El balance del año 2016 que concluye es un parteaguas: termina una época y comienza otra. La situación en Europa con los refugiados y el aumento de los nacionalismos; el crecimiento y extensión del terrorismo yidahísta; el singular y enigmático nuevo presidente de Estados Unidos y los enmascaramientos de la explotación en la última mutación capitalista; la lucha emancipatoria cada vez más compleja en América Latina y el Caribe; la necesaria y hasta ahora inevitable reproducción y asunción de los modelos de la cultura capitalista, aun para la construcción socialista en el Asia, junto a la decadencia de Occidente y el vertiginoso crecimiento económico, tecnológico y comercial de China; la dependencia de “sucursales” de la cultura capitalista en África; el acortamiento cíclico de las crisis económico-financieras y la frustración de los expertos por no poderlas resolver, y a veces ni prever; lo impredecible para las encuestas, agencias y la “inteligencia”; la guerra cultural sin armas y vinculada con la psiquis; el espionaje cibernético y la circulación de tanta falsedad en Internet; la degradación climática del planeta... anuncian una era posterior a la etapa de posmodernidad irracional.
No suelo escribir bajo el choque de la emoción, por ello he esperado para referirme a la muerte de Fidel, porque esa noticia también contribuye a prefigurar, al menos para Cuba, a 2017 como el año 1 de una era que todavía no podemos nombrar. No me interesa contar anécdotas para demostrar mi vínculo con una personalidad como el líder de la Revolución; miles de cubanos las atesoran ― ¿decenas de miles?, ¿cientos de miles? Tengo, eso sí, presente la aguda frase de Raúl Roa García, quien afirmaba que “Fidel oye la hierba crecer y ve lo que está pasando al doblar de la esquina”, y la de Abdelazis Bouteflika, atribuida también a otras muchas personalidades, quien aseguraba que “Fidel viaja al futuro, regresa y lo explica”: en ambos casos, se enfatiza la ruptura del espacio y el tiempo, un elemento esencial de la previsión, y si concordamos con José Martí en que “Gobernar es prever”, tal cualidad es condición sine qua non del líder político.
Muchos cubanos y extranjeros confiesan que se hicieron revolucionarios por él; otros van más allá y aseveran que conocieron su propia dignidad gracias a sus enseñanzas. Unos lo consideran un padre o un familiar, y otros, la personificación de Lucifer en la Tierra: pocos pueden ser objetivos. Es frecuente escuchar, entre mis compatriotas o personalidades encumbradas de otros países, la idea de que su imagen siempre se registra en escalas inmensas, gigantescas, descomunales ―a favor y en contra―, como para que nadie quede indiferente ante su paso. La mayoría del pueblo cubano ha reiterado la necesidad de mantener vivo su legado ―el que cada cual cree que dejó―, por eso la frase más repetida en el trayecto desde La Habana hasta el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba fue: “Yo soy Fidel”. Raúl Castro resumió la travesía de su larga existencia, expresando: “Fidel consagró toda su vida a la solidaridad y encabezó una Revolución socialista ‘de los humildes, por los humildes y para los humildes’, que se convirtió en un símbolo de la lucha anticolonialista, antiapartheid y antiimperialista, por la emancipación y la dignidad de los pueblos”.
¿Cómo asumir su legado ante los nuevos tiempos? Fidel llevó escrito su discurso del 1ro. de mayo de 2000 en la Plaza de la Revolución de La Habana, un hábito poco frecuente en él; en aquella circunstancia dejó establecida su conceptualización de la Revolución, no basada en aspectos teóricos que en Cuba casi nunca han sido muy útiles, ni la que tenían los comunistas en 1958, ni las que manejaban los asesores del presidente Eisenhower, sino la que resultó de las experiencias cotidianas de casi medio siglo dirigiendo a un pueblo en una isla con muy pocos recursos, enfrentada a la potencia económica, comercial, financiera y militar más grande del mundo, a la que derrotó, incluso, en el terreno militar. Este resumen de Revolución lo acompaña, al lado de su tumba, inscrito en una pirámide trunca.
En otro discurso posterior, el 17 de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, al referirse a los errores, deficiencias y desvíos de la Revolución, de su trayectoria, aseveró: “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos [se refería a los 11 gobiernos de Estados Unidos que intentaron hacerlo]; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”. Se impone, entonces, ahora mismo ―quizás con bastante retraso, pues hace años no pocos lo estamos reiterando― debatir sobre el significado de la conceptualización de la Revolución, según las realidades, experiencias, necesidades, aspiraciones, proyectos, compromisos… de cada cubano.
A los efectos de analizar esta síntesis conceptual que no debe repetirse como papagayos en las escuelas, ni en cada acto político en que se solicite reflexión y análisis, sino tenerla presente para que cada cual la recuerde ―recordar significa ‘pasar por el corazón’― y, sobre todo, la piense y la analice en función de una asimilación personal, la repetiré aquí una vez más para los lectores que no la conozcan:
“Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo”.
El propósito no es aprendérsela de memoria como si fuera un “Padre nuestro”, sino darle respuesta íntima y personal a cada concepto, para cumplir con el juramento hecho.
El “sentido del momento histórico” implica, primero, conocer la Historia, pero no con carácter memorístico para hacerla morir en el pasado o elevarla a un altar de dioses inalcanzables para simples mortales, sino para aplicarla a los acontecimientos que ocurren en el devenir presente, y para no volver a cometer errores que comprometan el futuro. No se trata solo de conocer la historia y aprenderla bien, sino de identificar críticamente las equivocaciones, ir a las raíces teniendo en cuenta la contextualización de cada circunstancia, examinar las nuevas condiciones para comparar un momento con otro, confrontar las diferencias de situaciones diferentes en tiempo y espacio que también tienen aspectos comunes, sin desestimar o sobreestimar las razones que puedan afectar la verdad y regular la velocidad para la solución, que, ni precipitada ni retardada, habrá de contar con todos los factores a los que implica.
Quizás por ello el líder de la Revolución es enfático al requerir que se habrá de “cambiar todo lo que debe ser cambiado”, aunque afecte algunos intereses personales, porque el propio Fidel el 1ro. de enero de 1959, en Santiago de Cuba, había acentuado que la Revolución solo tenía compromisos con el pueblo, y no exclusivamente con los quienes habían contribuido con ella. Los cambios deben producirse según la necesidad histórica y no atendiendo a nombres, sean los que sean; ni tampoco a rémoras, respondan a lo que respondan, pues padecemos de fetichismo nominalista y algunas veces creemos que los problemas se solucionan porque los escribimos o le asignamos a alguien “la tarea” de resolverlos. “Cambiar todo lo que debe ser cambiado” es una afirmación rotunda, imprescindible, pero de acción, y hay que definir el “lo” para ser justo y certero, pues podemos pasarnos, pero también no llegar en la renovación y la reestructuración necesarias.
Lo común en algunos tecnócratas y burócratas que se cuidan como gallos finos para no perder su puesto, consiste en protegerse para no afectar su comodidad; también resulta común que entre los desesperados por cambiar todo y rápido, prime el interés personal para desbrozar un camino de oportunismo y ascenso con la demagogia y la simulación: de unos y otros hay que cuidarse. La guía para enunciar ese “lo” está señalada inmediatamente después, pues los cambios son para garantizar más igualdad y libertad. Igualdad no es igualitarismo, sino equivalencia en derechos y oportunidades, no paridad en los beneficios sin tomar en cuenta los resultados, que es tan injusto como la desigualdad. La “libertad plena” merece un congreso, pues por terror a las palabras, les regalamos la palabra “libertad” a nuestros enemigos; prácticamente la hemos desterrado del lenguaje revolucionario actual, a pesar de que la Revolución ha sido fuente de derechos; tal vez nos hemos preocupado mucho más por denunciar qué tipo de derechos humanos tienen o carecen otros en el mundo, que analizar entre nosotros ―y no porque lo solicite nadie― en cuáles debemos avanzar para construir la democracia socialista que necesita el pueblo cubano hoy.
El trato con el pueblo es delicado arte que Fidel siempre atendió; cuando uno revisa su contacto popular comprueba el celo para no quitar los ojos y aguzar los oídos sobre lo que piensan y dicen quienes no tienen pelos en la lengua porque están liberados de cualquier coacción, lo mismo económica que extraeconómica. El Comandante siempre supo que las opiniones de esos “hijos de vecino” o “los de a pie”, son las que verdaderamente pueden contribuir a la ruta revolucionaria, y no necesariamente lo que se maneja en algunos informes o se escucha en determinadas reuniones; por ello siempre estuvo convencido de que el vínculo sistemático con el pueblo es la escuela principal para profundizar en el camino revolucionario, y no pocas veces le sirvió para rebatir informes y replicar en reuniones. “Ser tratado y tratar a los demás como seres humanos” incita a protestar por un trato injusto, a atender la queja de quien ha sido tratado como inerme “capital humano”; o como un ignorante incapaz de procesar, sin explicaciones “didácticas”, una información; o como un número más para “hacer bulto”. Los dirigidos tienen derechos de reclamación y respuesta de los dirigentes ―su principal función es esa―; o dicho de otra manera: todos tenemos que hacer política, en funciones diferentes.
De ahí que el líder de la Revolución hable de otra palabra desterrada del lenguaje de muchos dirigentes: “emancipación”; emancipar significa liberarse de cualquier tipo de subordinación o dependencia, incluida, por supuesto, la que imponen el caudillismo o el caciquismo, el autoritarismo de la burocracia, el sectarismo y el dogmatismo. Fidel no se refiere solamente a la emancipación de las naciones respecto al capital internacional, que tanto se enfatiza en los medios ―y que deben continuar haciéndolo―, sino también a la emancipación desde adentro, y lo ha dicho con absoluta claridad: se trata de “emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos” y “desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional”. Conocemos muy bien a las “poderosas fuerzas dominantes” que existen fuera de Cuba para destruir a la Revolución; pero, ¿cuáles son esas “poderosas fuerzas dominantes” dentro? Nos toca identificarlas.
El primer convencido de que para lograr la estabilidad revolucionaria en Cuba resultaba imprescindible una cultura socialista era Fidel, por ello describía con vehemencia y en detalle los principales valores para defender: “modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo”, y la manera de llevar la lucha revolucionaria en esta nueva etapa, “con audacia, inteligencia y realismo”. Lo demás es conservadurismo reaccionario. Sabía que la mentira, sea cual fuere, aunque “convenga políticamente”, es contrarrevolucionaria por definición, porque la fuerza de la verdad y las ideas siempre se impone, de acuerdo con su valoración y perspectiva histórica. Por esta razón, remataba su concepto de Revolución afianzándolo en la unidad, sin la cual resulta impensable su propia existencia, porque la unidad ha sido el factor clave para la independencia y la justicia social del proyecto revolucionario cubano, que enuncia con base patriótica ―no “nacionalista”, como nuestros enemigos insisten para confundirnos, porque patriotismo no es nacionalismo―, y la demostración evidente es el alto sentido internacionalista de nuestro pueblo, sin renunciar a la colaboración con los propios cubanos en condiciones adversas, una “hermandad” también necesaria.
Estos debates que seguramente se producirán, no pueden olvidar los contextos internacionales del presente, esbozados al inicio de este trabajo, y especialmente el asedio de guerra cultural de Estados Unidos a Cuba, ante el arribo de un presidente impredecible. Las instituciones revolucionarias habrán de ser receptivas, escuchar y adaptar razonablemente a su praxis, los elementos del juicio crítico, los argumentos del pueblo, para, con el legado de Fidel presente, producir los cambios necesarios en nuestro país. Estas evoluciones y rupturas para la refundación institucional, con la discusión del legado fidelista, serán la base fundamental para garantizar la continuidad revolucionaria, pero siempre con la construcción de un consenso popular.
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