El amigo “saco de mandarria”…


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Su nombre de pila era Luis Felipe Bernaza. Su profesión, director de cine. Sus películas fueron algunas de esas comedias cubanas de los años ochenta que ya nadie recuerda y que no se han vuelto a proyectar siquiera en la televisión.

Le vi por vez primera allá por el año 1987 u 1988; él estaba parado en la entrada de la sala de té de la Unión de Periodistas y con la mirada buscaba a alguno de los presentes, hasta que se sentó en la misma mesa en que estaba el también director de cine Diego Rodríguez Hache. Yo estaba sentado en la mesa contigua y quedamos frente a frente y en un gesto espontáneo me extendió la mano con la misma confianza que se le profesa a un viejo conocido.

Eran los años en que tanto aquel lugar como el Hurón Azul servían de “cuartel general o casa de cita profesional” de una parte importante de los escritores y periodistas cubanos, sobre todo los habaneros. Si usted estaba a la búsqueda de alguna figura conocida o simplemente quería estar cerca de algún actor o escritor solo debía pasar o entrar a cualquiera de esos lugares y allí podía encontrarle después de la jornada laboral o de haber dedicado horas a sus tareas creativas.

Meses después volvimos a coincidir, esta vez en el Hurón; y le tuve sentado a mi lado. Hablaba con emoción de la película que estaba preparando que “…sería un palo con el público…”; y a su vez agradecía los comentarios de algunos de los presentes acerca de su libro Buscavidas; del que decía que era una breve historia de su vida.

Bernaza era santiaguero; y como todo santiaguero en la Habana siempre estaba presto a contar sus hazañas en aquella ciudad. Y como todo buen santiaguero --aplatanado, por supuesto—hablaba a viva voz cuando contaba alguna anécdota o se refería a los personajes de esa ciudad, o cuando llegaba algún coterráneo.

Curiosamente, había en el Hurón una mesa en la que alguna que otra vez coincidan varios santiagueros “ilustres” y por coincidencia casi todos estaban vinculados al mundo de la cultura o al periodismo. Y las contadas veces que Bernaza pasaba por allí ocupaba un lugar en esa mesa.

Esa relación de “palestinos ilustres y que habían llegado a la poma” en los años sesenta e incluso antes, incluía al periodista Ariel Larramendi, al escritor Guillermo Rodríguez Rivera y alguna que otra vez siempre que tuviera tiempo, a su hermano Alipio que era médico,  Rafael Taquechel que era todo un personaje dentro de la televisión, al escultor y pintor Arturo Estable y a un personaje que era ingeniero de apellido Ribot (o Reveaux, pues decía que era de origen francés su apellido) que era ingeniero y  el encargado de conseguir los pasajes para las visitas al Chago que podían o querían hacer alguno de ellos; también se podían sumar el poeta Jesús Cos Causse y el compositor Rodulfo Vaillant cuando estaban de paso en La Habana; y al mismo Luis Felipe Bernaza cuando pasaba por allí.

Ciertamente podían estar en mesas separadas de acuerdo a sus intereses personales, pero en algún momento de la tarde alguien comenzaba a hablar de Santiago y de modo espontáneo se iban reuniendo; en lo que se llamó con justeza “el municipio de Santiago de Cuba en la UNEAC”. Semejante galería de personajes, eran capaces de hacer una radiografía de Santiago de Cuba, de sus personajes y de los lugares comunes en los que alguna vez habían coincidido.

No sé en qué momento de mi vida me vi involucrado con Luis Felipe Bernaza y Helio Orovio en un proyecto documental para contar la vida del trovador Walfrido Guevara; lo que sí recuerdo es que fue Guillermo Rodríguez Rivera su impulsor principal. Fue entonces que nos acercamos y comenzamos a coincidir en el Hurón Azul.

Helio era el encargado de hacer el guión del mismo y a mí me correspondía escuchar y grabar todas las historias de la vida de este trovador, localizar sus canciones y relacionar quienes las habían grabado. Fue entonces que escuché por vez primera llamarle por su “nombre oculto”: saco de mandarria.

El asunto del nombrete salió a colación en un comentario que hiciera el también cineasta y jazzófilo Mario Barba al saber de la colaboración que estaba teniendo con Bernaza. Lo curioso era que Helio sabía de ese mote, pero nunca se refería a nuestro socio momentáneo de esa forma; al contrario lo hacía con moderado respeto.

Pero la posibilidad de ser indiscreto estaba latente.

Siendo víctima de mi propio entusiasmo una tarde ante la demora de Bernaza para entregarle –por tercera vez—una copia de todas las transcripciones; en las que había empleado unos tres días de intensa jornada, sufrí un ataque de ira tal que no dude en llamarle así en el mismo momento que estuvimos frente a frente.

El hombre, muy educado y sin mostrar enojo se limitó a sonreír y a acuñar una frase: “…ya te enteraste…; solo mis amigos me llaman así…”

En lo personal pensé que era el fin de la posibilidad de ver mi nombre reflejado en los créditos de un documental; pero no. Él se limitó a tomar las hojas que yo le entregaba, las guardó en una carpeta y pidió dos tragos de ron y me entregó una invitación para el estreno de su película Vals de la Habana Vieja.

El cambio de década y sus penurias económicas frustraron el proyecto del documental y eso implicó que nuestros caminos se separaran de modo momentáneo. Hasta que a fines del año 1999 nos volvimos a trazar la meta de retomar la historia; solo que ya Walfrido Guevara había fallecido y Helio no se sumó al carro y fue entonces que decidimos convocar a Lino Betancourt.

Todo indicaba que el proyecto marcharía a todo tren. Apareció una productora norteamericana amiga de Bernaza y plantamos el cuartel general en un bar cafetería situado en 12 y 23 desde donde, entre tragos y charlas interminables fuimos forjando una suerte de amistad y complicidad que pasó de lo profesional a lo personal; lo que permitía que le llamara saco de mandarria en privado.

De nosotros dos  a mí me tocaba escuchar sus historias, avalar su leyenda y leer en algunos momentos pasajes de una novela que estaba escribiendo y en la que contaba sus travesuras en el mundo del cine, incluyendo sus años de estudios en Moscú; ciudad en la que conoció a “la rusa más hermosa que ojos humanos han visto” y a la que nunca más volvió a ver.

En uno de nuestros últimos encuentros me anunció que ya tenía el dinero para producir el documental sobre Walfrido Guevara y hablamos de la posibilidad de hacer otros trabajos a futuro. Pactamos vernos a su regreso de los Estados Unidos y me obsequió un juego de sus novelas, las mismas que había leído en los años ochenta autografiadas y una copia del guión del documental con algunas anotaciones suyas.

Meses después supe que había fallecido en la ciudad de Nueva York. Me lo comunicó la productora que estaba de paso en Cuba y manejamos la posibilidad de seguir adelante con el documental para honrar su memoria; pero ya no era lo mismo. Bernaza no estaba, tampoco sus arrebatos de humor santiaguero; y yo pensaba en otros proyectos profesionales.

La mesa donde carenaban los santiagueros en la UNEAC de modo espontáneo fue perdiendo encanto. Solo Ariel Larramendi y Guillermo Rodríguez Rivera se mantuvieron fieles a la causa de revivir las historias de su tierra natal de modo esporádico. Eso sí, en cada pase de lista de los ausentes volvían a mencionar al amigo “saco de mandarria” y se reían de sus historias, algunas con más elementos de ficción que otra; pero así son los santiagueros. Qué le vamos a hacer.


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