La idea le llega como la luz de una bombilla. Toma la pluma y tras acomodar el formato, comienza a dibujar. Apenas un par de bocetos; no es su forma de trabajar. El blanco de la cartulina lo incita y hasta parece llamarlo, pero no le sorprende. Deja correr su mano con la misma precisión de siempre… Hay un cuerpo tirado en el suelo. Una figura con rayas encontradas, en negro, con centropen. La cabeza y la palma de sus manos abierta apuntan hacia el cielo. No en actitud de plegaria sino de pérdida, de dolor, de impotencia. Del cuerpo lastimado brota un manantial de sangre que se convierte en una bandera conocida. Tiene estrellas y franjas. No es un cartel vertical, como se acostumbra: Power to the people. George. Una frase, una caligráfica. Su firma.
En la extensa obra de Rafael Morante (Madrid, 1931) puede admirarse la maestría. Sé que esta es una palabra que puede sonar hueca si no va acompañada de ejemplos, pero en su caso, con solo apreciar una selección de su producción se comprenderá el argumento. Son ya antológicos sus reconocibles Chaplin, con el que se inauguró en 1961 la Cinemateca de Cuba y que contribuyó a magnificar la visualidad de una industria naciente, en torno a la alfabetización cultural que necesitaba nuestro pueblo; El acorazado Potemkin (1961), filme icónico de Sergei Eisenstein, que enarbola el primer ejemplo del constructivismo gráfico en Cuba y en el que se adelanta la optimización de las formas y el color en su estética posterior —una bandera roja recortada contra la columna de humo negro que brota de las chimeneas del barco—; El cielo despejado (1961), cartel sencillo y discreto en el cual, la sola presencia de un plano azul y unos textos mínimos —el nombre del filme, el del director y los dos actores principales, situados en la esquina inferior derecha, muy cerca de la Tierra—, lo explican todo. Pero, tal vez, el mejor ejemplo en el camino hacia la síntesis y la memorabilidad de una imagen lo sea el cartel para la película Éxtasis (2003), que con dos líneas, una palabra y una estricta paleta en blanco y negro, logra plasmar el perturbador contenido del filme.
Aun cuando transcurren más de cincuenta años desde que se inició en este «apasionante mundo» —como él mismo declara—, la obra de Morante mantiene una línea reconocible en la que se destaca el uso de una gama peculiar y sintética del color, la inteligente selección de las tipografías, el empleo de una simbología recurrente y precisa, la presencia de los títulos en su idioma original y el fino sentido del humor, muchas veces sutil y del cual no se puede desprender. Esa misma línea estilística ha recorrido también un amplio diapasón de posibilidades estéticas formales, entre las que se encuentran las manchas a tinta y tempera, la figura humana desproporcionada o no, el dibujo de las manos, la geometricidad estructural y la ilustración a partir de formas contorneantes y sinuosas.
Y si los ejemplos anteriores no fueran suficientes, podemos encontrar dentro de este gran conjunto, cuatro líneas estéticas distinguibles en las cuales agrupar su trabajo: la figurativa, en donde el dibujo y el tratamiento gráfico de algunas imágenes se destacan y que son reconocibles en carteles como: Madre Juana de los Ángeles (1963), El poder para el pueblo (1971), Victoria o muerte (1971), Catch 22 (2004), Winchester 73 (2004), Música en la oscuridad (2005) y Spartacus (2005). La cromática, donde el color es el protagonista y portador de contenido, apreciable en: Cine Verdad (2004), Dive Bomber (2005), El rostro (2005), La vergüenza (2005), Easy Virtue (2006), Saboteur (2006), Sanders of the River (2006), The Four Feather (2006) y The Trouble with Harry (2006). La tipográfica, donde la efectividad del mensaje recae, evidentemente, en el uso de los caracteres tipográficos, apreciable en: Lost Weekend (2004), Marat Sade (2004), The Ring (2006) y Rope (2006). Y la abstracto-metafórica que, curiosamente, recoge obras casuales que transitan por una línea poco abordada por el autor y que puede verse en: La momia (2004), Superman (2004), The Birth of a Nation (2004), They Died with their Boots On (2004), Vampires Lovers (2004), Julius Caesar (2005), King of Kings (2005) y Topaz (2006).
Quedan algunas piezas sueltas que, aunque no pertenecen a series ni colecciones específicas, sí definen una línea diferente de estilo y de solución técnica, ventajosa y osada —algunas más coloridas, otras más sintéticas o unas más dibujísticas— y que solamente perfilan una arista diferente de realización en la obra de Morante. Ejemplos claros son: El halcón maltés (2004), El pájaro azul (2004) y M (2005).
Resumir una vida así, con tan solo un grupo de piezas, no es una tarea fácil. Morante, como parte de esa «línea» que lo caracteriza y que siempre he insistido en definirla como La línea Morante, ha desarrollado una manera muy particular de trabajar. Su metodología se establece desde la asunción de la experimentación y del desarrollo de un pensamiento creativo que se autoimpone con la realización de muchos ejercicios. Este proceso dialéctico de búsqueda del conocimiento, le permite establecer conceptos nuevos a partir de los anteriores y vincular la cultura general con la específica. De ahí su máxima: «un diseñador no puede conocerlo todo, pero debe saber de todo».
Sirva, entonces, esta exposición de homenaje al más reciente Premio Nacional de Diseño. Sirva también de punto de encuentro con uno de los más prolíficos autores de su generación y, para todos los que amamos el mundo apasionante de la gráfica, sea ésta motivo de impulso, orgullo y regocijo.
* Palabras de presentación de El buen arte de hacer diseño, inaugurada en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, el jueves 19 de mayo de 2016 en homenaje al Premio Nacional de Diseño 2015, durante la Primera Bienal Internacional de La Habana.
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