En mi tiempo no era así
Sin proponérselo el hombre se levanta un día totalmente envejecido o camino de ello. La primera expresión de que se ha entrado en ese proceso es el uso de frases como “…en mi tiempo no pasaba eso…” o “…en mi tiempo no era así…”. Tales frases son el primer signo de condena a los que nos han de sustituir y el primer eslabón que nos encadena al pasado.
En aquellos años en que leía desenfrenadamente aprendí una frase que con el paso de los tiempos me ayudó a comprender las reacciones y exabruptos de mis padres, sus amigos, y aquellas personas mayores con las que he trabajado y he conocido ante la irreverencia de quienes no comparten su mismo ciclo vital; el aforismo de marras afirmaba que “…uno es joven hasta que comienza a hablar de ello…”. Innegablemente todo se reduce a frases como “esta juventud de hoy está perdida” o aquello de “en mis tiempos eso no se veía”. Escucharlos expresarse así era una muestra de que se habían abierto las puertas de la vejez de forma abrupta.
No voy a negar que me molestaba la constante comparación de mis actitudes y las de mis contemporáneos con las vivencias, sabidurías y experiencia que ellos habían acumulado, pero comprendía que era inútil pedirme que actuara(mos) como ellos, que siguiera sus mismas pautas. Ignoraba entonces que habré de pasar por lo mismo algún día.
Realmente no era necesario llegar a tocar la puerta de la vejez para comenzar a comparar actitudes, comportamientos o modos de actuar en la vida. Solo bastaba con detenerme a pensar dialécticamente, algo que no hacemos con frecuencia. Es decir para “hablar de”.
Más de una vez oculte o expresé mi enojo cuando mis abuelos o padres me regañaban por hacer una cosa de manera distinta a como me lo habían orientado, pedido u ordenado –hay una delicada e invisible línea que separa a estas tres palabras en cierto momento de la vida y está definida por la cantidad de años que se tienen—y que el resultado no era el esperado por ellos; y los regaños siempre comenzaban con la misma oración “…en mi tiempo eso no se hacía así…”.
De acuerdo, era y fue su tiempo; ahora es el mío y lo hago de este modo. Con calma, ese casi siempre era mi pensamiento recurrente una vez que debía volver a realizar o cumplir el encargo a su manera y casi siempre, casi siempre, lograba satisfacerles, aunque “mi modo” fuera acertado. Era el de mi tiempo.
Ignoraba que ellos ya tenían más pasado que futuro y a mí (o a nosotros) el pasado comenzaba a seguirnos los pasos, a acecharnos, de modo acelerado. Solo que lo ocultábamos bajo el eufemismo de “estamos ganando experiencia”.
Ese primer paso hacia “…en mi tiempo…” lo damos en el mismo instante en que comenzamos a alardear frente a nuestros hijos de las hazañas vividas, es cuando comenzamos a tejer nuestra leyenda y en un acto desesperado de credibilidad apelamos a los amigos y conocidos que habrán de atestiguar, con los cuales entramos en una abierta complicidad. Hay una frase que lo define “… yo me acuerdo de que…”. Es en ese instante que descubrimos que no estamos preparados para algo tan sencillo como el olvido, e insistimos en que se nos reconozca el momento espacial y temporal, por eso se insiste en contar esas hazañas, en crear y alimentar la leyenda personal.
Todo se reduce a los modismos lexicales.
Avanzamos, en la medida que nuestros hijos crecen, y sus amigos les visitan, y mientras escuchamos sus conversaciones nos aventuramos a imponer nuestra visión de hombre experto y maduro, asumimos el papel de héroe de la historia y nos arriesgamos a dar un consejo; que a veces es todo un tratado, sobre el tema que ellos están descubriendo o simplemente les atrae; ignorando que nos prestan atención solo por respeto. Una vez satisfecho nuestro ego nos retiramos ignorando que en su fuero interno ellos llegan a pensar “… a qué vino esa muela de tu puro…”
Si algo bueno tiene y trasciende de la frase “en mi tiempo” es la música. Aunque también renegué de la del tiempo de mis antepasados, en su momento claro está. En la medida que avanzamos en el ciclo de la vida, la música es un elemento que nos conecta con el pasado, solo que un pasado recurrente. Es curioso que sea ella la que nos conecte con todos los tiempos y a su vez nos sirva de bálsamo para enfrentar el futuro.
Oímos música desde el mismo momento en que llegamos al mundo. Los cantos de madres y abuelas –las nanas—que no han cambiado por años o siglos y que siguen estando en presente y no en futuro como debía ser. Después compartimos el gusto por la música de nuestros padres y hermanos mayores, hasta el momento en que encontramos la que nos ha de identificar o definir como generación, pero no olvidamos aquella que nos precedió. Y así se repite el ciclo.
En ese tiempo que crecí era obligado que los niños no interrumpieran a los mayores mientras conversaban. No olvido que en mi tiempo de infante interrumpí a mi madre en una conversación y le desmentí sobre un asunto familiar. Ella contaba a una amiga que “…el niño (es decir yo) come de todo menos quimbombó y ají…”; y el niño (es decir yo) a todo pulmón dijo aquello de “…mamá a mí sí me gustan el quimbombó y el ají…”. Han pasado años y aún conservo en mi memoria sus dos reacciones; sobre todo aquello de comer durante tres días seguidos solo quimbombó y ají. Cuarenta años después son dos de mis comidas preferidas. La otra reacción me la reservo, aunque sí recuerdo aquello de “…en mi tiempo los niños eran incapaces de hacer semejante cosa…” dicho por su interlocutora. Excepcionalmente aquí la frase ha mantenido su vigencia como recordatorio de que hay normas que no se deben violar y que son de todos los tiempos.
Propongo a los expertos en las ciencias sociales que definan con absoluta claridad la categoría: “…en mi tiempo…” no solo para entender la historia social y cultural de una generación o de un grupo de personas; se hace necesario extenderla a aquellos que aun no cruzan el umbral de la vejez; sobre todo cuando a pocas semanas de comenzados sus estudios en otro nivel miran las actitudes de los que llegan nuevos a esa escuela que abandonaron y al verles actuar solo atinan a afirmar “…en mi tiempo no era así…”
O para ser aplicada a esa reunión de amigos, casi siempre en un bar, en la que alguien viaja abruptamente al pasado e impone la conversación que siempre comienza con la misma frase “… ustedes se acuerdan de que en aquel tiempo… “ y cambia el sentido de la tarde y es hora de volver a ese tiempo que pasó y que nos acerca a comenzar a hablar de ello, es decir de una juventud que se resiste a cruzar el umbral de la puerta del pasado y que discretamente empujamos al seguir esa conversación.
Debe ser que la sociedad está comenzando a envejecer antes de lo previsto, o que simplemente el tiempo se está acortando. Es lo que pienso mientras escucho a mis cofrades y me abstengo de ser parte de esa charla. Me niego a seguir alimentando la leyenda, es como si alquilara un espacio en cualquier esquina de la ciudad o la vida para esconderme; “en mi tiempo no se hacía eso”.
Por lo pronto, mi tiempo es este en que evito hablar de los jóvenes más allá de lo necesario, no me interesa censurar o cuestionar sus actitudes, salvo que involucren cuestiones de principios; me gusta su desenfado, aunque ya no esté apto para ellos. Quiero retrasar mi entrada en la categoría de conservador, es decir viejo.
Sé que el pasado es el equipaje que más me pese en estos tiempos, por su parte y mis hijos y sus amigos levantan triunfante la mochila de futuro… por ahora…
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