El honor de la familia por encima de todo


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Hablemos hoy de un asunto que fue tabú en cierto momento de la historia. Asunto que, desde ciertos postulados y dogmas morales hoy olvidados, provocó durante mucho tiempo profundas divisiones familiares, migraciones y vergüenza ante conocidos y amigos; y que ha sido materia prima, siempre recurrente, de la industria de la telenovela cuando se trata de pobres, sobre todo si es mujer: la virginidad como sinónimo de honor y pureza.

Ocurre que el menor de mis hijos entra en esa fase de la adolescencia en que se combina la curiosidad con la exploración y se asiste al despertar físico de esas, aquellas, niñas que han sido compañeras de juego y que hoy se interesan más por otros asuntos entre los que destaca el descubrimiento de la belleza masculina, que viene acompañado de las clases de biología en las que se habla por vez primera de los órganos reproductores masculinos y femeninos; se descubre el fascinante mundo de la educación sexual.

Hablar de la sexualidad fue por tiempos un tabú. No olvido aquello de que “…te encargamos un hermanito y estamos esperando que lo traiga la cigüeña…”; y en nuestra inocencia no nos preocupaba que la barriga de mamá creciera como un globo y cuando estaba a punto de reventar alguien de la familia, nos anunciara que “…mamá había ido a ver a la cigüeña para recoger al hermanito…” Y uno, deseoso de su llegada pensara que era un hermano y mamá llegaba con una niña. Tal decepción pudo haber sido causa de muchos traumas sicológicos en grandes grupos de hombres y mujeres.

Hablar de la cópula, del acto sexual y sus implicaciones físicas y emocionales era como mentar la madre a los mayores; que por cierto lo conocían, lo disfrutaban y nosotros, los hijos, éramos el resultado de ese placer.

En tiempos pretéritos una vez que los hijos varones cumplían los quince años los padres, o el padre acompañado por el abuelo y el padrino “tenían la conversación”; que en muchas ocasiones se asistía de una clase práctica que era recibida en un local donde se reunían mujeres de la vida. Una vez superado el examen se le permitía al “ahora convertido en hombre” beber su primera copa de ron. Por su parte, ellas –las mujeres de la vida—se podían ufanar de haber convertido en hombre a cierto fulano de apellido ilustre; es decir le habían arrebatado la virginidad.

El caso de las mujeres y su relación con la virginidad era más violento, alevoso si se quiere.

Se afirmaba que “la mujer debía llegar casta y pura a la institución del matrimonio” y esa pureza consistía en  ser virgen. El deber de conservarla recaía en la madre. Si la joven en cuestión “daba un mal paso” era responsabilidad de la madre. Entonces ambas eran sancionadas. La primera era repudiada por los hombres de su familia por “inmoral” y la segunda era tachada de mala madre. Y pobre de aquel que tocara el tema entre los miembros de la familia.

La perjudicada –así se le llamaba tanto en privado como en público—era muchas veces obligada a casarse en contra de su voluntad con el “desdichado” que había cometido el acto bárbaro de atentar contra el honor de la familia. Lo curioso del caso estribaba en que los censores,  meses antes habían vendido la virginidad del hijo a la mejor postora.

Hipocresía total.

Nunca olvido que en cierto momento de mi vida fui testigo de una gran bronca entre dos de mis primos y un buen amigo de ellos por haber empleado una frase más que ofensiva. El implicado osó decir en público que “…él había perjudicado a la hermana, mi prima…”. Ha pasado medio siglo y todavía no se dirigen la palabra, muy a pesar de que viven en casas cercanas y cada uno tiene su propia familia.

El sujeto había denigrado en público a toda la familia. Incluidos aquellos parientes a los que nunca había visto.

Pero todo cambió con los años. Poco a poco la virginidad se fue quedando en el pasado; excepto en los culebrones mexicanos, colombianos y venezolanos. La realidad era que hubo una generación que descubrió lo placentero del sexo, de los métodos anticonceptivos y la no necesidad de contraer matrimonio como consecuencia de tal goce.

Esa fue una de las grandes victorias sociales del siglo XX y uno de los actos emancipatorios de hombres y mujeres. El sexo fue una forma de expresarse la contracultura.

Personalmente, el honor de mi familia ahora estaba a salvo; bueno mientras no hubiera un embarazo. Aquellas que una vez fueron desterradas por haberse atrevido a morder la manzana ahora se ocupaban de que sus hijas vivieran a plenitud.

El mercado de la virginidad ha desaparecido. Hoy el vivir en concubinato es una forma de vida de muchas parejas jóvenes a las que no les importa el “…qué dirán los vecinos o los buenos amigos que vienen aquí…”. La institución de la nuera temporal es parte de nuestras vidas.

El fin de la virginidad y el peso de la educación sexual ha provocado la quiebra de la industria de la entrega de niños vía cigüeñas. El ultrasonido garantiza que desde un comienzo se sepa si mamá vendrá a casa con un hermano o hermana y el crecimiento de su barriga –ese globo que está a punto de explotar—será un acto que reúna a la familia a cierta hora a la espera de esa patadita que provoca alegría generalizada.

De todas formas, nadie debe olvidar que por defender su virginidad, por tratar de llegar pura y casta al matrimonio, hubo un tiempo que cada familia tuvo como miembro ilustre una tía solterona; cuya virginidad fue entregada muchas veces al ginecólogo cuando se sospechó de una posible “enfermedad del interior”, o al creador como acto supremo.

En la mía hubo algunas que conservaron el honor de la familia: vírgenes hasta el final.

Lo que se perdieron.


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