Esta historia tiene su origen en uno de esos barrios de la ciudad de Santiago de León de Caracas o simplemente Caracas como le llaman todos. Ese barrio se puede llamar Caricuao, o Petare, o Antímano, el Cementerio, Catia, o 23 de Enero; único barrio en todo el continente que se dividió entre dos países, o dos capitales. Y es que El 23 –como le llaman– empieza en Caracas (colinda con el palacio de Miraflores en uno de sus accesos) y termina en Santa Fe de Bogotá.
Comenzaban los años setenta y, además de la bonanza de los petrodólares de esos años, el movimiento de la música salsa se abría a todo el continente; dejaba de ser un hecho propio de ciudades como New York, San Juan o Santo Domingo, y se establecía en casi todo el arco caribeño; en lo fundamental desde Panamá (Rubén Blades era hijo de esa nación) abarcando la costa caribeña de Colombia y Venezuela.
Es el mismo instante en que, como afirmó cierto crítico: “se debía dejar de una vez por todas el complejo de tocar como los cubanos…”; la afirmación hacía referencia a lo que se definió como etapa matancerizante, o lo que es lo mismo: había algo más que imitar el sonido cubano de los cincuenta; por muy fabuloso que pudo ser, por sus aportes y hasta por sus figuras.
Hay una generación de músicos que resistió y sobrevivió a la arremetida cultural de los sesenta en las calles neoyorkinas. Eran los hijos de quienes vieron como el Palladium Ballroom cerró sus puertas ante la ausencia de público fresco; y es que lo latino de aquellos años se redujo fundamentalmente a tratar de insertarse en el mundo musical anglo haciendo gala de un mimetismo dolorosamente ridículo que ya nadie recuerda.
Aquellos años sesenta obligaron a que orquestas como los Afro-cubanos de Machito, la de los Titos -Puente y Rodríguez-, la de Noro Morales y otras menos conocidas; redujeran su presencia en la vida musical del “barrio”. Ese mismo evento se trasladó al resto del continente, por lo que músicos como Aldemaro Romero y Billo Frómeta, en el valle de Caracas, vieron como sus ingresos y popularidad se redujeron a las fiestas de carnavales o a los bailes navideños donde debían competir en desventaja con villancicos y la gaita zuliana.
Pero para fines de los sesenta las cosas comenzaron a cambiar. Llegaba una música inspiradora, brava como los hombres que la hacían. Marcada por un sonido que daba continuidad y a la vez establecía rupturas con lo que se había conocido; con textos menos edulcorados, unas letras que hablaban del hombre cotidiano, que contaban la historia del malandro que todos conocemos y con el que alguna vez jugamos cuando niños. En cada ciudad había un Juan Pachanga, un Cipriano Armenteros y un Pedro Navaja o Juanito Alimaña.
Esos eran los ídolos y las historias de estos tiempos; a fin de cuentas, América Latina había cambiado mucho en los años precedentes y los cubanos no estaban en el ambiente, de ellos solo habían permitido el recuerdo de años dorados; lo nuevo de Cuba estaba marginado del mercado, no así del conocimiento de los músicos.
Caracas, lo mismo que Cali, Medellín y otras ciudades del Caribe, necesitaban establecer sus nuevos ídolos musicales, sus nuevos patrones; contar sus historias. Con estas premisas, subiendo la cuesta de los años setenta, se funda la Dimensión Latina; la que será la orquesta de la música salsa más influyente después de las Estrellas de Fania en Centroamérica y que se permitirá contratar al boricua Andy Montañés, la voz de El Gran Combo de Puerto Rico, cuando su cantante Oscar de León decide fundar su propia orquesta. César “Albondiga” Monje al frente de la orquesta se convertirá en uno de los referentes más importante del movimiento fuera de la Gran Manzana.
Las Estrellas de Fania viajan a La Habana en el año 79 como parte de un “encuentro musical Cuba/USA”, en el que participarían otras luminarias de la música norteamericana; la Dimensión viajó ese mismo año también a Cuba, en específico a los Carnavales de Santiago de Cuba y en calidad de estrella solitaria. Es el mismo año que la música cubana y los músicos cubanos comienzan a retomar la cuesta de la internacionalización con dos acontecimientos determinantes: el premio GRAMMY al grupo Irakere que le otorgó la NARAS y la entrada de Adalberto Álvarez y su orquesta en el gusto del bailador cubano con su disco A Bayamo en coche. Un disco que estableció nuevas reglas de juego y una mirada fresca al son desde Cuba.
Las presentaciones de la Fania fueron para un público escogido y poco conocedor de la importancia de su trabajo dentro de la música latina en general (de todas formas, ya los temas de Rubén Blades con Willie Colón eran coreados por los cubanos), el plato fuerte eran los jazzistas y Billy Joel; mientras que la Dimensión reventó, con todas sus consecuencias, la noche santiaguera en un memorable concierto en Trocha y Carretera del Morro.
Una fue para la elite diletante. La otra para el común de los cubanos, santiagueros en particular, que no escondieron su alegría. Las Estrellas de Fania son parte de un pasado al que algunos regresan apelando a la nostalgia en su soledad, mientras escuchan una y otra vez sus discos; ora reviviendo aquellos tiempos bravíos de una música a la que pusieron otro ropaje para hacerla menos popular y más comercial. La Dimensión Latina sig ue siendo un organismo vivo, que cuarenta años después regresa a Cuba, a La Habana en particular, a pagar su tributo musical. Como ha dicho un gran poeta salsero: “…las deudas del alma no se acaban nunca de pagar…”
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