La primera vez que escuche el nombre de Enrique Lazaga fue al comienzo de mi adolescencia y lo debo a mi amigo de la infancia Juan Carlos García González, que era estudiante de viola en el conservatorio Manuel Saumell en el horario de la tarde, mientras que en la mañana compartíamos pupitre en la escuela Tomás David Rollo, ubicada en el cruce de las calles G y 17, en el barrio habanero de El Vedado. Corría el año 1975.
Eran los años en que una orquesta llamada Ritmo Oriental marcaba la vida de los bailadores cubanos con temas como Mi socio Manolo, La chica mamey, Yo bailo de todo; entre otros títulos que hoy se me pierden en la memoria y que rara vez las emisoras de radio transmiten y que muchos cubanos de hoy desconocen. Lazaga era parte de su sección de percusión que además integraban Daniel Díaz y Claro Bravo.
Juan Carlos lo admiraba por su manera de tocar un instrumento que para muchos era “de menor importancia” dentro de una orquesta: el güiro. Y en honor a la verdad este instrumento, junto a las maracas, no era digno de la misma devoción que podía profesarse al piano, al tres o la guitarra, a los violines o a cualquiera de la cuerda de metales (flauta, trompeta o saxofón) que se permitían aquellos solos magistrales y arrebatadores que provocaban éxtasis en el público o recibían el favor de críticos y estudiosos. Además era compañero de estudios, no sé si en el mismo conservatorio, de uno de sus hijos que estaba en la especialidad de percusión.
Fui parte de ese grupo, o tribu social, que no entendía el papel de ese instrumento muy propio de la música del arco caribeño –no es exclusivo de Cuba—y las músicas de fuerte raíz africana el asociado; todo ello producto de ciertos prejuicios frutos de la incomprensión del papel de ese instrumento dentro del complejo mundo de la música popular cubana.
Así ocurrió hasta que escuché el modo de ejecutar este por Gustavo Tamayo; acompañado del pianista Frank Emilio Flynn ejecutando danzones; en uno de los discos más memorables que se han producido en Cuba en todo los tiempos. Después vendría el descubrimiento de los discos de la serie Descargas cubanas, en cuyas portadas aparecía un orgulloso hombre mulato con ese medio de hacer música en sus manos.
Mi afición por los danzones en una época de mi formación cultural me acercó no solo al güiro como instrumento, sino a su papel como mediador o “puente” en determinados pasajes.
Pero volviendo a don Lazaga.
En aquel tránsito de la niñez a la adolescencia, incluido el cambio en la voz y los primero pelos en la cara, ocurrió mi primer encuentro con los músicos de la Ritmo Oriental en su totalidad y Enrique Lazaga en particular.
Fue una tarde de julio, en tiempos de carnavales, durante una presentación vespertina en un extremo del edificio FOCSA, en el lugar que hoy ocupa la empresa musical Benny Moré. En el espacio exterior de parqueo –lo que sería el techo de los estudios de TV—se organizaban presentaciones de algunas orquestas de moda antes de que comenzaran los paseos nocturnos.
Allí se daban cita no solo la planta de las orquestas que se habrían de presentar, sino músicos de otras agrupaciones. Era una suerte de cónclave musical espontaneo. También estaban los vecinos de la zona, amigos y familiares de estos y de los integrantes de las orquestas y una gran cantidad de público que desfilaba por allí en su camino a la zona de desfile de las carrozas, a los palcos y otros espacios propios de estas fiestas.
El encuentro con Lazaga
Juan Carlos, en su condición de “músico en formación”, tenía acceso a la zona solo reservada a los músicos, por lo que acompañarlo era todo un privilegio. Así, sin proponérmelo, estuve situado detrás del piano de la Ritmo Oriental y rodeado de algunos de sus músicos entre los que estaba Enrique Lazaga, quien funcionaba como el centro de atención de todos los allí reunidos.
Imaginaba que como era el director de la orquesta debía de tocar el piano. Para nada. Su instrumento era el güiro, o guayo como vulgarmente se le llama ese instrumento. No voy a negar mi decepción adolescente. Mas todo cambió en el mismo momento que comenzó a tocar la Ritmo, como todos sus seguidores le llamaban en una muestra de abusada confianza cubiche.
No era solo la ejecución del instrumento. Era la alegría que derrochaba, orgullo es la definición más acertada; y como esa alegría se convertía en un derroche de energías que se complementaba con su interacción con las pailas y las tumbadoras. Es decir: Claro Bravo y Daniel Díaz. Una de las mejores y más progresivas secciones de percusión de la música cubana en los años setenta y que era tan admirada como la de Irakere o la maestría de Changuito en los Van Van.
Pasarían los años y mi crecimiento musical incorporó a la Ritmo Oriental –recuerdan aquella época en que David Calzado y Tony Calá eran sus cantantes—y a la figura de Lazaga a quien fui conociendo un poco más.
Con la llegada de los años noventa la Ritmo Oriental logró sobrevivir algún tiempo gracias al empeño de Lazaga, que aún creía en una tercera y cuarta oportunidades para su orquesta. La vida le ganó esa mano, pero no la de la creatividad a toda prueba que comenzó a desplegar, y valla sorpresa para muchos cuando apareció en un Festival de Jazz como integrante del quinteto de Frank Emilio tocando unos danzones que ruborizarían al mismísimo Gustavo Tamayo y elevando el güiro a una altura nunca antes imaginada por quienes le precedieron.
Lazaga sigue apegado a su instrumento
Pero hubo más. Lazaga se atrevió a producir algunos discos que hoy son coleccionables –icónicos es la palabra que en estos tiempos define este tipo de trabajo cultural—en los que va más allá de lo inimaginable y en los que da a su instrumento categoría de imprescindible.
Y parece no cansarse, tanto en lo humano como en lo musical. Tiene la misma energía de esos talladores de diamantes que buscan la perfección de la piedra (esa que al decir martiano antes que luz es carbón) y la exhiben, la dejan volar y se convierten en algo deseado por los joyeros; en su caso se debe decir por los productores musicales.
Han pasado cerca de cincuenta años de nuestro primer encuentro. De haber compartido historias, leyendas y hasta criterios sobre los temas más diversos –es respetado como todo un patricio en el mundo de la masonería cubana, honor reservado a otros hombres de cultura como los musicólogos José Reyes Fortún y el finado Jesús Blanco—y siempre me ha impresionado su magisterio humano.
Hoy, cuando los honores no le provocan rubor me complace saber que sigue apegado a su instrumento como si fuera el primer día de su vida, o simplemente tiene conciencia de que aún queda mucha música que tocar.
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