Derechos de la cultura cubana


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Plaza de la Revolución. Foto: Ivan Soca

Para que los derechos culturales en Cuba —más claramente: los que le corresponde a la ciudanía reclamar y ejercer en el disfrute, la difusión y la producción misma de los bienes de la cultura— tengan plena, segura y legítima consumación, lo primero es defender y salvaguardar los derechos de la cultura cubana. Ella es una realidad cuyo proceso de transformación, permanente e ineludible, debe conocerse y cuidarse para que no termine desnaturalizada por los efectos de la globalización neoliberal y su matriz rectora en el mundo, la dominación imperial, o imperialista. Tal matriz no es un brote nuevo: sobre una base de varios siglos de capitalismo se gestó en las postrimerías del siglo XIX y se consolidó en los inicios del XX.

El impulso para la transición medular entre aquellas dos centurias, histórica y política más que cronológica, lo dio la contradicción entre imperios: de manera señalada el español, decadente o ya entonces en ruinas, y el estadounidense. Este, hijo y superador putativo y práctico del británico, y sometedor de otros que —incluido el que en España conserva ínfulas y pretensiones de tal— siguen acompañándolo, emergía y hoy perdura en su soberbia, aunque atraviese una etapa de lo que va siendo su crisis permanente.

El acto visible en el despegue de ese raudal se dio en la intervención con que en 1898 el gobierno de los Estados Unidos frustró la independencia de Cuba y humilló a la corona española. Fue esa la propulsión ígnea para el desencadenamiento de las conflagraciones internacionales características del siglo XX, asociadas desde sus inicios a replanteos en la repartición de territorios y áreas de influencia.

Bien avanzado aquel siglo, un estudioso honrado y de izquierda, Eric Hobsbawn, condensó interpretativamente esta noción: el hito inicial de ese panorama, y, desde el punto de vista histórico —por lo que significó en la transformación política del orbe—, punto de partida para la nueva centuria, fue la denominada Primera Guerra Mundial. Al sostener ese juicio se basó en hechos, pero sería difícil negar que, además del alcance visible y simbólico de la mencionada conflagración, la perspectiva del historiador británico la condicionó el alminar europeo desde el cual observaba él la realidad.

Hacia finales del siglo XIX ya José Martí se había planteado hacer en Cuba una guerra de liberación nacional que impidiera la consumación de los planes de los Estados Unidos de apoderarse de Cuba, las Antillas y nuestra América toda, y avanzar con ello hacia el dominio del mundo, al cual le impondrían así un creciente y harto peligroso desequilibrado. La certeza de la previsión martiana la confirman los resultados que hoy continúa teniendo la frustración temporal del proyecto revolucionario que el héroe levantó para poner freno a la marcha imperial, propósito en el que reservaba un papel destacado a la insurgencia revolucionaria cubana. El pensador y guía fue capaz de ver que la guerra necesaria, en cuyos preparativos tuvo él una participación rectora, estaba llamada a un alcance que no terminaba en la independencia de Cuba y Puerto Rico.

La confirmación del acierto de Martí empezó a manifestarse, en hechos visibles, después de su temprana muerte en combate: desde el choque bélico en el cual se quiso ningunear a Cuba. A ese conflicto armado, con el cual los Estados Unidos frustraron la independencia que el pueblo cubano había probado merecer, la propaganda imperial lo denominó Guerra Hispano-Estadounidense. Gran parte de la historiografía y, en general, el pensamiento nacional del país ignorado ha insistido en reclamar algo que al menos parcialmente ha conseguido: que ese conflicto se rebautice como Guerra Hispano-Cubano-Estadounidense. Además, se habrá notado aquí la sustitución de Norteamericana, y hasta de Américana, que abundan en textos sobre el tema, por Estadounidense, ceñido a la nación que desde su fragua como el país pluriestadual y voraz que es ha venido usurpando, entre otros patrimonios, el topónimo y los gentilicios del continente.

El peso fundador del proyecto martiano contra las maquinaciones imperialistas de los Estados Unidos lo ha tratado el autor de este artículo en “95 vs. 98”, recogido en su libro Ensayos sencillos con José Martí (2012) y antes en otras publicaciones. No pretende reproducir ahora argumentos y datos que allí pueden hallarse. Únicamente insiste en una consideración de carácter histórico y ético relativa al pensamiento de Martí, y que tiene profundas y cada vez mayores implicaciones culturales.

El fundador del Partido Revolucionario Cubano sabía cuán descomunal era el desafío que, en su desarrollo imperialista, la expansiva potencia formada a partir de las Trece Colonias inglesas representaba para nuestros pueblos, no solamente para Cuba. Era consciente de algo que el 11 de abril de 1895, navegando ya hacia la patria para incorporarse a la guerra, estampó en carta a Bernarda Toro Pelegrín, la esposa del general Máximo Gómez: “El mundo marca, y no se puede ir, ni hombre ni mujer, contra la marca que nos pone el mundo”.

En lo más directo, a la compañera del viejo combatiente le hablaría de las responsabilidades inmediatas en una lucha que implicaba sacrificios personales y familiares, individuales y colectivos; pero su pensamiento rebasaba siempre lo contingente. En él, ese “no se puede ir contra la marca que nos pone el mundo” podía significar que era inaceptable desatender los logros cosechados por la humanidad, o imitar al hombre asustado que creyó necesario salir corriendo para anunciar los males que, según sus miedos, acarrearía la locomotora, y este ingenio le pasó por el lado. Pero de ningún modo significaba aceptar resignadamente los males que se nos vinieran encima.

Lejos de toda pasividad, de todo fatalismo, con su voz y, sobre todo, con su ejemplo, Martí convocaba a la luchar aunque hubiera que librarla contra la fuerza de un juggernaut, de un gigante de siete leguas, o concretamente del monstruo al que se refirió en su carta póstuma a Manuel Mercado el día antes de morir, y contra el cual alababa el coraje y la sabiduría del David que había sabido vencer a Goliat. El pensamiento martiano sigue aportando luz para encarar las maquinaciones de ese monstruo, que se ha transformado pero sigue siendo esencialmente el mismo, aunque proclame que cambia, actualice máscaras y, entre otras maniobras, acuda en la decoración de la Casa Blanca a lo que Fernando Ortiz, basándose en el ideario martiano, estudió y refutó como “el engaño de las razas”.

Hoy, frente al poder de los medios de información —o desinformación— con que cuenta el imperio es aún más urgente enfrentar sus maniobras y prevenir, impedir, confusiones. A los pueblos de nuestra América, a los que Martí señaló el deber de marchar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes, también los llamó a marchar con el mundo, no con una parte de él contra otra. En su perspectiva, eso no suponía asumir indiscriminadamente al mundo como un todo homogéneo.

Más aún que en los siglos XIX y XX, en las actuales circunstancias resulta posible que una parte del mundo —el imperio con sus designios— mediáticamente se las arregle para pasar como si fuera el mundo todo, en lo que tendrá el apoyo de “ignorantes” voluntarios. Eso es lo que de alguna manera está ocurriendo en la propagación de productos artísticos, cuando no seudoartísticos, atenidos a los peores requerimientos del mercado y enfilados a perpetuar, más allá y más acá de lo artístico y literario, pero también en esas vertientes, una cultura de la imitación, la pasividad y el sometimiento consciente e inconsciente.

A la cultura cubana le asiste el derecho de seguir cultivando su afán de amplitud universal, que incluye la debida relación con la cultura de los otros pueblos, como, entre ellos, el de Lincoln y Emerson. Dicho afán se opone raigalmente a las estrecheces del aldeano vanidoso, sin ceder a conceptos, tendencias y actitudes contrarios a su identidad, y a la dignidad y el sentido justiciero con que este país se fraguó en lucha frente a fuerzas imperiales. Nadie se sobresalte: exija tino el país a sus instituciones, y téngalo él, de conjunto, en el cuidado de sus valores culturales. Claro que no se habla aquí del país como un ente abstracto, sino como el órgano vivo que es, formado por la ciudadanía y por su sistema de instituciones: desde las más influyentes y abarcadoras, y, por tanto, de mayores responsabilidad y poder, hasta las más diminutas, si las hubiera. En todo le corresponde un papel de primer orden a la educación, a la persuasión, a la siembra de ideas, junto con las regulaciones necesarias.

Las fuerzas frente a las cuales la nación debe mantenerse lúcida y vigilante, sin cacerías ni criaderos de brujas, y sin dejarse minar y confundir por ellas, son variadas: desde el imperio mismo y los neoliberales y proanexionistas que se constituyen en avispero para hacerle a él el juego, pasando —o incluyéndolos— por presuntos “despolitizados”, hasta pragmáticos que vean en la eficiencia económica un fin en sí. En un proyecto como el que debe seguir siendo el cubano, la necesaria eficiencia económica solo tendrá verdadero valor si sirve para sustentar la justicia social, la decencia, el altruismo, la belleza y otras virtudes irreductibles a meras cuentas de ingresos, gastos y saldos. Se trata de una realidad de implicaciones, fondos y alcances de carácter profundamente cultural.

El reclamo es todavía mayor cuando al fomento de la propiedad privada se une el reinicio de relaciones diplomáticas con una potencia imperial de la que no hay por qué esperar voluntad de apoyar a Cuba en el fomento de la independencia, la soberanía política y el afán de equidad social que históricamente han tenido los mayores peligros, o enemigos, en imperios. Reclamar que esa realidad sea debidamente considerada no significa ni satanizar con generalizaciones prejuiciadas ninguna forma de propiedad, ni vivir cultivando odios. Tales satanización y cultivo intentan endilgar a las fuerzas revolucionarias algunos equivocados, cuando no abiertamente entregados a favorecer que a las fuerzas imperiales de la actualidad —con prosapia más que secular— se les abran las puertas para que reinstalen en Cuba fueros y desafueros que ellas le impusieron a este país de 1898 a 1958.

Van siendo visibles las señales de que a la nación cubana le salen por aquí y por allá defensores del acatamiento del imperio, y de modos de expresión que, en nombre del derecho personal, empiezan a propalar perspectivas y actitudes contrarias al derecho de la cultura cubana, de la nación cubana, a existir y defenderse. Hay quienes asumen como algo natural y aséptico el irrespeto a los símbolos de la patria, y la propagación de imágenes que no caben interpretarse sino como enaltecimiento del pasado neocolonial y oprobioso que la ideología contrarrevolucionaria, no otra, intenta presentar como el tramo más próspero y merecedor de imitarse que haya tenido Cuba.

El problema no es sencillo, ni lo serán, no lo son, los modos de enfrentarlo. Pero sería imperdonable cruzarse de brazos y de pensamiento, y dejarles libre el camino a “ingenuos” y a neoliberales proanexionistas, cuyas ideas, o carencia de ellas, sirve objetivamente a las pretensiones imperiales, o a la banalización que les allana a estas el camino. Si el peligro estuviera solamente representado en la estulticia, la chabacanería y la superficialidad, aliadas naturales de la improfesionalidad y las actitudes irresponsables, ya sería grave. Pero tampoco se debe descartar la participación de interesados conscientes. Y no olvidemos que la desidia acaba siendo tan nociva como la complicidad voluntaria, y hasta más peligrosa tal vez.

Con respecto a La cultura en el centro de la vida, artículo del autor de estos apuntes publicado en Bohemia —tanto en la edición digital como en la impresa, y reproducido en Cubadebate y otros órganos—, Silvio Rodríguez expresó en su Segunda Cita un punto de vista que el propio sitio Cubadebate acogió. Además de avalar las preocupaciones de aquel texto, añadió con tono de un reclamo ante el cual sería criminal renunciar a la prisa y permitirse más laxitudes y demoras: “llevamos medio siglo gastando saliva y papeles diciendo cómo queremos que sea la cultura, y la misma cantidad de tiempo dejando que los organismos que proyectan la cultura nos contradigan”. El criterio del trovador dará margen quizás para la discusión, para matizaciones, para discrepancias; pero sería un despropósito desconocer su valor y soslayar sus interrogantes, que condensan exigencias ineludibles: “¿Por qué? ¿Hasta cuándo?”

Las respuestas —conceptuales y prácticas— por las que con tantas razones y con tanta razón clama el autor de canciones fundamentales, propulsor de pensamiento lúcido y combativo, están entre los derechos que la cultura cubana tiene y la ciudadanía y sus instituciones deben cuidar y defender con la acción necesaria, que abarca una labor encaminada a la persuasión. Pero esta, aunque irrealizable sin repetir ideas y sin una tenacidad que puede calificarse de misional, no debe confundirse con el paliqueo estéril y esterilizante.

Tampoco es cosa de tratar de convencer a quienes no disimulan la rabiosa disposición con que están prestos, de antemano, a revolverse contra todo lo que huela a ideas revolucionarias y antimperialistas, y tienen preparado, aunque desmedulado y quebradizo, un arsenal de respuestas y actitudes con que tratan de poner en quiebra los argumentos que los desenmascaran y combaten. Ser defendida contra esos servidores del imperio —el mismo, aunque cambie de colores y máscaras, que frustró en 1898 la independencia de Cuba, y que hoy sigue bloqueándola— es en la actualidad el mayor derecho de la cultura cubana, y el mayor deber de quienes se propongan cultivarla, y, por supuesto, de quienes tienen la tarea de dirigir sus instituciones y aplicar su política cultural.


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