Desde el propio nacimiento de Estados Unidos se había incubado el espíritu de mesianismo que siempre ha caracterizado su política exterior. Cuando en 1778 Francia firmó el Tratado de Amistad y Comercio con la naciente nación norteña, ya Hamilton estaba convencido de que su país podía convertirse en el árbitro entre Europa y América, y eso resultaba esencial para favorecer los intereses expansionistas como primer paso para enfrentar a Europa. Hamilton había expresado: “Dejad a los trece Estados ligados por una firme e indisoluble unión, tomar parte en la creación de un gran sistema americano, superior a todas las fuerzas e influencias trasatlánticas y capaz de dictar los términos de las relaciones que se establezcan entre el viejo y el nuevo mundo”. Estados Unidos creía haberse convertido en un “pueblo elegido” por la providencia, y mostró rápidamente su desenfrenado interés por expandirse: en 1795 España cedió el territorio de Mississippi, a interés del naciente Estado; en 1803 la Unión compró a Francia, por 15 millones de dólares, la Luisiana, un territorio de límites imprecisos, y también se anexó Dakota y otras regiones muy extensas; fue tomada Alabama en 1812 y comprado ese año a Francia el departamento de Missouri; entre 1810 y 1813 la Florida Occidental fue arrebatada a España por la fuerza y con una demanda legal se compró el resto en 1819; con magistral habilidad al introducir una emigración masiva al territorio de Texas y después de una guerra con México, la Unión impidió una república independiente allí, y en 1845 aumentó una estrella más a su bandera al anexarse tan extenso y rico territorio, que comprendía además zonas que hoy pertenecen a otros estados; en 1848 se fundó Oregón, que incluía los actuales estados de Washington y partes de Idaho, Montana y Wyoming, pues los Estados Unidos le impusieron a Inglaterra una línea de demarcación en sus fronteras con el dominio de Canadá, en que salió ampliamente favorecida la Unión; en el propio 1848, California, una de las tierras más ricas de América y del mundo, fue arrebatada a México mediante una sangrienta guerra, y en 1853, parte de los actuales territorios de Arizona y Nuevo México fueron “comprados” a este mismo vecino, al que le arrancaron al final más del 50 % de su territorio; en 1867 se estableció el estado de Nebraska, con la aprobación de leyes federales que favorecían la emigración; también en ese año se compró Alaska al zar por unos 7 millones de dólares ?la “fiebre del oro” llamaba a esos lugares para enriquecer a muchos de los que allí llegaron y en pocos años se obtuvieron valores por el oro muy por encima de esa compra. Entre 1795 y 1867 los autodenominados Estados Unidos de América pasaron de 13 a 36 estados, y del Atlántico habían llegado al Pacífico, establecieron una línea de contención al norte y al sur ?“la Florida es un índice que señala hacia Cuba”, como decía un verso del “Mensaje lírico-civil” de Rubén Martínez Villena. Habían logrado obtener una superficie de más de 9 millones de kilómetros cuadrados y multiplicaron exponencialmente las riquezas del gobierno federal.
Parte de las Antillas y el resto de la América del Sur y del Centro ?que una vez lograda la independencia padecieron las guerras intestinas de sus caudillos? habían estado en la mirilla desde la proclamación de independencia de las Trece Colonias. Jefferson, el gran estratega del expansionismo, fue presidente entre 1801 y 1809, cuando se inició su materialización con la compra de la Luisiana; al abandonar la presidencia, se estaba desarrollando el proceso de independencia de las colonias de España y Portugal en América, y a pesar de que varios líderes hispanoamericanos solicitaron apoyo o colaboración para sus luchas, su causa nunca tuvo recepción, aunque muchos hispanos habían combatido en la guerra de independencia de las Trece Colonias, un tema muy poco divulgado. En 1810 el Congreso de Estados Unidos aprobó una Resolución Conjunta en que manifestaba su neutralidad frente a la lucha independentista hispanoamericana, pues los padres fundadores no querían molestar a las potencias europeas para no darles razones que malograran su futura estrategia hacia una América soberana. En 1823, ante la independencia ya consumada, James Monroe, presidente de Estados Unidos entre 1817 y 1825, quien concluyó la anexión de la Florida y llegó hasta el mar de las Antillas, proclamó mediante su secretario de Estado, John Quincy Adams, lo que se ha conocido como “Doctrina Monroe”, en realidad la estrategia imperialista declarada y dirigida no solo a preservar los territorios anexados, sino a trabajar para adquirir otros como Cuba y Puerto Rico, únicas colonias que no habían podido liberarse de España; de esta manera, quedaba inaugurada la segunda fase imperial; después de la expansión de las fronteras territoriales, pasaron a planear la obtención de una zona más allá de los mares, destinada también por la divinidad a ser parte de la Unión, un protectorado o una esfera de influencia. Esta doctrina enviaba, asimismo, un mensaje a las potencias europeas que hacían esfuerzos por reconquistar excolonias en América, al tiempo que evitaba cualquier alianza que pudiera fortalecer a jóvenes naciones que luchaban para enfrentar a esas fuerzas coloniales.
Después del desenfrenado expansionismo, la Doctrina Monroe refrendó la necesidad de aumentar la influencia o el protectorado. Continuaba la puja por la expansión frente a los imperios europeos que peligrosamente se restauraban ?la Santa Alianza después de las guerras napoleónicas y el ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis intentaban restablecer el imperio español en América?, y se articulaba una estrategia de dominación para desplazar definitivamente a los europeos del hemisferio occidental, a la vez que se sometía al resto de los americanos a los intereses económicos, comerciales y geopolíticos de Estados Unidos. En esa coyuntura, mientras el gobierno de la Unión exploraba la negociación de Alaska con el imperio zarista ruso y con el gobierno de Gran Bretaña los derechos de territorios que luego fueron anexados al norte, trabajaba por impedir la penetración extracontinental, especialmente de España, Francia e Inglaterra, en espacios que estimaba parte de su traspatio; de inmediato, Cuba y Puerto Rico estarían en la mirilla. El presidente Monroe, en su discurso ante el Congreso el 2 de diciembre de 1823, razonaba que Estados Unidos no había participado en guerras entre potencias, pero defendería “sus derechos amenazados” por la injerencia europea en América: cualquier intento por parte de esas potencias para extender sus dominios en tierras americanas, lo consideraría peligroso para su seguridad. Tales declaraciones evidenciaban la preparación ideológica intencionada para seguir expandiéndose de otras maneras, simplificadas en la manipulada y exitosa frase que engañó a muchos: “América para los americanos”.
Sin embargo, no pudo engañar a todos. El político chileno Diego Portales, aun siendo un militarista y autoritario conservador, percibió los riesgos desde las primeras formulaciones de la Doctrina Monroe; en carta a su amigo y socio comercial José M. Cea, en marzo de 1822, dejaba plasmadas sus preocupaciones, e incluso su ideal político frente a ese reto: “Parece algo confirmado que los Estados Unidos reconocen la independencia americana. Aunque no he hablado con nadie sobre este particular, voy a darle mi opinión. El Presidente de la Federación de N. A., Mr. Monroe, ha dicho: ‘se reconoce que la América es para estos’. ¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor. ¿Por qué ese afán de Estados Unidos en acreditar Ministros, delegados y en reconocer la independencia de América, sin molestarse ellos en nada? ¡Vaya un sistema curioso, mi amigo! Yo creo que todo esto obedece a un plan combinado de antemano; y ese sería así: hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda esfera. Esto sucederá, tal vez no hoy; pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por estos dulces que los niños suelen comer con gusto, sin cuidarse de un envenenamiento. A mí las cosas políticas no me interesan, pero como buen ciudadano puedo opinar con toda libertad y aún censurar los actos del Gobierno. La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual”.
El secretario de Estado John Quincy Adams trabajaba en secreto con el embajador de Estados Unidos en Madrid, Hugh Nelson, para consumar la compra y anexión de Cuba. En carta de Quincy Adams al embajador, expresaba: “Es difícil resistir la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra república federal será indispensable para la continuación e integridad de la Unión […]. Hay leyes de gravitación política, como existen las de la gravitación física; y si una manzana separada del árbol por la tempestad, no puede hacer otra cosa que caer al suelo, Cuba, separada a la fuerza de su artificial conexión con España e incapaz de bastarse a sí misma, puede únicamente gravitar hacia la Unión norteamericana, la cual, por la misma ley natural, no puede arrancarla de su seno”. Obsérvese la frase “incapaz de bastarse a sí misma”, una filosofía que, aunque parezca increíble, todavía algunos mantienen. Cuando la liberación de las repúblicas hispanoamericanas mediante la revolución ya era un hecho consumado, la estrategia inmediata sería conquistar “las dolorosas islas de las Antillas”. En carta de Jefferson a Monroe, el 24 de octubre de 1823, se revelaba claramente ese interés: “Confieso cándidamente que siempre he mirado a Cuba como la adición más interesante que pudiera hacerse nunca a nuestro sistema de Estados. El control que, con Punta Florida, esta isla nos daría sobre el Golfo de México, y los países y el istmo limítrofes, además de aquéllos cuyas aguas fluyen a él, colmarían la medida de nuestro bienestar político”. Unos días después, el 7 de noviembre de ese año, en la reunión del gabinete norteamericano, Quincy Adams planteó una variante estratégica que funcionó posteriormente con Texas: “No tenemos intención de apoderarnos de Texas o Cuba. Pero los habitantes de una o ambas pueden hacer uso de sus derechos básicos, y solicitar la unión con nosotros”. No era solo una cuestión de estrategia entre políticos y diplomáticos; se trataba de una ideología forjada en el mesianismo del espíritu fundacional de Estados Unidos, que estaban aprobando periodistas y pedagogos, ideas incorporadas en la lógica de cualquier ciudadano común estadounidense. En 1845 el periodista John Louis O’Sullivan le puso nombre a esta doctrina como “destino manifiesto”, cuando proclamaba “el derecho de nuestro destino manifiesto a poseer todo el continente que nos ha sido conferido por la Providencia, para el desarrollo de un gran experimento de libertad y autogobierno”. La expansión continuaba por derecho divino, y Cuba estaba en la prioridad de esos planes estratégicos de Dios y de los Estados Unidos.
Por otra parte, hubo intentos, todos fracasados, de uniones hispanoamericanas después de la independencia: la guerra entre “caciques”, ahora caudillos de naciones, nunca cesó. Se probaron algunas tentativas basadas en el espíritu unionista bolivariano: el pensador y visionario hondureño Francisco Morazán estableció entre 1827 y 1838 la República Federal de Centroamérica, un estado único integrado por Guatemala, Nicaragua, Honduras y Costa Rica, pero el proyecto se disolvió en 1839 por diferentes guerras civiles entre caudillos; el militar y político boliviano, mariscal Andrés de Santa Cruz, fue el Protector de la Confederación Peruano-Boliviana, vigente entre 1836 y 1839, y disuelta a partir de la invasión chilena. Una convocatoria del canciller mexicano Lucas Alamán en 1831 para la unidad hispanoamericana ante los ataques franceses a México y Río de La Plata; intentos de los ministros plenipotenciarios de Perú, Chile, Bolivia, Ecuador y Nueva Granada en 1848, cuando México perdió la mitad de su territorio en la guerra con los Estados Unidos; un congreso de 1856 celebrado en Santiago de Chile entre Perú, Ecuador y Chile, a los que se sumaron posteriormente los gobiernos de Bolivia, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, México y Paraguay para una alianza política y defensiva; un tratado de Unión y Alianza Defensiva, firmado en Lima en 1864, para formar una confederación que haría frente a las agresiones militares externas; diversos proyectos de construcciones efímeras de unidad centroamericana y caribeñas, promovidas por los puertorriqueños Ramón Emeterio Betances y Eugenio María Hostos, por diversos patriotas cubanos entre quienes se destacó Antonio Maceo y por el dominicano Gregorio Luperón, constituyeron expresiones malogradas que demostraban las tensas preocupaciones ante la fragilidad de las repúblicas latinoamericanas y caribeñas, divididas y débiles frente a las potencias del mundo: la más peligrosa de ellas, Estados Unidos. El pensador chileno Francisco Bilbao fue uno de los primeros en localizar con exactitud este mayor peligro futuro para las jóvenes repúblicas al sur del Río Bravo; a propósito de las últimas anexiones de Estados Unidos, Bilbao, en una conferencia en París en el temprano año 1856, titulada “Iniciativa de América”, denunció de manera descarnada: “Ya vemos caer fragmentos de América en las mandíbulas sajonas del boa magnetizador, que desenvuelve sus anillos tortuosos. Ayer Texas, después el norte de México y el Pacífico, saludan un nuevo amo”.
Continuará...
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