La heroína Celia Sánchez Manduley, considerada la Flor Más Autóctona de la Revolución, no tuvo hijos bilógicos, pero muchos la quisieron como a una madre y una madrina muy especial. En la etapa de la guerra en la Sierra Maestra se convirtió en parte importante del alma del Ejército Rebelde, siempre al tanto de sus combatientes. La Comandancia General de La Plata, como otros parajes de la serranía, fueron testigos de su cariño y trato amable, de su valor y amor desmedido a Cuba.
En octubre de 957, en plena lucha armada por la independencia nacional, nació en una cueva la pequeña Eugenia Palomares Ferrales, quien perdió al padre, el teniente del Ejército Rebelde Pastor Palomares López, antes de ver la luz primera.
Parecía que su vida estaría repleta de tristezas, pero Celia Sánchez Manduley la acogió como a una hija.
Desde pequeña en el lomerío, la emocionaba escuchar que su progenitor pedía a los compañeros de lucha que, si le sucedía algo a él, cuidaran a la niña o niño a punto de llegar.
El 20 de agosto de 1957, aquel joven de 20 años de edad, deseoso de brindarle amor, cayó mortalmente herido en el combate de Palma Mocha, dos meses antes del nacimiento de Eugenia. Más tarde, la madre se alejó y la dejó con los abuelos paternos.
Sánchez Manduley y Fidel Castro fueron sus padrinos, y estuvieron al tanto para que no le faltara nada.
Cuenta Eugenia que hace mucho se propuso permanecer cerca de su papá y de Celia, aunque ya ellos no estén físicamente, por eso escribió los libros Bajo el sol de la Sierra, dedicado a él; y Celia mi mejor regalo, el cual narra anécdotas poco divulgadas de la entrañable y sensible mujer, guerrillera, amante de las flores.
“Viví en su casa desde los ocho años de edad, y en la Sierra me cargó cuando era una bebé, me puso el nombre y me atendió”, dice quien es Licenciada en Educación y miembro de la Asociación de Pedagogos de Cuba.
Ella recuerda su infancia en el lomerío cuando andaba descalza, se bañaba en arroyos y ayudaba a cargar leña y agua, lo cual le provocó desviación en la columna vertebral.
Después del triunfo revolucionario el primero de enero de 1959, su madrina enviaba constantemente cartas pidiendo que la pequeña viniese con ella para La Habana, pero los abuelos no cedían; hasta que aceptaron y, fieles a sus creencias, la despidieron con una ceremonia, acompañada por velas, un baño con flores, ramas de albahaca y otros elementos.
Según rememora, cuando llegó a la capital vio a un hombre alto, con una barba tupida y manos finas y a su lado estaba aquella mujer delgada y amorosa, quien la besó, abrazó fuerte y le dijo que viviría con ella, como sucedió durante más de 14 años.
La recién llegada apenas tenía algunas pertenencias en una cajita de cartón, confeccionada por su abuela, y unos zapaticos colegiales, que utilizaba para asistir en la serranía a la escuelita, nombrada Pastor Palomares.
Explica que Celia nunca actuó como si fuera alguien importante y para ella Fidel y la Revolución eran lo más significativo, por eso siempre estaba pendiente de que todo saliera lo mejor posible, relata esta mujer humilde y risueña.
Añade que Sánchez Manduley, a veces, hacía reuniones durante las madrugadas en la casa, un pequeño apartamento, y se acostaba a las cinco, pero antes colgaba un cartel en la puerta con el siguiente mensaje: “Levántenme a las nueve”.
Según Palomares Ferrales, Celia también tenía mano dura y le exigía cumplir con todo, la castigaba cuando se fugaba para alguna fiesta y una vez le exigió volver del cine antes de ver la película, porque debía organizar su cuarto.
“Admiraba a los artistas y, a cualquier hora, me pedía que colara café porque le encantaba”, asegura esta señora de estatura media y un brillo especial en los ojos.
Agrega que siempre quiso visitar los municipios de Media Luna y Pilón, en la provincia de Granma, para conocer lugares donde se formó aquella mujer especial, por eso sintió satisfacción al presentar su título en esas localidades, en el XXIV Festival internacional Al sur está la poesía.
”Ya lo había hecho en La Habana, Santiago de Cuba, Bayamo y otras capitales provinciales, pero en Pilón y Media Luna, lugares relacionados con la infancia de Celia, es especial”, refiere.
Habla de forma pausada y, en ocasiones, hace breves silencios y levanta la mirada, como si viera otra vez a la madrina, quien a los 56 años de edad empezó a estudiar Licenciatura en Ciencias Sociales, título que recibió póstumamente.
Evoca que Celia siempre aspiraba a la nota de 100 puntos y, si no lo conseguía, revalorizaba, lo cual dice bastante de su entrega.
Cuando menciona el 11 de enero de 1980, fecha de la muerte, los ojos se le humedecen y explica que prefiere recordarla como la mujer completa, humilde y la segunda Mariana Grajales, pero también como la madrina de todos los cubanos, por su sensibilidad y ayuda desmedida.
“Le debo mucho, fue mi tutora y madre, y deseo que esté siempre viva junto a nosotros, el pueblo”, concluye con una leve sonrisa.
Celia se ganó el cariño de todo el pueblo, atendía con esmero solicitudes diversas, respondía cartas, estaba en comunicación constante con la gente, siempre deseosa de ayudar, una especie de madrina o madre grande, fuente de sensibilidad para toda una nación.
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