I
Siempre
que los cubanos deseamos subrayar la
superioridad del documento con respecto al simple testimonio verbal, decimos
que “papelito jabla lengua”.
Fue un español enamorado de Cuba –Álvaro de la Iglesia (La Coruña, 1859-La
Habana, 1940) --, quien siguió la pista hasta el origen de la frasecita, que ya
cuenta con 184 años, y nació en la Quinta de los Molinos cuando San Cristóbal de La Habana atravesaba críticos momentos.
II
El
cólera ya le había dado la vuelta a medio mundo, y a su paso Europa y los
Estados Unidos quedaron convertidos en camposantos.
Un mal día de 1833, el terrible azote apareció en La Habana. (Una imbécil turba
–siempre los hay—apedreó al médico que pronunció el diagnóstico del primer
caso, aplicando aquello que decía Francisco de Quevedo y Villegas, en cuanto a
emprenderla contra el espejo, y no contra la cara fea).
Poco era lo que la medicina de la época podía hacer contra la epidemia. Baste
con decir que Juan Francisco Calcagno, uno de los más relevantes galenos
establecidos en Cuba, se limitaba a aconsejar, como medida preventiva, que se
evitaran los disgustos y las ideas tristes. O sea, bastaba con no
enc…olerizarse para ponerse a salvo del mal.
Por su parte, el vejete gobernador Ricafort salió de su refugio –por eso así se
llama la calle habanera—, donde se atortolaba en casa de una tal viuda de
Méndez, para transformarse en epidemiólogo ensartando unos cuantos disparates:
“Es perjudicial regar las calles durante la epidemia. La acción de la electricidad
positiva de la atmósfera, obrando sobre la negativa de la tierra, adquiere más
influjo en la producción de la enfermedad”. (Es copia textual de la necedad que
dijo, aunque ustedes, amables cibernautas, no me lo crean).
Las gentes se mueren como moscas, y el cementerio de Espada resulta
insuficiente, por lo cual se está enterrando en Casablanca, El Cerro, Jesús del
Monte. En el arsenal se queman cadáveres.
Uno de los cementerios improvisados se establece en la Quinta
de los Molinos,
donde recibirían sepultura un millar y medio de habaneros.
Y allí fue donde surgió esa frase que aún pervive en labios de los
compatriotas: “Papelito jabla lengua”, originada a partir
del sustazo
de un curdonauta.
III
La
gente caía fulminada en la vía pública, y, para recoger los cadáveres,
circulaba por las calles un carromato, conducido por un negro esclavo, de
nación y bozal, o sea, nativo del África y que no hablaba español a derechas.
Y ahí vino lo portentoso porque, confundido entre los fardos macabros, cayó un
personaje que distaba de ser difunto, pues sólo estaba inconsciente gracias a
una buena dosis de alcohol etílico trasegado entre pecho y espalda en alguna
pachanga. (No pensar mal del susodicho: la ciencia médica favorecía por
entonces a los líquidos espirituosos como preventivos de la epidemia).
En el camino hacia la Quinta de los Molinos, la brisa despejó los vapores
etílicos en aquel devoto del dios Baco. El infeliz borrachito, confundido entre
cadáveres, tuvo conciencia de que aún pertenecía al mundo de los vivos.
Entonces se armó Troya, porque el africano insistía en que también había que
enterrar al beodo, con todo lo vivo que estuviese.
Y, para argumentar su exigencia, mostraba el papel de remisión al enterrador,
mientras gritaba con lengua aún indócil al español:
-¡Aquí va crito! ¡Ventidó muelto! ¡Papelito jabla
lengua!
IV
Ése fue el saldo de la terrible epidemia: por una parte, ocho mil trescientos muertos; por otra, el modismo “papelito jabla lengua”, con el cual - a partir del susto de un borrachito-, al cabo de 184 años, los cubanos seguimos expresando nuestra preferencia por lo que permanezca asentado en blanco y negro, superior a las palabras habladas, que son viento... y el viento se las lleva.
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