Para muchos lectores el Teatro Alhambra le remite a la cinta La Bella del Alhambra (1989) de Enrique Pineda Barnet, Premio Nacional de Cine del año 2006, y también a la novela que la motivó, Canción de Rachel, del Premio Nacional de Literatura Miguel Barnet.
Y es que el Teatro Alhambra es el contexto de ambas piezas y es sinónimo del teatro cubano en las primeras tres décadas republicanas porque solo este escenario mantuvo la presentación sistemática de obras teatrales en este período, y la tradición bufa se convirtió así en los espectáculos alhambrescos.
“El Alhambra fue algo más que un teatro. Es el símbolo escénico de esos años, su definición mejor”, asevera el profesor Rine Leal, en el texto imprescindible Breve historia del teatro cubano.
El Teatro Alhambra se fundó el 13 de septiembre de 1890, en la intersección de las calles Consulado y Virtudes, en pleno corazón de La Habana. Abrió con una temporada lírica, sin fortuna, pues la plaza habanera fuerte en el género era el asentado teatro Albizu, que se encontraba a solo cuatro cuadras.
Luego de un largo receso, en febrero de 1891 comienza una temporada de obras de temas criollos que se apartaron del género bufo y utilizaban escenas picarescas más cercanas al vodevil. Este intento también fracasó pues el público mayoritariamente español se sintió atacado.
En 1898, durante la intervención norteamericana, el teatro cambió el nombre por el de Café Americano y se presentaban espectáculos de Music-Hall.
Federico Villoch era un libretista reconocido del Teatro Martí, el antiguo Irijoa, famoso por sus cien puertas, el cual presentó su primera obra el 6 de mayo de 1896, La Mulata María, precisamente la primera obra de Villoch, que obtuvo tal éxito que al decir de Eduardo Robreño en su Historia del teatro popular cubano, “se hizo vieja en este escenario”.
Villoch alquiló el local junto al escenógrafo Miguel Arias y al actor José López Falco y le restituyeron su nombre original. Comenzó entonces, el 10 de noviembre de 1900 la más larga temporada de teatro que se haya dado en Cuba y también, según Robreño, “la más larga del mundo”.
Fueron muchos los libretistas que escribieron para el Alhambra, podríamos mencionar a Francisco y Gustavo Robreño, Ramón Morales, Olayo Díaz, Ignacio Sarachaga, Manolo Saladrigas, Benjamín Sánchez Maldonado, Mario Sorondo, Félix Soloni, Gustavo Sánchez Galarraga, entre otros. Este último con posterioridad haría dúo autoral con Ernesto Lecuona en muchos de sus sainetes líricos, zarzuelas y operetas.
Villoch y estos otros libretistas recogieron el legado de los primitivos Bufos Habaneros: la pintura de costumbres, los tipos populares, el lenguaje cotidiano, coloquial, la utilización del humor, de ambientes vulgares, de los elementos danzarios y musicales y la parodia, pero trataron con una nueva óptica los códigos del bufo al punto que éste como género, perdió sus valores originarios y se hundió entre bromas, burlas, frases eróticas y de doble sentido.
Villoch fue el más fecundo de los autores teatrales cubanos, fue denominado alhambrescamente “el Lope de Vega de la calle Consulado”, escribió trescientas ochenta y seis obras, entre sainetes, operetas, parodias, revistas y zarzuelas, algunas muy recordadas, como La República Griega, La casita criolla, El rico hacendado, entre otras.
Sus obras fueron un catálogo de los hechos más populares de la República: gobernantes, campañas, elecciones, chismes, estafas, fraudes y modas, a la vez que recrearon tipos y costumbres de aquel período tan convulso en el panorama nacional pues Federico Villoch fue, indiscutiblemente, un extraordinario cronista.
Cuando se derrumbó el Alhambra se dedicó al periodismo y a la poesía, hasta su muerte acaecida en junio de 1954 a la edad de 86 años.
El Alhambra fue el reino de la picaresca y del arte popular en toda su espontánea plenitud; supo abordar una gran variedad temática relacionada con asuntos nacionales y hasta con el acontecer mundial. Se representaron más de dos mil piezas teatrales, de las cuales la mayor parte se ha perdido.
Entre las más aplaudidas se encuentran los sainetes; los costumbristas con sus temas tomados de la vida cotidiana y por tanto de gran arraigo popular; entre éstos debemos recordar Delirio en automóvil, Por cortarse la melena y Tin tan te comiste un pan, de Francisco y Gustavo Robreño, luego rebautizado como El velorio de Pachencho, estrenado en julio de 1901 y que ha sido la obra cubana que más veces ha subido a un escenario.
El sainete de solar revelaba la promiscuidad y otros vicios de aquella sociedad, entre sus obras se cuentan Cositas, La perdición de los hombres, El último solar y muchas más. El político era el más gustado por las críticas que se hacían a los gobiernos de la república mediatizada; podemos mencionar Napoleón, Lobo segundo, Las desventuras de Liborio, etc.
Se representaba además el sainete-revista de actualidad, que contaban con un extraordinario montaje escenográfico como La danza de los millones, Los millones de la danza, Los misterios de La Habana y el aplaudido La isla de las cotorras.
Su repertorio contenía además las revistas de espectáculos, operetas y las parodias de conocidas piezas teatrales.
La perdurabilidad del Alhambra se debió entre otros elementos a: libretos muy gustados por el público donde predominaba la risa fácil; los motivos de crítica y la actualidad; el talento de los actores, principalmente de Regino López Falcó, y actrices que los interpretaban; la escenografía; el vestuario y en especial la excelente la música.
En el Alhambra la música adquirió categoría de gran protagonista a partir de 1911 en que se convirtió en factor dominante de aquellos sonados triunfos, con la llegada al teatro del joven Jorge Anckermann, compositor cubano muy fecundo, pues atesoró más de tres mil obras. Robreño afirmó: “La orquesta del Alhambra tuvo su característica: sonaba como una sinfónica por sus músicos, todos formidables”, y según Rine Leal la música de Anckermann “francamente hablando, es lo mejor y más nacionalista que nos dejó el Alhambra”.
Es interesante analizar de manera especial que la extraordinaria aceptación de las obras del Alhambra por parte del público no se debe directamente a la calidad de los libretos sino sobre todo a la capacidad de improvisación, a las famosas «morcillas», las alusiones y el subtexto.
Es que el Alhambra tomó del bufo ese modo de hacer teatro que descansa más en la chispa de los intérpretes y su gestualidad, que, en la habilidad de los escritores, cuyo valor fundamental radica en que escribieron un teatro para ser actuado, que solo en la escena alcanza su verdadera significación.
El Alhambra fue un pilar que sacudió la vida de la seudorrepública con su irreverencia; fue tamiz de la política y los fenómenos sociales de su época, y de esta manera se insertó de manera raigal en la vida habanera.
Es por esta razón, por su magnitud, por su extraordinario alcance cronológico y temático que ningún otro hecho escénico cubano ha recibido críticas tan contradictorias de intelectuales tan sólidos, como es el caso de Julio Antonio Mella quien en el artículo: Machado, Mussolini tropical, en 1925 dijo:
“Creemos tan útil la política como las representaciones del Alhambra. Ambas cosas sirven para divertir al pueblo de Cuba y para corromperlo. Hablamos de política como de las últimas representaciones lúbricas en el teatro de Regino”.
O de Alejo Carpentier, en su escrito Teatro político, teatro popular, teatro viviente:
“Con todos sus defectos, con todas las vulgaridades -verdaderas o supuestas- que se quiera atribuirle, este teatro constituye un admirable refugio del criollismo (...) Es uno de los pocos lugares habaneros en que se podía oír (…) danzones ejecutados, según las mejores tradiciones, es uno de los pocos sitios en que se mueven sabrosos personajes-símbolos de la vida popular”.
En el único fragmento conservado del que sería el tercer tomo de La selva oscura, Rine Leal afirma rotundamente que el Alhambra es: “pálido reflejo del profundo deterioro político en que la República, recién inaugurada, había naufragado”.
Tres funciones por noche, cinco los domingos y varios estrenos semanales obligaban a los libretistas del Alhambra al facilismo creativo, lleno de estereotipos, frases hechas, populacheras y de doble sentido subido de tono, pero que a fuerza de imposición a lo largo de 35 años complacía el gusto del público que demandaba esta fácil y cercana visión de la realidad.
A propósito del público de este teatro, el crítico teatral cubano José Manuel Valdés Rodríguez escribió en el periódico El Mundo del 31 de diciembre de 1944:
“La concurrencia el Alhambra ofrecía un verdadero corte vertical en el agregado social cubano. Desde los sesudos magistrados de la audiencia y el Supremo, los abogados y los médicos más prestigiosos, los caballeros y rentistas a los obreros y la gente del pueblo, los guajiros visitantes de la ciudad, los jóvenes de casa rica, hijos de las mejores familias, dependientes del comercio, pasando por algún que otro sacerdote de manga ancha, según la frase de José Juan Arrom, era posible encontrar en el Alhambra representantes de todos los grupos sociales”.
Al comienzo de la década del 30 el Alhambra va perdiendo el esplendor que había gozado a partir de 1912; sus artistas más viejos se habían retirado, o habían muerto, los que quedaban se interesan por la radio donde les pagan mucho más; los empresarios ya mayores y ricos buscan tranquilidad, ni Don Federico era ya el mismo; el Alhambra fue haciendo un lento mutis.
La temporada más larga de la escena cubana que se había inaugurado el 10 de noviembre de 1900, concluyó el 18 de febrero de 1935, a las doce y veinte de la madrugada.
“Las puertas se fueron carcomiendo, los telones se caían podridos, a los camerinos les entraban plagas de cucarachas y ratones y para acabar de rematar, la marquesina se vino abajo llevándose un trozo de la fachada. Y hubo heridos. Por eso lo cerraron y más nunca volvió a abrirse”. Rachel, en Canción de Rachel.
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