El enemigo (in) visible


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“You must remember this / A kiss is just a kiss / A sigh is just a sigh /
The fundamental things apply / as time goes by”
Doley Wilson de la película Casablanca.

 

Durante este prolongado (y no sabemos hasta cuándo) encierro pandémico,  pueblo las largas noches solitarias disfrutando de películas en remoto que no había tenido oportunidad de ver ya que el cine en Ponce es más comercial que de calidad. Alterno largometrajes de ficción con documentales y llevo varias noches siendo literalmente bombardeado por una serie sobre la Segunda Guerra Mundial. Es un bienvenido retorno a mi infancia cuando en los cines de estreno en Santurce no faltaban, antes de la película principal, los trailers, muñequitos y el noticiero internacional de la Paramount con la engolada voz de Ricardo Llopis de Olivares narrando en español las últimas noticias de la guerra.
 

La pantalla cinematográfica era gigantesca mucho antes de la invención del Cinemascope o sería que yo era muy pequeño, diminuto, en la amplia sala atestada de deslumbrados espectadores frente al terrible panorama del bombardeo de Londres, la tormenta incendiaria que arrasó Dresde, el sangriento desembarco en las Islas Marianas, los cadáveres congelados durante el sitio de Stalingrado, los muertos en vida asomados a la cámara en el campo de concentración de judíos en Auschwitz , las ardientes arenas del norte de África surcadas por la división de los tanques Panzer del Mariscal Rommel, los aviones Kamikazes en misiones suicidas estrellándose contra los portaviones estadunidenses en el Pacífico y los submarinos plateados en las aguas negras del Atlántico. Sí, negras porque el noticiario era en blanco y negro, las llamas eran tan blancas como la nieve, la sangre tan negra como las aguas y el gris del acero, palmeras, abedules y esqueletos de edificios de lo que antes fuera Varsovia se levantaban enormes y relucientes  frente al asombro de nuestra mirada. Aunque todo palideció ante el creciente hongo coronado por una, a punto de derretirse, bola de mantecado de coco que iluminó la ciudad de Hiroshima antes de apagarla para siempre.
 
Si algo no le perdono al documental de Netflix en su artificiosa coloración del pietaje original es que, lejos de añadirle autenticidad al documento, se la robaron. Fue una tarde en el cine Metro y después del noticiero que me asomé a la película Casablanca que desde Hollywood el director húngaro Michael Curtiz grabó en mi memoria en blanco y negro. Cuando veinte años después vi por primera vez la ciudad de París, eché de menos los grises luminosos en el interior del Café La Belle Aurore mientras el Rick de Humphrey Bogart chocaba copas de champán con la Ilse de Ingrid Bergman. Al pasar del tiempo él le recordaría en el Rick’s Café de Casablanca que ella vestía de azul y los soldados nazis de gris en la víspera de su triste y solitaria huída a Marsella y de allí al África.  “Here’s  looking at you kid“ le decía  mientras la miraba arrobado y nosotros contemplábamos a ambos embelesados. La guerra entonces desaparecía envuelta en la bruma amorosa que ascendía de la sala a la pantalla.


Éramos todavía inocentes y llamábamos buenos y malos a los Aliados y al Eje: los Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión Soviética de un lado contra Alemania, Italia y Japón del otro. Pero para las poblaciones de uno y otro bando la muerte descendía de los cielos, esos mismos cielos que aprendimos en el catecismo dominical como el portal de la salvación, el camino a la vida eterna.
 

El enemigo no tenía rostro entonces, sin embargo era tan letal como invisible. Más que una visión, era un sonido atronador precedido de sirenas aullantes que en el Santurce de la década del cuarenta anunciaba el black-out de puertas y ventanas cerradas, luces apagadas y amontonarnos muy juntitos apretados en medio de las tinieblas aunque nunca cayeron bombas como en el cine y ningún civil moría aquí, salvo de miedo.
 
Entonces el enemigo era invisible y la muerte lejana. Ahora la muerte vuelve a habitar el aire, pero no se anuncia con estruendo, es el silencio lo que la acompaña. El silencio cómplice de autoridades desautorizadas por la ciencia asordinada y la corrupción rampante, el cacareo contradictorio y delirante fruto de la arrogancia ignorante, el enriquecimiento criminal.
 
No es cierto que el enemigo sea invisible en esta llamada guerra contra el virus chino por el verdadero enemigo disfrazado de defensor en sus charlatanerías vespertinas desde la sala de prensa en la Casa Blanca. No es la Casablanca de Rick en el norte de África con su confrontación de himnos patrióticos y salvaconductos hurtados para poder remontarse en un avión de papel a la libertad en Lisboa. No es la renuncia a la neutralidad a favor de la lucha clandestina contra la tiranía. No. Ésta es la tiranía misma ensayando el ejercicio mortal de control y distorsión de la información, la afirmación de la mentira y la silenciosa masacre de la ciudadanía.
 
El enemigo lo tenemos en casa, tanto en la Casa Blanca como en la mal llamada Fortaleza ostentando su vulnerabilidad al practicar la corrupción y el pillaje. Lo tenemos en la pantalla del televisor y del teléfono móvil, en la portada de periódicos; lo tenemos aquí y allá, en español y en inglés, hablando en lenguas, despotricando disparates, caripelaos y hacinados -hasta hace unos días- frente a las cámaras, riéndose del distanciamiento físico, sonrientes bajo las máscaras que se ponen y quitan porque les crecen las narices de embusteros y se les pasman los dientes con su falsa sonrisa. Enemigos invisibles tan solo para ellos que no quieren verse a si mismos, que no hay peor ciego que el que no quiere ver porque no le conviene.
 
Lo único cierto de la falsa propaganda a la cual estamos sometidos es que sí estamos en guerra. Pero el enemigo verdadero no es el coronavirus y tampoco vino de la China. El enemigo ha estado con nosotros desde siempre. Su rostro oculto es la inmisericordia, la destrucción del
medioambiente, el lucro triunfante sobre la solidaridad, la bondad ahogada por el consumismo, el desprecio al bien común a favor de la riqueza de los pocos, la miseria por decreto en la creciente desigualdad socio-económica, la pobreza enmascarada de progreso.
 
El enemigo es ciertamente visible y omnipresente en la bolsa de valores desvalorizados, en las hacinadas camas de hospitales, las escasas pruebas detectoras, los ventiladores prometidos, el personal médico desprotegido, bomberos, policías y proveedores expuestos al exterminio y las filas de consumidores en pánico. El enemigo nos habita antes de la llegada del virus, nos corona de pavor, nos amenaza desde el aire que respiramos, nos alerta desde cada superficie que se resiste al tacto, la supervivencia dependiendo de la privación sensorial.
 

¿Cómo resistir a la desesperanza frente al oprobio? ¿Cómo mantener la fe en un mañana mejor cuando se anuncia que la curva mortal va en ascenso, que lo peor está por venir? Resistir es nuestra forma de luchar. La solidaridad en la soledad es nuestra arma principal, sino única, en esta guerra sin explosiones espectaculares pero sin tregua ni respiro. Recordar las caricias de amantes, hijos y nietos, madres y abuelos, recrear desde la reclusión la celebración comunitaria, recurrir a la tecnología electrónica para ver, escuchar, compartir penas y alegrías, ayudar más de lejos que de cerca a quienes necesitan, reducir al mínimo nuestras necesidades, ampliar la fortaleza espiritual frente a las flaquezas materiales y esperar contra toda desesperanza. Llenar el reloj y el calendario de pequeñas tareas y largos e involuntarios descansos, lecturas atrasadas y memorias gratas, otorgar nuevo y renovado valor a la voz humana, el trino de los pájaros, el susurro del aire que puede traer tanto consuelo como el último aliento.
 
Y reflexionar para tomar decisiones sabias en el futuro incierto, combatir por todos los medios al enemigo visible, aquel que quedará desenmascarado para siempre. Porque volverá el reino de la caricia, el regalo del beso, la mano estrechada y el abrazo fraterno.


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