El 1 de febrero de 1873, a las tres de la madrugada, falleció en su domicilio madrileño —calle Ferraz 2— Gertrudis Gómez de Avellaneda. Quien había frecuentado la corte en tiempos de Isabel II y suscitado nutridos aplausos con sus estrenos teatrales, novelas y versos, tuvo un entierro más bien gris. Fueron muy escasas las personas que acompañaron su féretro hasta La Sacramental de San Martín. Según un periódico de la época: “No había allí más de seis escritores”. Entre ellos estaban solo dos compatriotas de la autora de Baltasar: los principeños Teodoro Guerrero y José Ramón de Betancourt. El primero de ellos refirió después en un artículo que el segundo:
(…) colocó sobre el féretro una modesta corona de laurel en nombre de Cuba, que llorará en la esclarecida poetisa una de sus glorias… ¡Y nada más! He aquí la despedida que una ciudad de trescientas mil almas ha hecho a uno de los talentos más grandes de los tiempos modernos.
Unos años antes, en 1864, cuando todavía residía en La Habana, la escritora había otorgado testamento ante el notario Antonio Carlos Rodríguez. Buena parte de sus codicilos están dedicados a limosnas o legados para familiares y amigos, no demasiado grandes porque sus medios económicos no eran dilatados. Pero llama especialmente la atención el número 19:
Dono la propiedad de todas mis obras literarias que me pertenezcan, a la Real Academia Española de la Lengua, en testimonio de aprecio, y rogando a mis albaceas que, al poner en conocimiento de la ilustre Corporación esta donación mía, le expresen mi sincero deseo de que me perdonen sus dignos miembros las ligerezas e injusticias en que pude incurrir, resentida, cuando acordó la Academia, hace algunos años, no admitir en su seno a ningún individuo de mi sexo.
Que sepamos, “la ilustre Corporación” no mostró mayor interés en tal legado, de hecho, no tenemos noticia de que se encargara de atesorar o promover los textos de la poetisa y cuando en 1912 se editaron sus Obras en Cuba, estas debieron ser costeadas por instituciones y particulares de la Isla.
Si, hasta hoy, la crítica literaria, con diversos pretextos, se ha resistido a aceptar el corpus lírico de la escritora como unidad y apenas se le recibe en la “república de las letras” como autora de tres o cuatro poemas antológicos, es porque la mirada reduccionista se ha negado a reconocer las tensiones que otorgan un perfil singular al conjunto: que alternen en él la efusión vitalista con la racionalidad de la oda cívica o reflexiva, que el espíritu romántico aparezca habitualmente en compromiso con una muy clásica obsesión por el oficio y sobre todo, que su poesía, en continuo diálogo intertextual con la gran tradición literaria española, no se convierta de modo directo en un itinerario confesional, como lo hace su correspondencia amorosa, sino que pretenda, de modo más o menos racional y obsesivo, la marcada condición de escritura literaria. Es llamativo que el vanguardista siglo XX haya seguido reprochándole lo mismo que sus contemporáneos: el procurar ser una escritora de la pluralidad, con todas sus consecuencias, en vez de regalarnos, apenas, el diario de un corazón sentimental.
Todo empeño de reducir a la Avellaneda a un modo de escritura, a una actitud dominante, a una poética definida que permita encasillarla, resulta vano. Así como a lo largo de su vida le fue muy difícil a la Peregrina el sujetarse a normas sociales, su obra se resiste a un orden y jerarquización, en ella no puede hablarse de una tendencia única, se trata de un discurso quebrado, fragmentario, cuya elocuencia está precisamente en ensayar los más variados registros y comunicar las más diversas actitudes, muchas veces contradictorias. Su grandeza tiene que ver, más que con la difícil coherencia interna de su escritura, con la altura de sus empeños y con la densidad de significados que arroja el más elemental análisis de sus textos.
Dos poetas inauguran nuestra literatura: José María Heredia y Gertrudis Gómez de Avellaneda. A ambos los toca la mayor grandeza: el intentar lo imposible. Él, forjador de la patria utópica, sueña para la Isla una literatura fuerte y virtuosa, siente el desafío de encajar su obra como pórtico de esa república patricia que tiene algo de Byron y mucho de Virgilio. La Avellaneda va por más complicados derroteros para vencer dos resistencias fundamentales: hija de Puerto Príncipe, se propone y logra la consagración en las letras metropolitanas; mujer, transgrede los límites que en la escritura se concedían a su género y procura forjarse una voz absoluta —tan masculina como femenina— la única que puede traducir su ansia de canto total.
Gertrudis ha sido evaluada casi siempre en función de su conducta personal, sea en el plano íntimo o en el social. José Martí, quien rehabilitó a Heredia para la historia cubana y pronunció tan certeros juicios sobre otros poetas románticos de la Isla como Juan Clemente Zenea y Luisa Pérez de Zambrana, apenas dedicó unas líneas a la poetisa principeña y en ellas no brilla precisamente lo mejor de su genio. Cuando en 1875 comenta, bajo el seudónimo Orestes, para la Revista Universal de México, el volumen Poetisas Americanas, compilado por José Domingo Cortés, se empeña en comparar a esta escritora con su contemporánea Luisa Pérez de Zambrana, de un modo tal que la camagüeyana no queda muy bien parada: “La Avellaneda es atrevidamente grande; Luisa Pérez es tiernamente tímida.” El retrato de la autora de Amor y orgullo parece elaborado con el solo propósito de caricaturizarla:
No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante.
Más cerca de nosotros, la escritora parece haber seguido concitando juicios torcidos. En su Historia de la literatura cubana —cuya primera edición data de 1954—, Salvador Bueno es capaz de afirmar que la novela Sab “difícilmente puede estimarse como novela de tesis antiesclavista, pues el problema social de la esclavitud está fuera de las preocupaciones de su autora”. No debe olvidarse que esta pieza narrativa había sido publicada en 1841, apenas dos años después de que Juan Francisco Manzano escribiera su autobiografía como documento abolicionista y tres después de la primera redacción de Francisco, de Anselmo Suárez y Romero, que solo vio la luz en 1880. Pero La Avellaneda había llegado en ese libro al colmo del atrevimiento, no solo se había cuestionado a la esclavitud como institución social, sino que había defendido las relaciones íntimas a nivel interracial, a lo que no se atrevería, que sepamos, ningún otro escritor de su siglo, ni siquiera Harriet Beecher Stowe en su muy aclamada Cabaña del tío Tom (1852).
Tampoco Cintio Vitier hará justicia a la poetisa en Poetas cubanos del siglo XIX, donde deja páginas memorables sobre Zenea y Juana Borrero, apenas hay tres párrafos para la Avellaneda, titulados “La retórica”, el último de los cuales concluye:
En realidad, no tengo nada que decir. Confieso mi fracaso y doblo con pena la hoja de La Avellaneda sin haber podido recibir de ella ninguna enseñanza, como no sea la del poder aniquilador que a veces tienen las más seguras y sólidas palabras.
Un crítico tan bien dotado como José Antonio Portuondo, al pronunciar el discurso central en la velada con motivo del centenario de la muerte de la escritora, en el Teatro Principal de Camagüey, el 1 de febrero de 1973, lanzó su tesis de la “dramática neutralidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda” apoyada en un precario “análisis marxista” de aquella mujer frente a sus circunstancias, a la que considera al margen de los principales problemas de su tiempo. Lo llamativo es que una figura tan denostada aún pueda ser nombrada, cuando se aproxima peligrosamente a su bicentenario.
Sin embargo, un análisis más sereno de su vida y obra, nos lleva a constataciones más sólidas. La primera de ellas: la Avellaneda vivió con la más absoluta autenticidad el romanticismo, sin necesidad de poses o escenografías teatrales. Lo mismo sacudió al Puerto Príncipe de su adolescencia con amores que solo ella creía ocultos, que fue capaz de romper pronto con su medio familiar en la Península y hacer una vida independiente como escritora. Sin necesidad de vestirse de hombre como George Sand, conquistó los principales espacios intelectuales dominados exclusivos, hasta entonces, del sexo masculino.
Es asombroso que pueda hablarse de una Avellaneda neutral cuando su obra fustiga a cada paso los problemas esenciales de su tiempo: la censura se cebó en Sab porque comprendió que la defensa de los amores de un esclavo negro con una joven blanca eran demasiados subversivos, y con Guatimozín porque ese relato de la conquista de México, nada favorable a Cortés, parecía una lógica explicación de los motivos de la independencia americana. No se olvide que su temprano drama Leoncia, estrenado en Sevilla cuando la autora apenas contaba 26 años, es ya una abierta crítica contra una sociedad machista que marca a las mujeres por sus “debilidades” morales y que, con pequeñas variaciones, volverá sobre el tema en Errores del corazón y en La aventurera. En una de sus piezas más duraderas, la tragedia Munio Alfonso (1844) hace un desgarrador juicio sobre el mundo donde la justicia tiene signo masculino y puede resultar aniquiladora aún a nivel de las relaciones paterno-filiales.
Lo más escandaloso en la Avellaneda, todavía hoy, no es su vida íntima, sino su condición de escritora, resuelta y monumental, que produjo la obra lírica, narrativa y escénica más extensa y resistente de nuestras letras hasta 1870. No solo es la poetisa más importante de nuestro siglo XIX —lo cual sería un débil honor para ella— sino una de las figuras claves del romanticismo americano y quizá de ellas, la que mejor apunta como larvada precursora de la rebelión modernista.
Quizá lo que más nos angustia ante Doña Gertrudis es que se resiste al marbete de cualquier “ismo”: no le van bien, a secas, el neoclasicismo, ni el romanticismo, ni el modernismo, ni siquiera el feminismo, ni el catolicismo, ni el independentismo, ni el nacionalismo. Ella está tocada por el cruzamiento de todas las síntesis que produjeron el surgimiento de lo cubano. Unas veces se le ha combatido a nombre de una insularidad estrecha, otras porque molestan sus laureles, su talante soberbio, la grandeza de su continente.
La celebración el próximo año del bicentenario del natalicio de la escritora será una ocasión especial para ofrecer al público cubano una muestra mucho más amplia de sus poemas, leyendas, novelas y piezas teatrales y para reflexionar con seriedad sobre su aporte a las letras hispanoamericanas. Eso será mucho más fecundo que empeñarse en trasladar sus restos desde la tierra sevillana a la Isla que la vio nacer. No son sus cenizas las que necesitamos, sino ese legado que no acabamos de comprender en su integridad.
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