Desde mi luneta 2: los amores de Verónica y la irreverencia de Cundingo


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Mi encuentro con Alberto Pedro Torrientes fue de modo singular. Después de la experiencia de Andoba me había convertido en una suerte de visitante habitual de la sede del grupo de Teatro Político Bertolt Brecht, y se debía a que por ese tiempo nuestro grupo contaba con un nuevo miembro: se trataba de Javier Ávila, hijo de los actores Alfredo Ávila y Celia García; por lo que parte de nuestra vida social, tras la escuela se movía entre la aventura de jugar con el perro de Hammady, llamado Babú, y escuchar música en su casa; y pasar horas viendo los ensayos de los padres de Javier y sus compañeros.

Sin que mediara conocimiento entre nosotros Alberto me detuvo a la entrada de la sala de ensayos para decirme una frase irreverente “…compadre, yo pensé que era cabezón, pero usted me gana por media cabeza…”. Honestamente me sentí ofendido; tanto que mi primer pensamiento fue retarlo a fajarnos; pero su ocurrencia nos marcó para el futuro.

Por esas extrañas cosas de la vida su hermano Juan Pedro, que también era actor, formaba parte del círculo de conocidos y amigos de mi padre que se reunían a jugar dominó en casa del profesor Rolando y su esposa Virginia en las Calles K y 17, en El Vedado, y allí volví a coincidir días después con Alberto Pedro que se disculpó con una nueva broma “… es que ustedes (se refería a nuestra pequeña cofradía) tienen una emulación fraternal a ver que cabeza es más grande… pero tú no ganas, así que duerme tranquilo.” Solo diré que aquella nueva loa me consoló; y me mostró una de sus facetas humanas: manifestar afecto a quienes consideraba digno de su amistad comparando el tamaño de su cabeza con la del elegido.

Por ese entonces, ya había visto su obra Tema para Verónica en una función en el teatro Mella y me había identificado con sus personajes. Confieso que aún no tenía ni la suficiente capacidad crítica que desarrolle tiempo después ni los referentes teatrales que la acompañaron. Se trató de simpatía con la obra y los personajes. No sabía entonces que ese era el primer reflejo que induce el teatro en sus destinatarios.

Alberto Pedro era, junto a sus hermanos Juan, Dolores o Lola y Alina, hijo del gran estudioso de nuestra cultura afrocubana y de nuestra historia social de igual nombre, y de Lola Torrientes, una mujer de una bondad infinita pero justa como pocas y que derrochaba una sabiduría tal que sorprendía a quienes la escuchaban.

Los hermanos Pedro son todos actores, excepto Alina que había estudiado filosofía, y de ellos los más notables eran Alberto y Lola, aunque Juan Pedro era el más flemático de ellos. Pero regresemos a Alberto.

Debo decir que poco a poco nos fuimos volviendo cercanos, hasta que en cierto momento forma parte de aquel grupo al que le comentaba alguna de sus ideas a desarrollar, entre ellas Delirio Habanero, que comenzaba a cocinar en su cabeza.

Alberto, cuyo conocimiento de la cultura cubana era insuperable, siempre estaba dispuesto a la polémica y a la defensa de sus criterios, desde una posición de respeto y presto a dominar una ironía intelectual tal que desconcertaba a quienes no aceptaran sus razones; pero también aceptaba sus culpas por su “permanente capacidad para ser indisciplinado” como afirmaba cuando había recibido alguna reprimenda, tanto profesional como personal, ante alguna de sus tantas travesuras o faltas.

Recuerdo cierta tarde en el Hurón Azul, cuartel general de parte de la cultura cubana en los años ochenta, un acalorado debate entre él, Abraham Rodríguez, Amado del Pino y el profesor Orlando Vigil Escalera acerca de la necesidad de reflejar con fuerza suficiente la realidad cubana del momento, con sus personajes, contradicciones y las actitudes de los hombres que la habitan.

Alberto y el “gordo” Amado fueron subiendo el tono de sus criterios de modo tal que aquella conversación se extendió a las mesas cercanas –era normal que en aquel lugar, en aquellos años, un debate o tema interesante y privado se convirtiera en fuente de acontecimiento masivo—involucrando a muchos de los presentes que terminaron emitiendo criterios y aportando ideas.

Al final de aquella tarde, después de lo vivido, incluido algunos tragos extras de ron Pati Cruzado; Alberto anuncio que en días haría una lectura de la obra que estaba escribiendo. El primer público, y los primeros críticos de su obra Delirio Habanero, estuvo integrado por parte importante de los que se reunían en el Hurón Azul que le escucharon con atención, incluso quienes se fueron sumando a la escucha susurraban para dirigirse a quienes brindaban servicio para evitar interrumpirle.

Confieso que la obra, para aquel momento, podía parecer arriesgada, conflictiva, pero en el fondo era un gran fresco de la sociedad cubana que estaba ahí: las relaciones entre cubanos de las dos orillas; con sus sueños, sus frustraciones y sobre toda las cosas esas deudas pendientes con la vida.

Recuerdo cierta tarde en que coincidimos en el Hurón y él esperaba con ansiedad, lo mismo que muchos de los presentes, a Helio Orovio. En sus manos tenía una pequeña libreta de notas. Helio, después de sus ceremoniosa entrada que incluía pasar por cada mesa y dejar lo mismo una frase que una conversación o un saludo, se sentó junto a nosotros –en la mesa además, de este servidor, estaban el dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa, el actor Samuel Claxón, otras personas que cuyos nombres se han perdido en mi memoria- y se dedicó a responder la batería de preguntas que tenía escrita sobre las figuras de Celia Cruz, Olga Guillot, y Chano Pozo.

Helio, una verdadera enciclopedia de la música cubana, respondió a cada una de sus preguntas e incluso de explayó contando chismes y otros detalles dignos de una revista rosa de esas que se publican en muchos países. Ese día asistimos al nacimiento de su obra Manteca.

Para ese entonces ya no formaba parte del GTPBB, había pasado a ser parte del grupo de Teatro Mío que dirigía Miriam Lezcano -su compañera desde ese entonces y quien dirigirá su producción dramática posterior-, una compañía fundada, pienso yo, para su obra fundamentalmente.

Los años noventa nos alejaron. El Hurón Azul y sus vivencias culturales fueron opacados por la crisis. Pero eso no impidió que coincidiéramos en los lugares más inimaginado y que nuestras conversaciones duraran horas. Charlas que iban de lo trivial a lo más profundo y que terminaban haciendo un recuento de los ausentes.

Nuestro último encuentro fue en la redacción de la Revista Salsa Cubana. Corría el año 2002 Amado Córdoba, su director -que había estado casado con su hermana Alina-; le había invitado para que escribiera sobre la música en el teatro como parte de un dossier dedicado a esa combinación de artes. Más que escribir, ofreció a los presentes una disertación de la música dentro del teatro cubano nombrando a casi todos los compositores que habían tributado y el título de la obra incluido.

Después no tuve más noticias suyas, hasta que la relacionada con su muerte. Fue mi madre quien me la comunicó con cierto dolor; ella en más de una ocasión le había servido de paño de lágrimas, le había preparado un cocimiento de tilo con un sencillo de ron y reía con sus travesuras.

Alberto Pedro fue como muchos de sus personajes, mitad ironía, mitad tragedia. Algo así como la realidad que vivió. Una realidad que para muchos no parece haber sido superada.


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