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Desde mi caja…


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Desde mi caja…

Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

Saint-Exupéry

Yo tengo una caja, mía y de mi propiedad aunque esto parezca redundar: mía, porque solo yo la he delineado con tristezas, esperanzas, enormes fragmentos de infancia, poemas y poetas, pedazos de canciones, recuerdos, dos metros de amor utópico, fechas de todo y todos, flores de primavera en otoño, y cientos de cosas que pueden ser consideradas inútiles tonterías si no fuera porque no lo son; es mía porque es de mis sueños, de mis realidades-otras, esas realidades que construyo con las imágenes que recreo, con frases y versos que reconstruyen las imágenes, con esos ojos que sueño y que solo poseo cuando los miro desde mi caja. Es mía porque lo es.

Es de mi propiedad porque nadie, ni siquiera aquellos que en su interior residen, pueden reclamar su posesión; porque solo yo puedo disponer de ella, tanto que inclusive puedo prestarla a aquellos que no tienen caja propia. Y hasta pudiera añadir que es de mi propiedad porque solamente yo puedo decidir su contenido; sin embargo, esto ya no sería verdad. Si algún día usted la necesita, yo puedo prestársela y por su única voluntad podrá escoger que encontrar en su interior; eso sí, cuidado, mucho cuidado con ella: mi caja no es frágil, pero lo que usted decida que lleve dentro puede serlo o pudiera ser, tal vez, quién lo sabe, que descubra que es mucho más imaginativo de lo que usted jamás quiso aceptar.

¿Tantas palabras por una caja? Sí señor, una caja. ¿Tiene usted algo en contra de las cajas? Es qué no sabe lo que es una caja, lo imprescindible de una caja. Y no me hable hoy, ya en mes de diciembre —en que un año se termina para que otro comience, así, como si se cerrara un círculo pero que no es un círculo porque es una espiral— de definiciones académicas: le hablo de la otra, de la caja que ya cumplió setenta años y a la que todos tenemos acceso con derecho de propietarios y almaceneros. ¿No entiende? ¿No tiene caja propia? Voy a sacar algunas cosas de la mía para compartir con usted, y comenzaré mostrándole la caja original desde mi caja.

Aunque, no. Ahora no se puede: acá, en el interior, reina un silencio de cuadra dormida. Por la ventanilla se anuncia un rayo de sol donde revuela una bella mariposa de tres colores. Se escucha un trotecillo alegre, un cómo-no-sé-qué cascabeleo ideal, y en el prado apenas si se mueven o bailan las florecillas rosas, celestes y gualdas. Sí, es cierto: ahí llega, pequeño, peludo, suave, con el brillo inalterable de los espejos de azabache de sus ojos, el pequeño Platero, desde 1914. Prosa lírica o poema en prosa: para qué intentar clasificaciones ante la magia: un libro para que los adultos puedan recobrar parte de lo perdido en el camino hacia la adultez; para que los niños aprendan a proteger del camino lo que no debe perderse. Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, que puede ser Platero y usted, o Platero y todos, tengan o no caja suya de su propiedad.

1914… 1814… De nuevo: 1914… 1814… No sé qué sacar primero. Será esto o aquello de más allá. Algo se oculta envuelto en humo de tabaco: ¿1854?

Mejor este otro: prefiero este, con voz de mujer, serena y majestuosa, que nombra la poesía alma del orbe… 1814, la Avellaneda, Tula, que marcó su espacio en la poesía, por eso la crítica aun la trae y la lleva por definiciones que siempre pretenden enmarcar a una mujer y eso, como todos sabemos, es imposible. ¡Cómo envidio su determinación al escribir las cartas a Cepeda! Casi monólogos ante el silencio del destinatario. ¡Sí yo pudiera!

En fin, ya que no puedo decido revisar su poesía donde encuentro un Él a quien le canta: Esbelto —cual la palma— su altiva cabeza erguía… Ella también con su sueño de hombre-palma, pero tan diferente: su esbelto y altivo tiene un cierto aire español; mi sueño, esbelto y distantísimo, es de porte airoso, nunca la altivez lo marca, allá, en el paisaje de su diario andar común; y aquí, en mi paisaje interior, donde fija, con su alta cubanía, las nubes en el cielo para que no se desplomen sobre mi posibilidad de soñar, de soñarlo. Utopías de amores en esta caja mía de mi propiedad.

Acre olor de tabaco fuerte, años de humo llenan mi caja, y sale un hombre desordenado que fuma en pipa y toca el violín: Sherlock Holmes, el detective ficticio más famoso del mundo. Según su creador, el escritor escocés Sir Arthur Ignatius Conan Doyle, Holmes nació en 1854. Y así las cosas, estamos a 160 años de su natalicio, aunque no de su primera salida al público. Y como autor y personaje son casi contemporáneos, ya que Sir Conan Doyle nació en mayo de 1859, podemos celebrar juntos a uno y otro. ¿Cuánto del Patrimonio Mundial se puede recorrer a través de un libro policiaco? Eso es algo para retomar a Holmes y su pipa; pero, ahora que el humo aclara, estoy encontrando otras cosas. ¿Será la caja…?

No, no lo es… Es de 1814. Versos: intimismo, diminutivos, cubanismos, hasta cantares de montero… La ciudad del Yumurí, donde hay blancos, negros y mulatos, que cruzan, giran y pasan, cuna de poetas. Se cuenta que es una ciudad con alma y también se cuenta que existe la sonrisa matancera: para mí, si se puede elegir, sería la sonrisa de José Jacinto Milanés, encarnación de la matanceridad absoluta.

¿Y esta historia mía que se entreteje en versos? Matanzas, tardes de paseos por la ciudad que siempre conducían a las calles de empinada subida, entre flores amarillas, para alcanzar La Cumbre, cerro vigía del Valle del Yumurí, donde papá construía una casa de imaginaciones. Puedo ver, venciendo el tiempo, a Milanés que sube a La Cumbre, atraviesa el caserío de Mahy, con sus quintas entre arboledas. La Cumbre, donde quiera que estoy, porque en su brisa la magia respirara que respiro… Y ante la brisa —ante la magia— el poeta se me acerca: toma esta manta escocesa, que te abriga y que no pesa

Cuánto quedó por escribir, no tuvo tiempo: la mano negra de la pesadilla la apoyó tres veces en su corazón. Fue un período muy difícil: porque me diste Señor un alma triste y sensible. Por el poeta y por los dulces recuerdos de infancia, las tardes de paseos de hoy me conducen a lo alto de la ciudad y a la casa que existe vencedora del tiempo y las ausencias, siempre ahí aunque nadie pueda verla: esa casa que habito donde quiera que me encuentre, construida con los sueños de papá, solo para mí.

Contemplo la ciudad, por los ríos la mirada sale al mar: busco esa barca donde el poeta, apoyado al timón, espera el día. Y sé que voy a encontrarla porque Matanzas es ciudad de locos y poetas. Además, por el secreto de la matanceridad, o por el misterio del alma de la ciudad, nadie sabe si Milanés sigue ahí o si se fue. ¿Quién puede asegurarlo? Nadie puede… Ni siquiera ese otro poeta que escribiera los últimos versos que anoté y que me dicta desde mi caja, porque no quiere salir ahora.

No importa, lo que estoy escuchando vale un Potosí: Guaguí cogió un pito de calabaza y chifló un mambito. La misma voz, desde 1914, me asegura que ha visto volar un mamey sobre el monte del Turquino. ¿Quién es? Samuel Feijóo: gracejo y disparate. Toda Cuba en su trabajo: poesía, ensayos, narraciones, y esas colecciones de décimas y tradiciones. Todo sacado del lugar exacto porque el agua de coco es más fresca debajo del cocotero. Feijóo, que sin conocerme me regaló este verso: tomeguines con pelusas del sombrero de la caña. Samuel Feijóo, paisaje cubano, mi paisaje, voy contigo, paisaje yo que se recorre la vida. Paisaje yo con caja de alucinaciones y milagros contemporáneos de donde intento sacar otra caja, pero que no lo consigo porque ahora sí que sale el poeta que se me había atascado en el intento, y que no sale solo. Son dos. Dos centenarios originales, perdón, origenistas quise decir. Orígenes: ay de mí.

Ay de mí y esta ilusoria pretensión de conocer dos poetas, caminando por el Prado, porque para eso poco importa mi nombre, y mucho menos mi edad. Me gustaría caminar por el Prado, Prado abajo, de la mano de Ángel Gaztelu y Virgilio Piñera. No como león de bronce transmutable sino como pelusa del sombrero de la caña —tomeguín de Feijóo—, leve, flotando casi inmaterial en el aire que corre a Malecón: un tomeguín entre dos palmas: una cantando la gracia de los cielos; la otra, de penacho negro.

Dos palmas Prado abajo sin miedo a los leones, siguiendo un tomeguín como pelusa, cantando las palmas y el pájaro callado para poder escuchar. Palmas cubanas, llenas de luz, no importa si verde o negra.

Virgilio Piñera, con su poesía que invita a la palabra que pasea entre perros su desierto ladrido, pudo ser palma de agua con azúcar en los cambios de turno en la madrugada, palma negra de la incertidumbre. Pudo ser palma de tiempo muerto, palma negra por el enojo —amarilla rabia—, por la amargura —garzón de la melancolía—, por el sarcasmo helado cristal de la persona… Pero, no pudo ser.

Y, los que saben, hablan de su poesía, abandonada en 1944: existencia sin esencia, realidad desustanciada, no pudo ser. Y mi yo no-poeta se queda con las humildes realidades, con una especie de valeroso y esencial sortilegio, con la imponderable amargura de un zapato y, claro está, no pudo ser.

No pudo ser porque la poesía desnuda demasiado el alma, y tanto que la única palma de penacho negro de la poesía cubana salió de su pluma y no es palma de parques, no es palma fáctica: es palma de héroes.

Voy Prado abajo, tomeguín con pelusas, impulsada por el aire que busca el mar: el mar capitalino que añora el verde, conjunción verde-azul de la Isla desde sus orígenes. Quién sabe si llegaremos hasta un lugar donde, a veces, se ve el mar entre cañaverales: un lugar como en el mío, cuando camino trenzando los versos de Gaztelu con mi andar.

Ángel Gaztelu, beatificado por la gracia del Pueblo inundado de fe hasta cuando la niega, o cuando se niega, beatificó las palmas y guio una generación susurrando la maravilla de la Asunción de María, marcando un signo al final de sus corredores: con tus siete sellos, sella para todo lo que no seas tú, mi sangre.

El padre Gaztelu no es palma de parque de iglesia, no es palma vaticana: es palma beatífica de Cuba, importada de Navarra, aplatanada, girasolada: girasol, patena al sol, / planeta al jardín caído.

Trenzo versos porque yo también tarde en el pueblo camino. Rehago sus versos, los rehago —y me rehacen— cuando espero ese momento de luces asombradas a esas horas de vagas complacencias. Trampa de luces para la memoria, donde cada anécdota se me incorpora. Ah, ese momento de sorprender la luz última a tumbos por el pueblo con ese hondo estruendo de no querer marcharse.

Y cuando es asombro largo el fulgor de la mirada, planto mi palma de negro penacho, allá, al cantar del gallo, donde un viejo combate, asombro de la memoria. Planto mi palma aplatanada, allí o acá, donde el asombro de la luz.

Regreso sola al Prado; con el mar-triste-sin-verde a mi espalda. Me voy Prado arriba, contándole algún cuento a los leones: Me gustaría conocer dos poetas, caminado por el Prado, para eso poco importa mi nombre y mucho menos mi edad.

Ni para eso ni para muchas otras cosas porque —esta suerte original de vida mía— he sabido proteger del camino lo que no debe perderse: tengo una caja mía de mi propiedad. Así como esta que acabo de sacar: la original, la primera que dibujó el piloto en el desierto de Sahara para Le Petit Prince para poder mostrarle la oveja.

Desde 1944, cuando Antoine de Saint-Exupéry desaparece con su avión cerca de la costa de Marsella, se continúa elucubrando sobre qué pasó o qué no pasó, si fueron o no sus restos los hallados. Eso sucede porque nadie me ha preguntado y en realidad, a toda lógica, no tendrían por qué.

¿Y cuál es la razón? Pues, que no tienen caja: así nadie puede imaginar que, contra toda lógica, yo sí sé. Se trata de saber leer entre líneas, rehacer lo leído desde mi caja. Es fácil, desde hace muchos años sus biógrafos lo han escrito: piloto y principito, desde siempre, permanecen enredados entre sí.

¿A dónde se dirigió Saint-Exupéry en su último vuelo? Al asteroide B 612, ese que es un poco más grande que una casa. Hasta allá se lo llevó el pequeño príncipe: recuerde la enseñanza del zorro: Te haces responsable para siempre de lo que has domesticado. Allá lejos, y tan cerca, continúa dibujando cajas para guardar ovejas, poetas, sueños, y otros animales fanáticos.

Una de esas es esta que estoy usando —la mía de mi propiedad— y donde encuentro cada cosas qué a que le cuento. Bueno si no le contara no habría cuento y aquí voy encontrando alguien de quien quiero contarle porque me gusta lo que me cuenta: Yo soy un pez, ángel he sido, / cielo, paraíso, escala, estruendo, / el salterio, la flauta, la guitarra, / la carne, el esqueleto, la esperanza, / el tambor y la tumba.

Y qué decir de esto otro que nos viene bien a todos, poetas o prosistas, escritores o escribanos, iniciados o profanos, inclusive a mí: Yo no sé escribir y soy un inocente. / Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente. / No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva.

Las primeras palabras de la cita han quedado demostradas para quien haya logrado llegar hasta aquí. Las últimas palabras: sólo lo sé yo. En fin, que se trata de 1914 y Gastón Baquero. Y también se trata de que debemos ir terminando aunque con mi caja nunca se termina: cada vez que la miro aparece otra cosa y otra más, y otra, y otra.

Como ve, lo prudente es irlo dejando aunque primero deseo brindarle mi caja de mi propiedad por si acaso usted no tiene ni sabe cómo hacerse de una. En fin de cuentas estamos en diciembre —mes en que se cierra un círculo que no lo es porque es una espiral— y quizás la necesite.

Yo puedo prescindir de ella por unos días, o conseguirme otra, así que tome esta sin pena. Le dejo dentro unos versos de Baquero que equivalen a mi lista de necesidades para el nuevo año: Un pedazo de pan y unas cuantas estrellas, / una pequeña luz iluminando el Libro, / y saber que tú estás.


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