El, lo más sublime


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Una de las pasiones que fui desarrollando según pasaron los años fue la de tener mi propia colección de discos. Lo había aprendido de mis padres y de algunos vecinos que compartían esa misma afición, para nuestra suerte teníamos uno que trabajaba en una tienda situada en la calle San Rafael, donde siempre se podían encontrar novedades fonográficas, y este a su vez disponía de una red de personas que compraban y vendían discos de uso; por lo que desde mi novel perspectiva cultural observaba como la colección de mi padre “engordaba” cada vez que le era posible.

Mi colección, en sus comienzos, fue bautizada con dos placas de las que nunca he querido desprenderme a pesar del paso del tiempo: Canciones de María Teresa Vera y Danzones cubanos: lo mejor de Antonio María Romeu.

Debo confesar que en un principio me parecieron inadecuados aquellos regalos que me hicieran mis abuelas. En lo personal hubiera preferido recibir discos de Los Bony M, de Barrabas o de alguno de los grupos de moda en aquellos años setenta. Pero no fue así.

Cumplía por ese entonces diez años y de regalo recibí, además de aquellos dos discos antiguos, tres libros que atraparon toda mi atención: Las aventuras de Tom Sawyer, Los conquistadores del fuego y Colmillo blanco. Mi elección fue la lectura antes que dedicar tiempo a escuchar esa música que era más propia de mis abuelos que del tiempo en que vivía ignorando las vueltas que daría la vida en un futuro no muy lejano.

A lo antes expuesto debo agregar que en aquellos tiempos había dos programas en la TV a los que no prestaba toda la atención necesaria: Álbum de Cuba y Arte y Folklore; eso sí, era seguidor de la saga de Escriba y Lea, sobre todo disfrutaba “los duelos” entre los doctores Gali-Menéndez y Dubuché que eran terciados por la dulzura de la Dra. María Dolores Ortiz; y me aventuraba como todos los seguidores del programa a solucionar la incógnita presentada antes que los panelistas.

El Septeto Nacional

Sin embargo; mi ego adolescente admiraba secretamente a aquellos siete viejitos que salían siempre en el programa San Nicolás del Peladero y que respondían al nombre de Septeto Nacional; creo que les aceptaba por el hecho de compartir espacio y fama con mi abuelo cuya presencia en aquel programa era notable. Sin saberlo Carballido Rey, quien escribía aquel programa, sería mi primer mentor en las lides de la música cubana.

Debo confesar que el Septeto Nacional se fue introduciendo en mi sangre, en mi mundo cotidiano y cuando menos lo imaginaba estaba solicitando a López –nuestro proveedor de discos—alguna placa de “esos viejitos trajeados”. Aquella solicitud era mi primer acto de fanatismo hacía una música cadenciosa y sublime que comenzaba a tararear en mis ratos libres o en momentos de introspección.

Aún me recuerdo tratando de imitar el llamado de Carlos Embales al recitar aquello de “…bardo, que te mueva mi dolor… bardo, di si tienes corazón… bardo, porque no tienes amor…”, al sufrir mi primera decepción amorosa. Aquel llamado a que se acompañara “mis cuitas del alma” (como diría otro poeta) era complementado con alguna que otra canción del brasileño Roberto Carlos.

La  otra conexión con la música del Septeto venía por obra y gracia de los regaños de mi abuela cuando nos quedábamos en su casa en tiempos de vacaciones y le escuchaba cantar dos temas: La cleptómana y Donde andaba anoche. Ella les daba un acento especial a esta última frase con la que buscaba explicaciones por nuestras ausencias en horas sagradas; y debo confesar que me embelesaba su modo de hacer una segunda voz a Barbarito Diez o a Carlos Embales cada vez que les escuchaba en la radio.

Cuando conocí a los integrantes del Septeto

Tiempo después; en mis años de estudios universitarios me vi más de una vez frente a frente con aquellos siete hombres, siempre correctamente vestidos a pesar de lo caluroso del tiempo y dueños de una disciplina poco común, que se presentaban en la Casa de la FEU, en K y 25, en El Vedado. Mentiría si dijera que los allí presentes no le prestaban atención y que incluso más de uno salía a intentar bailar aquella música que muchos pensábamos se bailaba al mismo estilo de la de Van Van u otra orquesta de moda. Para nada. Ignorábamos que el son, el que toca el Septeto Nacional, se baila “en un ladrillito” y que sus pasos básicos incluyen el tornillo y el paseo; algo que aprendí años después.

Aquellas presentaciones incrementaron mi devoción por su música y me atreví a conocer a muchos de sus integrantes, sobre todo a Lázaro Herrera “el Pecoso” y  a don Carlos Embales. Para ese entonces mi voluntad y vocación para indagar en la música cubana y algunas de sus historias, estaba más que definida.

Volqué mis energías y recursos a conseguir todos los discos que me fuera posible del Septeto Nacional, conocí algunas de sus interioridades y tuve en mis manos algunos originales de Ignacio Piñeiro y de Rafael Ortiz, y lamenté perderme algunas de sus presentaciones, que para fines de los años ochenta ya eran contadas.

Pero junto al Septeto había redescubierto aquellos dos primeros discos que comenzaron mi modesta discoteca. Entonces mis sesiones de música eran un desfile de danzones, canciones de trovadores de antaño y la música de los Septetos, no solo el Nacional, que ahora incluía el Sexteto Habanero, el Boloña y los cienfuegueros de Los Naranjos.

La vida me permitió la posibilidad, y la suerte, de conocer y escuchar a dos hombres sabios: Odilio Urfé y Jesús Blanco y con ellos mi pasión por los Septetos de son se hizo más fuerte; sobre todo por tener la posibilidad de hurgar en los archivos del Seminario de Música Popular. Y sin ser un erudito o un exegeta del tema me permitía emitir algunos criterios lejos de toda visión festinada en mi círculo de conocidos que por ese entonces no asumían los encantos de la música cubana.

Al estilo de los Septetos y Sextetos

Mi formación en esa asignatura, el son tradicional al estilo de los Septetos y Sextetos, estaba completa a fines de 1991. Y ello incluía otras figuras y géneros musicales que nos identifican.

Pasaron los años y perdí la ruta de aquellos hombres. La selección natural hizo lo suyo y a excepción de Embale muchos de ellos pasaron a ser parte de la leyenda de la música cubana y sus nombres quedaron en el olvido; hasta que un buen día me reencontré con el Septeto Nacional.

Debo confesar que mi primera reacción fue de desconfianza. Era lógico, ahora se escuchaba otra música, que aunque se decía heredera de aquella tenía y mostraba otros patrones; les otorgué el beneficio de la duda mientras les observaba colocarse en escena. Ya no vestían a la usanza de una época lejana.

Nada había cambiado a no ser sus integrantes. Mantenía el mismo sonido, el mismo repertorio fundamentalmente. Era como si el tiempo se hubiera detenido y lo más interesante: no sonaban a música antigua. Era difícil de creer o entender pero era un hecho cierto: había y hay Septeto Nacional para rato.

El más sublime

Su director era ahora el bongosero Frank Oropesa, conocido como “el matador”, me esbozó una larga sonrisa al terminar aquel concierto y haber visto desde su posición privilegiada en el escenario en mi cara la viva expresión de la desconfianza prístina. Han pasado veinte y cuatro años de aquella tarde en un espacio en La Habana Vieja donde se presentaban y aún en mi memoria resuenan sus palabras al final de nuestra primera charla: “…somos el más sublime y el más universal… no te olvides de eso nunca…”

Debe ser por esa razón que aún me memoria recrea la voz de Carlos Embale cuando en mi soledad doméstica repaso mi vida y escribo estas líneas y escucho por milésima vez su frase lapidaria: “… avísale a tu vecina que aquí estoy yo…”

Es el Septeto Nacional, no os asombréis de nada.

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