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Esta noche, función…


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Subamos a la calesa y partamos rumbo a la Puerta de Tierra… También puede ir a pie, si es que se atreve a arrastrar sus largas faldas por la calle de la Muralla, en una Habana más chiquita que un pañuelo. Claro está, si usted es de pantalones, pues vaya como quiera.

El caso es llegar: los elefantes acróbatas y el gran caballo Champion nos esperan en el Circo Chiarini. Estaríamos, aproximadamente, en 1861. Hoy por hoy, por allá anda, según creo, una estación policial. ¿Sería lo primero? Para indagar me voy de teatros.

La necesidad de distracciones la arrastra el género humano desde sus orígenes: recordar la manzana y esas cosas. Aunque en realidad no hablo de ese tipo de distracciones, sino de otras menos comprometedoras.

Explica el insuperable Rine Leal, que los areitos aborígenes bien pueden considerarse nuestras primeras representaciones teatrales, por la mímica, las pinturas a modo de maquillaje; en fin, teatro taino. Pero, no iremos tan atrás; es más, nos saltaremos el Corpus Christi del siglo XVI, que era una de las escasas distracciones de los primeros pobladores.

Se considera —yo no estaba por allí— que el 24 de junio de 1598 se celebró el primer espectáculo teatral de La Habana. Fue en una barraca, en las inmediaciones del Castillo de la Real Fuerza, donde un grupo de jóvenes de la Villa representaron la comedia Los buenos en el cielo y los malos en el suelo. Por entonces no había murallas.

Lo especifico porque sería a orillas de las murallas que se concentrarían las actividades de esparcimiento y recreación en La Habana. Por ejemplo, el primer simulacro de teatro —otra barraca, diría yo— en la ciudad, fue una construcción de techo de guano, con platea y gradas, que se encontraba dentro del perímetro, inmediato a la Puerta de Tierra, sitio muy concurrido por ser la entrada principal a la ciudad. Esto fue entre 1747 y 1760, donde después, andando la vida, se levantaría el Convento de las Ursulinas.

Ahora bien, un teatro de verdad, o algo que se le asemejara, no llegó hasta 1773, al costo de treinta y cinco mil pesos fuertes, de mampostería y tablas. Era muy modesto, ya el costo lo dice, pero fue nombrado Coliseo. No culpemos de presuntuosos a los primeros residentes capitalinos: no tenían nada más, era su primera vez y todo sabemos cómo es eso.

También se conoció como Teatro Principal, y fue construido adosado a las murallas, fuera del recinto, junto a la bahía, al final de la calle Oficios, frente a un extremo de la Alameda de Paula. Contaba con una platea de doscientos asientos y, como todo teatro de respeto, tenía palcos privados, abiertos por el frente donde cerraban con una verja dorada semejando una enredadera florida. Y, además, tenía la cazuela, conocida desde entonces por gallinero. Se dice que ese espacio era destinado a las mujeres y que de ahí, el nombre: pura discriminación de género, ni que los hombres fueran mudos. Lo dejo ahí.

También se cuenta que era el más lujoso de toda la monarquía, lo que me parece que es mucho decir; pero, en fin, yo no estuve allí. Tenía alumbrado de aceite para el escenario y una gran araña o lucerna —la primera gran araña— con centenares de bujías de esperma, imagino que querría decir velas, no sé. La iluminación del vestíbulo la garantizaban velas —si es que eran velas las tales bujías— colocadas en cornucopias decorativas de acero pulimentado. Esto era muy apropiado porque hacia allí se dirigían los caballeros, en los entreactos, en busca del bar que en aquel lugar habían instalado, y para fumarse su tabaquito.

Algunos visitantes lo identificaban como la Ópera de La Habana, que conoció a Fanny Esler, la Niña que Vuela, nombre que me traslada hasta Matanzas; pero, ya iré.

La Ópera de La Habana en 1842, la decadencia: Tomasso Salvatori, el mejor de los cantantes, se había ido; los Ravel, en el Tacón. Nuestro Coliseo era descrito, entonces, como un edificio grande e informe, más parecido a un horno inmenso que a cualquier otro objeto conocido… Tremenda pena.

Ya hacía unos cincuenta años —desde los veinte de construido— que se trataba sobre su reedificación; pero, el trámite dio más vueltas que una jícara de micción en tiempos de baile para que la aprobara el Rey. Tanto se demoró el trámite que la reedificación tuvo que ser una construcción, otra construcción, lo que me recuerda estos tiempos que corren.

En 1846 el teatro se había ampliado y hermoseado, y se esperaba una compañía italiana para actuar en él; pero, lo que llegó fue el huracán de octubre que acabó con él. Pero, parece que voy corriendo —ya estoy a mediados del XIX— y de esa forma no me gusta ir al teatro, así que vuelvo atrás.

Calle Enramada, de mi Santiago… Así dice una canción. Es que la calle de Las Enramadas siempre ha estado adelante, como se dice… Allá, a finales del siglo XVIII se levantó el primer teatro del lugar. Se dice que era de mampostería, estrecho y de mal gusto. En cuestiones de gusto, mejor no menearlo. Pasó por modificaciones y ampliaciones, y se cuenta de columnas de caoba macizas con capiteles dorados; cuarenta palcos, cada uno con 8 asientos, trescientas cincuenta butacas de rejilla, y puertas, muchas puertas.

Ya en 1860 era considerado el tercero de la Isla después del Tacón en La Habana y el Sauto en Matanzas. Matanzas, allá voy, aunque ahora solo podemos hablar de funciones hogareñas, y después solo teatrillos, por así decirlo. Pero, llegaría 1830, y yo con él.

Teatro Principal, calle Manzano, entre Jovellar y Ayuntamiento. Sólo treinta y ocho metros de ancho y cincuenta de fondo; eran doscientas cuarenta lunetas y cuarenta palcos: máximo, mil espectadores. De mampostería; al frente, un airoso frontón, que aún puede verse; como también puede verse un letrero que alguien colocó para que no se olvide que ese fue el primer teatro verdadero de la Atenas de Cuba. ¡Que mal trazados andan los mapas mentales de quienes deben recordar!

La prensa, en su momento, elogiaba el buen gusto de los dueños y el director, y solicitaba que los palcos se vistieran de verjas al modo y la plantilla del Diorama de la capital.

Por otra parte —aquello de los gustos que no han de menearse— Salas Quiroga, en 1839, lo consideraba detestable. Pezuela, opinaba que era común, defectuoso y sin condiciones acústicas. Quien quiera que fuese el que se llevara las palmas: el Principal está desamparado, casi que desahuciado. Y aquí, suspiro por Camagüey, ya diré por qué.

En ese Principal abandonado, en 1841, Fanny Esler, la maravillosa bailarina austriaca. En la sección conocida como tablillas, la aplaudieron, emocionados por su gracia, hijos de esclavos, libertos, libres, emancipados.

Nunca supo la bailarina que, mientras escuchaba a José Jacinto Milanés declamar: Que nunca oprime el suelo y nunca pisa: / que sólo vuela y que volando encanta, se convertiría en una de las más bellas leyendas del barrio de Simpson: La Niña que vuela. Nunca supo que aquellos, que por su color de piel debían quedar ocultos, por tablillas, de los “sin color”, la habían salvado de una tentativa de secuestro. ¿Solo un mito, una fábula? ¿Sería verdad que la magia de un bastón sagrado detuvo aquella pareja de caballos que aguardaba en la calle Ayuntamiento? Leyenda de Simpson: vox populi, vox Dei.

Ojalá que la vox populi sea valedera para salvar el Principal, ojalá se convierta en vox Dei, o la vox que sea necesaria, megáfono incluido.

Me voy a La Habana para dejar el asunto. Era 1830 y en lo que hoy identificamos como Prado y San José, dando frente al Jardín Botánico —léase Capitolio Nacional—, se construyó un moderno diorama.  Un diorama viene siendo como una maqueta, con imágenes enormes, que se podían mover, y que se combinaban con un juego de luces y sonidos, para poner al espectador en situación. Fue algo muy popular en su momento. El nuestro, creado por Juan Bautista Vermay, era una instalación de madera, con techo como pirámide, y una entrada que, más que un pórtico, era una especie de marquesina. Duró unos catorce años hasta que el deterioro condujo a la demolición y ésta, a otra construcción; pero, allá llegaré, al menos eso espero.

Le llegó el turno a Camagüey y lo que se conocería como Borrón de la calle San Ramón. Su nombre fue El Fénix, se construyó en 1831, duró unos 19 años y dio unas 500 funciones. Contaba Bachiller y Morales que a los siete años de levantado exhibía una enorme tronera en su techumbre, por donde se colaba una incivil mata de limón… Este Fénix no le hizo honor a su nombre: no renació. Pero, los principeños borrarían el Borrón, ya veremos.

Tres cosas tiene La Habana / que causan admiración: / son el Morro, la Cabaña / y la araña del Tacón. Sí, señor: llegó el Gran Teatro de Tacón en 1838 de la mano del catalán Don Pancho Marty, emprendedor comerciante y destacado negrero, promotor del tráfico de yucatecos de conjunto con Don Juan Tenorio. Es decir, con don José Zorrilla. ¡Ah! Y con la anuencia y apoyo de Don Miguel Tacón, Capitán General.

Construido en un terreno inmediato al demolido Diorama, solo era comparable con el teatro Real de Madrid, contaba con ochenta ventanas y puertas por todos lados: tres por el frente, seis por San Rafael, tres por Consulado y dos por San José; tres órdenes de palcos, y dos graderías: tertulia y cazuela. Contaba además con dos palcos especiales para el Capitán General y para la Presidencia. Se cuenta que estos palcos eran superiores, en elegancia, que él de los mismísimos reyes.

Fueron famosas sus reformas; los frisos, con Cervantes, Shakespeare, Moliere; los telones de boca, uno de ellos de Armando Menocal. Y, sobre todo, la araña. Aquella luminaria monumental que se convirtiera en un mito, y que impidiera la visibilidad de más de quinientos espectadores en tertulia y cazuela; y que se mantuvo en su puesto mucho más que la monarquía. El primer mes del año 1900 vería caer uno de los símbolos del teatro cubano; el penúltimo vería nacer otro. Pero, allá llegaré, si usted resiste.

Antes de la inauguración oficial hubo una previa, como suele decirse: bailes de carnaval, en los que los más endiablados danzones agitaban el rebaño caliente de los dos sexos que habían sacudido, como estorbo, toda noción de pudor, según cuenta don Álvaro de la Iglesia, que le contaron a él.

Para la inauguración oficial se llevó a escena la comedia Don Juan de Austria o la vocación. Eso fue el 15 de abril de 1838, coincidiendo con la orden que se llevaba al Capitán General a dar taconazos a otra parte. Esas ironías del destino.

Dos años después, en Trinidad, se inauguró el Teatro Brunet, construido por el alarife trinitario Juan Cadalso, que lo mismo construía una capilla que un teatro. Allí se presentaron las mejores compañías dramáticas, de comedia, ópera, zarzuela y de variedades de su tiempo, capaces de satisfacer todos los gustos y aspiraciones culturales.

Entonces, pasó la vida, pasó el auge azucarero: adiós al Valle de los Ingenios, adiós a las riquezas. En 1901, abandonado, se derrumbó. Teatro Brunet: un nostálgico recuerdo y una promesa de sueño.

En el mismo año, en Cienfuegos, sería el teatro Isabel II, y cinco años después le tocó el turno a Pinar del Río. Ambos de tablas y tejas, pocos recursos y menos historia.

Y hablando de historia, en 1847 quedaría inaugurado un teatro con mucha para contar. El 12 de febrero se inauguró con el nombre de Circo Habanero, entre las murallas y el Prado, en la calle Refugio —que ya se conocía por ese nombre— donde —avanzando los años y la penetración de capitales foráneos— La Habana Tobacco levantaría el conocido Palacio de Hierro, que aún está allí.

Construido de madera y zinc, iluminado con gas, tenía forma circular con un portal de tejas que daba a la calle Colón, que era su frente principal. El techo semejaba un embudo invertido, pintado de rayas rojas y blancas. Tenía dos órdenes de palcos y se dice que su capacidad era para cuatro mil espectadores. 

En 1853 fue remozado: se cubrió la cúpula de zinc, se retocó todo el interior, se colocaron nuevas sillas de rejilla y fue sustituido el sistema de alumbrado. Esa fue la ocasión para cambiarle el nombre por el de Circo Teatro Villanueva. Pocos salieron ilesos / del sable del español, dicen los Versos Sencillos: los Sucesos de Villanueva que fijarían fecha al Día del Teatro Cubano. Sucedió en 1869, dieciséis años tenía el Maestro.

La Virgen de la Candelaria, patrona de Puerto Príncipe, fue homenajeada en su día, de 1850, por todo lo alto: la compañía de ópera de José Miró interpretó la obra Norma de Bellini en la inauguración del Teatro Principal de Camagüey, con un lleno total de más de mil quinientos espectadores.

Todo un teatro, con cuatro pisos, platea, palcos, tertulia y cazuela. Su fachada era de arquería con columnas de base ática donde descansaban estatuas de Lope de Vega, Cervantes, Calderón y Moratín. Se borraba el Borrón, y para siempre.

Afectado por un incendio, reparado, modificado, y al final restaurado, volviendo a lucir toda su grandeza: allí, en la legendaria ciudad de las nueve iglesias, resalta la noble figura del Principal. Los camagüeyanos sí que no creen en mapas mentales defectuosos. ¡Ay, del Principal de la Atenas cubana! Sigo viaje.

Cienfuegos volvió al intento de subirse al carro de Tespis: en 1860 se inauguró el Avellaneda, modesto, bonito, de madera, y que se lo llevó el ciclón de 1876.

Si las piedras lloraran… Si las piedras lloraran no imagino que se harían en Matanzas con las inundaciones permanentes de la Plaza de la Vigía. Allí, en ese espacio de la Ciudad de los Puentes, en la Atenas de Cuba, en mi ciudad, el día 6 de abril de 1863 se inauguró el Teatro Esteban, salido del genio de Daniel Dall'Aglio. Después, tomaría el nombre que le correspondió siempre: Sauto.

¿Qué decir? Bueno, las palabras de Pezuela: digno de cualquier capital europea es entre todos los de su clase en todos los dominios españoles, el segundo en buen gusto, el tercero en riqueza arquitectónica y el cuarto en extensión y riqueza de obra… Y la luminaria que no envidiaba la del Tacón, con sus setenta y ocho luces, a la que se sumaban unas trescientas bombas de gas, distribuida con la mayor simetría.

Se habla de su excelente acústica, la mejor de todos los teatros. Y recuerdo una historia, que alguien me contó: en uno de los mil intentos de restauración, un funcionario, cuyo nombre me felicito de no conocer, expresó, refiriéndose a ciertas columnas de madera, especialmente seleccionada por su resonancia, que mostraban un serio deterioro: olvídense de la madera y háganlas de cemento para que duren más… Menos mal que su voz no fue vox Dei.

También fue causa de admiración su extenso escenario, con todos los huecos subterráneos para las representaciones de magia y tramoya mecánica… Y recuerdo otra historia, que otro alguien me contó: entre toda esa tramoya existía un mecanismo que permitía el desplazamiento del escenario y que, en otro de los mil intentos de restauración, un profesional prestigioso decidió eliminar. Sin ser vox populi, fue vox Dei.

¿Hoy? Ya lo dije: si las piedras lloraran. Aquí lo dejo: Todo te debo, Matanzas: la biblioteca, el Estero, tener alma y no dinero… y te debo hablar del Sauto, o dejar que sea el teatro quien cuente. Y lo voy a hacer porque, además, te debo las esperanzas.

Mejor leer el periódico. El Espectador, 16 octubre 1876. “Teatro Albisu. Hoy lunes. Empresa Prats y Compañía. Compañía española lirico-dramática y coreográfica.”

El Albisu, construido totalmente de sillería, estaba San Rafael entre Monserrate y Zulueta, exactamente al lado del Centro Asturiano, hoy Sala de Arte Universal. Se inauguró la noche del 17 de diciembre de 1870 y su telón de boca fue pintado en Barcelona; gran cortina punzó con una guarnición que terminaba con flores y borlas de oro. Estaba decorado con los atributos de las Bellas Artes. El Albisu estuvo dedicado al teatro lírico de la zarzuela española y, guiándonos por los telones, parece que la cosa no andaba bien con el numerario porque, siete años después, sustituyó las alegorías artísticas por anuncios comerciales.

Y justamente en ese momento se inaugura el teatro de la jettatura. Para más detalle: el día del santo del rey Alfonso XII, 22 de enero de 1877. Actuó el tenor asturiano Lorenzo Abruñedo, interpretando, entre otras, “Spirto gentil”.

Claro que también tuvo una previa, como el Tacón. El día antes se ofreció un beneficio a la Casa de Maternidad. Es que dicen que así era el catalán Joaquín Payret: hombre bueno, lleno de nobleza, amigo de sus amigos.

El nuevo teatro, con una fachada de orden toscano y un jardín, elevado un metro sobre el nivel de la calle San José, limitado por una hermosa verja de hierro, tenía una capacidad para dos mil trescientos espectadores, distribuidas en palcos, lunetas, plateas, tertulia, paraíso y gente de color. No sé qué tipo de asiento es ese, pero, así se anunciaba.

Se le dotó de una costosa y pesada cubierta de hierro, fundida en Bruselas, que lo protegería del mal tiempo, aunque no de los malos ojos: la jettatura del Payret. Casi terminado, se derrumbó la pared del fondo; durante la primera representación, un principio de incendio; el fallecimiento de un espectador en un entreacto; un duelo. En fin, ya lo sabéis desde los quince años. En 1883 fue rematado por el estado. Arruinado, Don Joaquín murió al calor de la Sociedad de Beneficencia de los Naturales de Cataluña, consagrado a la lectura y resignado a su infortunio.

En la calle Dragones esquina a Zulueta podemos observar un edificio que pertenece a un templo bautista, la primera iglesia bautista de La Habana. ¿Y qué? Pues, ahí fue inaugurado en 1881 el Circo Teatro Jané. Tenía una pista circular rodeada de dos pisos de gradas, con los palcos en la parte alta. El techo sobre la pista se sostenía sobre una estructura de hierro fundido producida en La Habana, donde se dejaba al descubierto el hierro, que servía como elemento de decoración. También las columnas que sostenían los palcos, del mismo material, mostraban artísticos calados. Fue el primer teatro de Cuba que adoptó un circuito cerrado de iluminación eléctrica sistema Edison en 1882.

Apenas sobrevivió una década y fue utilizado desde entonces por la iglesia, y aún conserva la nave en forma circular y parte de la pista, y la escena original, en el templo. No sé cómo se le llama a eso, si es aprovechamiento funcional o si es que lo bueno no pasa; pero, ahí está un circo cobijando una iglesia por más de ciento treinta años, en la misma esquina.

Ahora, cambiando de esquina, voy a Zulueta y Dragones, donde, en 1884, se inauguró un nuevo teatro con capacidad para unas mil setecientas personas. Palcos con verjas de hierro floreado y butacas de nuevo tipo, hechas de maple y hierro colado, y movibles en la base, que recibieron el nombre del teatro: Irijoa.

Su telón de boca figuraba una cortina de seda bordada en oro; tenía espejos en los vestíbulos y dos bustos, dedicados a la literatura y la música. En los jardines, cascadas, surtidores, estanques y flores.

En 1900 comenzaría a llamarse Martí, como hoy lo conocemos, y en 1901 sesionaría en su sala la Convención Constituyente. Acogió el género costumbrista y de este, la anécdota.

En mayo de 1896 se estrena en Irijoa la obra La mulata María de Federico Villoch y música de Raimundo Valenzuela. Se contaba con la asistencia de los representantes del poder colonial, y los autores solicitaban la asistencia de cualquier representante del Poder Divino: en la canción, Valenzuela mezclaba, en el contrapunto, la melodía de la canción con el contracanto de los compases del himno de Bayamo. El respetable reventaba de entusiasmo, buen oído musical. Las autoridades parecían tener oídos cuadrados, o hacían oídos sordos, quien sabe.

Y en 1885, al fin, Villa Clara consigue hacerse de un teatro de verdad: La Caridad. Marta Abreu lo construyó a sus expensas, con una capacidad total para mil ciento veinte espectadores. En los decorados, pinturas de Camilo Zalaya, tallas de Bossi, carpintería fina de Lianca y Ruiz, adornos de Matheoli y escenografía de estilo realista creación de Manuel Arias. En el vestíbulo, los bustos de mármol de Echegaray y Calderón de la Barca, realizados por el escultor cubano Miguel Melero. Y allí está, con el nombre de su fundadora.

También con el nombre de su mecenas, se mantiene en Cienfuegos el Teatro Terry, de 1890. El telón de boca costó la bicoca de nueve mil pesos: peluche rojo con bordados de oro, seda y plata, con las dos T en sendos medallones centrales. Butacas con resorte, construidas en Nueva York; un cuadro de Zalaya con veintitrés figuras; el techo del vestíbulo trabajado con los genios que coronaban a Terry: poesía, música, industria y comercio. Yo he oído hablar de los dos últimos, de los otros. En fin, nada, que el hombre puso el dinero y el empeño.

Otra vez en 1890, digamos septiembre. Decir Alhambra en ese momento no acierta con la vida del teatro. Palcos, grillés, capacidad para mil quinientos espectadores, y es decir nada. Entre cierres y cambios de aire llegaría 1900 y entonces, sí.

El 10 de noviembre de 1900 dio inicio la temporada teatral más extensa del mundo: treinta y cinco años. El Alhambra. Más de dos mil piezas teatrales, entre sainetes y operetas. Arquímedes Pous, Regino López, Blanca Becerra, Enrique Arredondo. Federico Villoch, Gustavo Robreño. Anckermann, Grenet, Simons, Roig, Prats y Lecuona.

El teatro acababa de perder su mítica araña de cientos de luces; pero, ganaba unos timbales de cinco mil setenta y cinco pesos. ¿Los timbales? Esa misma fue la pregunta del momento aquel diez de noviembre. No había y era imposible comenzar sin ellos, porque sin timbales no habría música. Así que se decidió alquilarlos a cuarenta centavos la noche. Y a la noche siguiente, y semanas, y meses, y años. Al final de las cuentas ¡qué timbales los de Alhambra!

Alhambra: el teatro de hombres solos que vio todo el mundo. Donde nació un género muy nuestro, el género alhambresco… Uno de los pocos sitios en que se mueven sabrosos personajes símbolos de la vida criolla, escribió Carpentier en 1931.

A la medianoche del 18 de febrero de 1935, un enorme estrépito sacudió la noche habanera. El vestíbulo del viejo Alhambra se había derrumbado. Al día siguiente, entre los escombros, reluciente como en la primera noche, un bombero encontró los timbales y dijo lo único que cabía decir: ¡Qué timbales los de Alhambra!

Al llegar hasta aquí me doy cuenta que le he pasado por encima a los títeres, que tanto me gustan y que existieron entre los primeros o los segundos, poco más o menos. También quedaron fuera de línea los teatros chinos, algunos de ellos que representaban obras que duraban quince días, al estilo cantonés, según se decía.

Y la esquina de Galiano y Neptuno que nos lleva desde la Colla de Sant Mus, de 1880, hasta el América, de 1941. De la Colla al Molino Rojo, que después fue el Regina donde debutara Rita la Única, y que más adelante sería Radio Cine; y, por último, se convirtió en el América, todo un ejemplar del art deco.

O el Polyteama Habanero, con café y restaurant, allá en lo alto, en la azotea de la Manzana de Gómez, como roof-garden, al estilo del que existía en el primer piso de la Torre Eiffel.

Aunque Tespis de Icaria, en lugar de un carro de caballos, hubiera tenido un Lamborghini, recorrer en una sola noche todos los teatros que en Cuba han sido, es empresa imposible. Eran tiempos en que en cualquier esquina una se podía encontrar el cartel: Esta noche, función…


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