121 años después de su muerte, es imposible no hablar de él y evocarlo en cualquier obra o tarea que se lleve a cabo. Lo reconocemos como el más universal entre quienes habitamos este pedazo del mundo y somos incapaces, a veces, de entender todo lo que encierra su pensamiento.
Gracias a su estilo y a su original manera de comprender la existencia humana, enfrentamos todo tipo de fuerzas que buscan demoler el destino y la suerte que voluntariamente una nación decidió echar. Por tal motivo, rechazamos a quienes lo invocan falsamente y nos exhortan a olvidar la historia.
Desde aquel fatídico 19 de mayo de 1895, su nombre se hizo perenne y su imagen comenzó a multiplicarse entre las mujeres y los hombres que creyeron en él y profesaron compromiso eterno con su pensamiento.
Guió a un puñado de hombres que en su Nombre atacaron una fortaleza militar para liberar a un pueblo y después hicieron la guerra desde las montañas hasta llegar a la victoria y así determinar, de manera unánime, homenaje perpetuo a su figura en cada escuela y centro laboral.
Se hizo inmortal entre los estudiantes, los negros, los pobres, los trabajadores, los revolucionarios.
Negarle el canto y la pintura, la lectura o plasmar una de sus citas en una pared malherida por el tiempo, es un pecado que pocos cometen. Nadie nos obliga a quererlo, él gobierna en los sentimientos. Nadie impone su estudio, él exige.
Definirlo no es complejo, aunque todos se esfuercen por embellecer sus palabras. Sin embargo, una de sus más grandes estudiosas, la escritora y poeta Fina García Marruz, nos ayuda a precisarlo cuando en un incomparable ensayo del año mil 951, afirma:
Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal. (…) Él no actúa: obra.
Por eso se le cree y se le venera. Por repartirse en mil pedazos. Por ser de Cuba y de todos los cubanos.
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