obra por el sacrificio de muchas vidas (como versifica  Roberto Fernández Retamar en “El otro”), que siente y hace por el bien del pueblo, tiene derecho a existir, a desarrollarse y a reclamar ser defendida, también por los artistas y escritores,  antes las amenazas de sus enemigos.

Una imagen compartida por los que en aquellas asambleas manifestaron  su disposición a acompañarla y defenderla. Una relación afectiva, de hombro a hombro. Como hiciera uno de los interlocutores en la Biblioteca,  el poeta y dramaturgo Virgilio Piñera, en la carta que enviara a Fidel el 14 de marzo de 1959: “Queremos cooperar hombro con hombro con la Revolución, más para ello es preciso que se nos saque del estado miserable  en que nos debatimos”.

Por aquellos mismos días de la carta de Piñera,  ante al ambiente tan caldeado  que ya se vivía entre  los intelectuales,  el guerrillero francés Luis Alberto Lavandeyra, de la tropa de La Cabaña comandada por el Che Guevara, publicó “Los intelectuales y los fósforos”. En aquel  escrito, Lavandeyra hacía uso  de otras de las metáforas recurrentes para simbolizar a la gesta revolucionaria: “La Revolución no es un terreno donde pueden prosperar los chismes. Es una carretera de piedra dura que hay que recorrer sudando, obreros, artistas e intelectuales”. Una metáfora que  discurre más sutil en Palabras…, pero explicitada una año después en la graduación de 300 instructoras revolucionarias. Aquel día, las convidó a entender Revolución como lo hacía el pueblo, “como un camino de perfeccionamiento, como un camino incesante de avance hacia la justicia, como un camino incesante de avance hacia la hermandad, como un camino incesante hacia la solidaridad, hacia el amor entre los semejantes, como un camino incesante hacia la felicidad”.

La representación simbólica de la Revolución como  macrosujeto que obra, junto a la que la significa como secuencia espacio-temporal, un camino o travesía,  da lugar a la más abarcadora metáfora de una columna que marcha hacia una meta, con un sentido, un ritmo y un espíritu fraternal. Esta  es la macrometáfora que se desarrolla en un párrafo medular del discurso:

“Porque la Revolución debe tener la aspiración de que marchen junto a ella no solo todos los revolucionarios, no solo todos los artistas e intelectuales revolucionarios.  Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad, no constituyan el sector mayoritario de la población: los revolucionarios son la vanguardia del pueblo.  Pero los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo.  La Revolución no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella; la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario; la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos, que aunque no sean revolucionarios —es decir, que no tengan una actitud revolucionaria ante la vida—, estén con ella.  La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.

Solo partiendo de esta red de metáforas, puede interpretarse a cabalidad la frase: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Este boceto ontológico de la Revolución, en tanto forma y método de la transformación política, del tránsito hacia el “reino de la justicia”, hace explotar  la imagen maníquea que la reduce a un contenedor, con un “dentro” y  un “afuera”. Donde no late el cambio, sino la permanencia. Solo la  festinada persistencia  en representar la Revolución como un contenedor o una atmosfera asfixiante da lugar a la vulgarización de aquella frase; con la  mala intención de etiquetarla “excluyente”.

Estar “dentro” de la Revolución, es estar impregnado de la lógica revolucionaria. Pues como ha fundamentado  Thalía Fung, “la revolución no es solo la gran mediación  entre el establecimiento de dos formaciones socioeconómicas  esencialmente diferentes, sino que posee el papel metodológico central a lo largo de todo el periodo de transición”. La “revolución como cambio estructural societario, condiciona todo el periodo de transición como proceso; pero asimismo, debe influir en la política desde el punto de vista teórico –metodológico.  Ella resuelve una contradicción fundamental, la del modo dominante; a su vez, en su curso tiene que solucionar las contradicciones  que influyen  de modo negativo en ese salto”. Todos los paso que se den deben asumir el carácter que les otorga el proceso de mayor entidad que las condiciona, la política revolucionaria y la solución de la contradicción principal; en nuestro caso la macro-contradicción externa, la apetencia imperialista vs la nación cubana  con un sistema sociopolítico nuevo, contradicción  que  “ha recobrado en el sistema el carácter de principal”.

Dentro de la Revolución tienen cabida todos los que no  se contrapongan  a sus propósitos humanistas. Los que renuncien a escalar por  ese camino largo y escabroso, los que se autoexcluyan  de esa marcha  gloriosa de los que tienen como meta el bien del pueblo,  tienen todos los derechos menos el de atentar contra ella. Como acaba de ratificar el Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de la República: “Dentro de la Revolución sigue existiendo espacio para todo y para todos, excepto para quienes pretenden destruir el proyecto colectivo”.

Ahora, como en aquel verano de 1961, y cual  reclamó  en la Biblioteca Nacional el poeta Manuel Navarro Luna, “los intelectuales no debían preguntarse qué es lo que va a hacer la Revolución con ellos, sino qué es lo que van a hacer ellos con la Revolución”.

 

 
 

 


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