La música debía formar parte de mi vida. Estaría presente a lo largo de mi existencia, quisiera lo o no. Se me perdonaba, por obra y gracia de la falta de oído y puede que de ritmo; el no poder ingresar a la academia para estudiar algún instrumento; el desafinar a la hora de cantar e incluso el no conocer los rudimentos del baile. Pero estar de espaldas a la música era una herejía que, en mi familia, la materna, sobre todo, no era perdonable.
Irremediablemente mi destino estaba marcado por la música.
De un lado la radio. Esa caja mágica que se encendía por la mañana para agitar nuestra existencia al compás de las notas de Radio Reloj. Aquel obstinado del metrónomo tras las voces de los locutores era la primera sinfonía de mis días de lunes a sábado. Si porque debo decir que mi generación creció teniendo clases los sábados en la mañana.
Después estaba el transito del dial por las distintas emisoras y los programas favoritos de la familia. Sobre todo, en casa de las abuelas donde era obligado a las diez y treinta sintonizar la COCO para escuchar a Benny Moré cuyas interpretaciones ellas acompañaban con una pasión desbordada.
Era el mismo Benny de los discos de los domingos en las mañanas que mi padre escuchaba una y otra vez; escucha que era interrumpida, de modo religioso, por la radio (siempre la radio en esos tiempos) para escuchar a la Orquesta Aragón. La misma que después ocupaba el lugar del Benny en el tocadiscos.
En esos años no podía entender la razón por la que todos hablaban del Benny y de la Aragón con esa devoción. Niño al fin, consideraba esas cosas como algo que yo no haría cuando llegara a la adultez.
Pero el asunto música me trascendía.
Creo que tendría cerca de diez años cuando mi abuelo, ese que era famoso y que cada lunes salía en el televisor en el programa San Nicolás del Peladero –vestido de blanco impecable--; llevó en contra de mi voluntad a una reunión de músicos amigos. Ciertamente se trataba del velorio de un músico cuyas canciones había escuchado a mi abuela cantar. Se llamaba Miguel.
Allí; entre aquel aroma de cirios y flores; en medio de las conversaciones a media voz, de la solemnidad y el aire respeto que flotaba en el ambiente; mi abuelo me presentó en sociedad. Si, como le cuento me presentó en sociedad: “yo era su nieto el leguleyo”.
En medio de mi inocencia pude reconocer algunas caras, todo gracias a la televisión y a la imagen que me había proporcionado los discos. Había algunos de los presentes a los que conocía por el hecho de vivir cerca de mi casa.
Meses después mi abuelo me volvió a arrastrar, interrumpiendo mi tarde juegos, a un lugar llamado Sociedad de Torcedores en el barrio de Cayo Hueso. Hicimos el trayecto caminando. De su casa en la calle Gervasio a San Rafael demoramos casi una hora. Él se detenía a saludar a quienes le abordaban y siempre sonriente le dedicaba unos minutos.
Era el cumpleaños de un señor llamado Félix Chapottín. Le recordaba de velorio. Era un negro de mirada profunda, con un sombrero que le encaja ligeramente en su gran cabeza y que no escondía su sonrisa. Junto a él estaba un tal Cuní – en ese instante su nombre no me decía nada—con uno de sus hijos que se convirtió en compañero de juegos por unos minutos hasta que su padre comenzó a cantar.
Entonces ocurrió el milagro de mi vida. Primero fue el sonido de la orquesta. Un sonido que me era conocido pero que esta vez me estremeció; junto con ese sonido me llegó aquella voz que cortaba mientras acariciaba. Quedé embelesado. Impávido.
Mi abuelo moriría meses después de aquella tarde y descubrí que también había cantado y escrito sones y no se porque extraña razón me convertí en el heredero de sus discos y sus claves.
Por esos años; mientras perseguía el sueño de mi primer amor; que es lo mismo que decir me convertía en un rebelde sin causa por obra y gracias de la adolescencia; mi adicción a esa música llamada el son era total. En ello influyó notablemente mi amistad con los hijos de Reinaldo Hierrezuelo, el del Dúo los Compadres, y las largas horas de escucha de una música llamada salsa en discos y casetes.
De modo consciente me presenté nuevamente ante Félix Chapottín y Miguelito Cuní una tarde en el restaurante Los Andes y tras decirles quien había sido mi abuelo me dedicaron unos minutos. Entonces les recordé aquella tarde en la Sociedad de Torcedores.
Uno de aquellos casetes que tome de casa de Hierrezuelo me acercaron a un señor que vivía a un par de cuadras de mi casa, que también era amigo de mi abuelo y que siempre andaba de forma altiva, aunque no petulante; llamado Laito Sureda que me obsequio una selección de temas de una orquesta llamada Sonora Matancera en la que había cantado por años.
Sin embargo; el gran paso fue conocer al viejo Raimundo Peña en una esquina de la emisora Radio Progreso. El hombre, además de su pasión por los tabacos marca Cazadores –los mismos que fumaba mi abuelo después de las comidas--, era el mejor vendedor de discos viejos de la Habana y posiblemente de Cuba. Se podía pedir por esa boca y días después estaba allí el disco solicitado.
En su cuchitril, además de discos, era común encontrar a músicos y cantantes que se detenían a conversar con él y aquella estancia se convertía en unas largas tertulias que casi siempre terminaban en el Bar san Juan en una esquina de la emisora y frente a su estanco. Allí tuve la suerte y el placer de conocer a Tito Gómez, de estrechar la mano de Espí y que me autografiara uno de los discos del Conjunto Casino. También cruce saludos con Antonio Arcaño entre otros tantos nombres.
Peña se ufanaba no solo de su amistad con los músicos, también contaba que había trabajado en Radio Progreso y que se había retirado con la Ley 270. Vender discos era su refugio para alejar a la muerte, decía a todos. Pero lo cierto es que era toda una enciclopedia. Y entre los tantos habituales de aquel lugar estaba Helio Orovio que en ese entonces había publicado su Diccionario de la Música cubana y que también compraba y encargaba discos.
Aquel Miguel, a cuyo velorio fui y en el que fui presentado en sociedad; no era otro que Miguel Matamoros. El del trío. El mismo que había escrito sones, rumbas, boleros y guarachas que todos cantaban. El mismo del Son de la loma, ese que tenía un verso surrealista que siempre he conservado en mi memoria.
Ese Miguel del que hable muchas veces con algunos músicos que después la vida me permitió conocer y admirar. El mismo que siempre debemos reverenciar, lo mismo que a Arsenio Rodríguez y a Ignacio Piñeiro, cuando pensamos en música cubana. Cuando soñamos en son.
Hay otros soneros que también conocí, pero esas vivencias las dejo para otro día.
Por ellos, y por mi abuelo el Rey de la Melodía, este tarde de domingo escucho sones y bebo a su memoria.
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