La violencia realista y el lado oscuro del ser humano aflorando en situaciones límites vuelven a coincidir en el último filme de Alejandro González Iñárritu, El renacido (2015), con Leonardo DiCaprio en papel estelar.
Respaldada por 12 nominaciones al Oscar y concebida desde una estructura clásica, como tanto gusta a los académicos, el filme marcha como gran favorito hacia la entrega del premio que tendrá lugar a finales de este mes.
Su historia —adaptación libérrima de un libro de Michael Punke— se ubica en el año 1820, durante una expedición al entonces incierto oeste norteamericano, habitado por diferentes tribus indias, algunas muy violentas frente al hombre blanco que trata de arrebatarles todo lo que tenga un precio, desde las pieles de los animales, hasta las mujeres.
Simplicidades y esquematismos dramáticos que, sin elucubrar demasiado, permiten afirmar que el guion de El renacido no es precisamente su plato fuerte. ¿Entonces por qué tantos premios acumulados y esas 12 nominaciones al Oscar? La respuesta pudiera estar en su envoltura formal, cuidada hasta el detalle, en la dirección artística, la música, los actores y, muy especialmente, la fotografía de Emmanuel Lubezki; estudiados planos capaces de transmitir belleza y temor a la vez ante una desolada geografía; visualidad que contribuye a recrear el ambiente onírico, aunque no falten críticas que le reprochen al fotógrafo un interés desmedido por impresionar.
En su interés por hablarnos de la violencia y la venganza y en su afán por reforzar los aspectos humanos que llevan al protagonista al límite de lo soportable, el director González Iñárritu recurre a escenas místicas vinculadas con los sueños de su explorador. Si bien el recurso de saltar al pasado se emplea en parte para ofrecernos información dolorosa sobre los antecedentes del héroe, y también para recargar la tragedia de complejidad existencial, lo cierto es que como solución narrativa se torna redundante y hasta un poco cargosa en las más de dos horas de duración del filme.
Otro punto discutible es el derroche de elementos en toda la primera parte —drama intenso, bella fotografía, horrores subrayados—, que llegan a ser tan extremados que el espectador se pregunta cuál será el broche final para tamaña historia y sus expectativas —que no pueden ser otras que imaginarse el duelo final entre el bueno y el malo— posiblemente no se colmen porque, aunque bien filmado ese duelo, no deja de ser convencional para un cierre igualmente convencional.
Película entonces bastante desigual, aunque con imágenes dignas de recordar largamente, como la lucha del protagonista con el oso, El renacido se presta tanto como disfrute en sus connotaciones de western iniciático —y no pocas fórmulas del cine del oeste hay en él— como para complacerse con la envoltura formal que despliega, elementos todos para que los espectadores inteligentes, sin dejarse impresionar ni por nominaciones ni Oscar, pongan a prueba su ojo crítico.
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