Las nuevas relaciones entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe quedaron definidas claramente durante la Conferencia Internacional Americana, celebrada en Washington entre 1889 y 1890, a la que José Martí prestó especial atención para reportarla en un conjunto de artículos enviados al periódico La Nación de Buenos Aires. En ellos se desplegó la profundidad de su pensamiento político al desenmascarar los inéditos vínculos neocoloniales que se preparaban ideológicamente en el emergente imperialismo: “Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia”. Martí no exageraba, ni era antinorteamericano, como algunos plumíferos han querido dejar entrever; sencillamente estaba definiendo las barricadas neocoloniales: “De una parte hay en América un pueblo que proclama su derecho de propia coronación a regir, por moralidad geográfica, en el continente, y anuncia, por boca de sus estadistas, en la prensa y en el púlpito, en el banquete y en el congreso, mientras pone la mano sobre una isla y trata de comprar otra, que todo el norte de América ha de ser suyo, y se le ha de reconocer derecho imperial del istmo abajo, y de otra están los pueblos de origen y fines diversos, cada día más ocupados y menos recelosos, que no tienen más enemigo real que su propia ambición, y la del vecino que los convida a ahorrarle el trabajo de quitarles mañana por la fuerza lo que le pueden dar de grado ahora”. Estas últimas premoniciones demostraron la enorme visión política del Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba, no ya para la Isla o para ese momento, sino para el continente y a más de un de siglo después; su mirada alcanzó a ver tan lejos que cuando estaba haciendo el resumen de la Conferencia, aseguró: “El congreso internacional será el recuento del honor, en que se vea quiénes defienden con energía y mesura la independencia de la América española, donde está el equilibrio del mundo”. Solo ahora en la “posmodernidad” se ha podido constatar con claridad la importancia de que América Latina y el Caribe constituyeran una imprescindible unidad para ser “el equilibrio del mundo”.
En la Conferencia Monetaria Internacional Americana de 1891, en que los Estados Unidos intentaron imponer a los gobiernos de América Latina patrones financieros de su conveniencia, Martí dejó esclarecida su opinión en un informe presentado como delegado por Uruguay y como encargo de la Comisión nombrada para estudiar las proposiciones de los delegados estadounidenses; posteriormente publicaba sus reflexiones en La Revista Ilustrada de Nueva York: “En la política, lo real es lo que no se ve. La política es el arte de combinar, para el bienestar creciente interior, los factores diversos u opuestos de un país, y de salvar al país de la enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos. […]. Prever es la cualidad esencial, en la constitución y gobierno de los pueblos. Gobernar no es más que prever. […]. Los países que no tienen métodos comunes, aun cuando tuviesen idénticos fines, no pueden unirse para realizar su fin común con los mismos métodos. […]. Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve. Hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad. El pueblo que quiere morir, vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse, vende a más de uno. […]. Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro, es separarlo de los demás pueblos. El pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios”. Pero mal estarán los gobernantes latinoamericanos y caribeños si no ponen atención a estas palabras que pueden ser consideradas la garantía para que “el equilibrio del mundo” no se malogre por una autodestrucción desde adentro; en el primer convite ya Martí alertaba: “Los peligros no se han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar. Lo primero en política, es aclarar y prever”. (Los subrayados son míos).
La falta de aclaración y de prevención ha sido una de las fuentes de la autodestrucción de buena parte de las mejores intenciones políticas latinoamericanas y caribeñas: conversar y convencer con sólidos argumentos, volver a hacerlo y no cansarse, disipar los malos entendidos sin satanizar, ser transparente, iluminar y esclarecer, anticipar los hechos, conocer en detalle los daños por venir, proceder con intencionalidad y acción positiva, constituyen los pilares esenciales de una política exitosa en la gestión interna frente a las apetencias del vecino norteño. Ya sabemos qué quiere y hay que aprender a hacer internamente lo necesario para evitarlo. La lucha por la revolución no solamente resulta útil cuando se gana por las armas y se protege con ímpetu combativo y militar en las nuevas repúblicas, sino cuando se defiende en la política, la economía y el comercio, y se sustenta en leyes basadas en la ética, que preservan un legado más allá de la vida de los caudillos o de cualquier libertador. No fue un “retraso” a la revolución del 95 la renuncia de Martí a participar en el plan de Gómez y Maceo, fue más bien un ejemplo para el futuro que a veces no se aprende bien, a pesar de que después de la muerte de los próceres de la independencia cubana, no se logró la digna república deseada por el Apóstol; un siglo después de su nacimiento comenzó a prefigurarse en la Isla el espíritu civil y legal que le daría fundamento a otra revolución, pero solo en la presente centuria puede constatarse en América Latina y el Caribe la importancia de tener gobernantes que aclaren y prevean con leyes y política, que hagan funcionar la economía y el comercio, para dejar patrimonios más allá del ciclo de sus vidas.
Otro era el curso de los acontecimientos en Estados Unidos, donde el demócrata Stephen Grover Cleveland, presidente en dos mandatos (1885-1889 y 1893-1897) y aparentemente aislacionista en política exterior, se dedicaba a prever, pues estuvo preparando las condiciones de la marina para continuar modernamente, más allá de las costas, la estrategia militar ?Inglaterra había demostrado en el siglo xix que, sin una fuerte marina, era imposible intervenir un territorio. Mientras, persistía en las gestiones para comprar la isla de Cuba en 1896, cuando los mambises exhibían un saldo positivo contra al ejército colonial español y se avizoraba una etapa de estancamiento militar entre las fuerzas contendientes; las declaraciones de Cleveland de que el Ejército Libertador no peleaba eran una vía “mediática” para seguir preparando las condiciones, sin importarle que el sanguinario Valeriano Weyler ordenara la reconcentración de la población civil, y medio millón de cubanos, entre ellos niños, mujeres y ancianos, padecieran de hambre y enfermedades. El presidente de la Unión esperaba el momento oportuno.
Al asumir su mandato en 1897, el republicano William McKinley continuó la gestión de comprar a Cuba para “el completo y definitivo término de las hostilidades entre el gobierno de España y el pueblo cubano”. No importaba que los presidentes fueran demócratas o republicanos, la estrategia estaba decidida: solamente intervendrían si fracasaban los intentos de compra, mientras esperaban el desgaste de las fuerzas beligerantes. Una oportunidad se abrió después del atentado a Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministro de España, que apoyaba la carnicería de Weyler; McKinley creía que este sería el momento, pero España prefirió designar a Ramón Blanco como capitán general para gestionar un anacrónico autonomismo. Sin embargo, las posiciones en Cuba estaban tan polarizadas, que no solo los independentistas no aceptarían la fórmula autonómica, sino que tampoco lo harían quienes una vez la reclamaron. Cuando las autoridades estadounidenses se enteraron, echaron a andar la maquinaria publicitaria para acomodar la opinión pública de su país, tal y como habían hecho ?y harían? muchas veces, solo que esta vez sería para poner en práctica el ensayo de una política de intervención militar e imperialista en América, fuera de sus fronteras continentales: el publicista, político y magnate de los medios William Randolph Hearst, creador de la llamada “prensa amarilla”, y el sensacionalista de origen judío Joseph Pulitzer, compitieron en sus respectivos periódicos para presentar el panorama lo más trágico posible ?una situación que hacía tiempo se venía produciendo y nadie había reportado?, mediante la imagen fotográfica y los testimonios más espantosos sobre la reconcentración. El 15 de febrero de 1898 el acorazado norteamericano Maine, anclado en la bahía de La Habana en visita de “buena voluntad” explotó: dos oficiales y 258 tripulantes murieron; por supuesto, sin averiguar mucho, la noticia en primera plana de todos los periódicos de Estados Unidos al otro día era: “Los españoles han volado el Maine”.
El 19 de abril la Cámara de Representantes y el Senado aprobaban la intervención de Estados Unidos en la guerra entre cubanos y españoles, y el presidente sancionó una Resolución Conjunta que declaraba que “el pueblo de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente”; en el documento se silenciaba que en la Isla existía una República en Armas y un Ejército Libertador nunca derrotado por la potencia española, y que esos momentos se preparaba la batalla final. España, decidida a gastar hasta la última peseta para retener la Isla, envió la escuadra del almirante Pascual Cervera, quien entró en la bahía de Santiago de Cuba. Estados Unidos también mandó sus navíos después de la virtual declaración de guerra: una escuadra de 21 modernos buques de la marina norteamericana arribó el 20 de junio a las costas de Santiago con más de 16 mil hombres, al mando del general William R. Shafter, quien se acompañaba con 89 corresponsales de guerra. Las tropas del Ejército Libertador, comandadas por el general Calixto García, tenían rodeada la ciudad por tierra y esperaban una orden para tomarla. El almirante Cervera, convencido de que perdería sin salvación posible, salió quijotescamente a combatir con sus barquitos. Fue una carnicería en el mar, y cuando las tropas de Estados Unidos entraron en Santiago, impidieron ingresar a las huestes del general García, una humillación que fue denunciada por el propio militar cubano. El gobierno norteamericano pudo así divulgar un estrepitoso éxito militar, que los españoles calificaron de “desastre”. Así se impidió la independencia de Cuba, al considerarse a la Isla un territorio intervenido militarmente por el país norteño, cuyos representantes negociaron en el Tratado de París sin la presencia de los patriotas insurrectos. Allí exigieron la entrega de Puerto Rico, Guam y el archipiélago de las Filipinas. Los medios divulgaron el atronador triunfo. La entrada del imperialismo en América fue arrasadora y oportuna; el mensaje a las potencias europeas resultó definitivo.
Teodoro Roosevelt, convertido en “héroe” de la toma de la loma de San Juan en la Guerra Hispano-Cubano-Americana, asumió la presidencia de Estados Unidos entre 1901 y 1909; el 2 de septiembre de 1902 proclamó en un discurso la que sería su fórmula para la política exterior: “Hay que hablar suavemente a la vez que se sostiene un gran garrote”. Esa política del Big Stick era la que necesitaba el naciente imperialismo, y Roosevelt actuó en consecuencia: en 1902 amenazó con la invasión a Cipriano Castro, presidente de Venezuela, por expropiar a la Orinoco Steamship Company, y conspiró con su vicepresidente Juan Vicente Gómez para el golpe de Estado de 1908, que apuntaló con la presencia de las cañoneras; desde 1903 apoyó a Panamá, entonces provincia de Colombia, en sus aspiraciones separatistas ?después de que el congreso colombiano rechazara el Tratado Hay-Herrán, mediante el cual se concedía al gobierno norteamericano una zona para la construcción de un canal interoceánico?, y situó a la llamada Gran Flota Blanca en aguas cercanas a la costa; al proclamarse la separación de Panamá de Colombia, Estados Unidos de inmediato reconocieron al gobierno panameño y firmaron el tratado Hay-Bunau Varilla, por el cual adquirieron jurisdicción a perpetuidad en la zona canalera, previo pago de 10 millones de dólares y un alquiler anual de 250 mil USD. Durante el primer período presidencial de Roosevelt se consolidó la neocolonización de la recién nacida república de Cuba, ya dependiente de las compañías norteamericanas, con el establecimiento de la base naval de Guantánamo desde 1903 a perpetuidad, la firma de un Tratado de “Reciprocidad Comercial” y la incorporación de un apéndice a la constitución cubana, la Enmienda Platt, garantía para intervenir y proteger intereses en la Isla cada vez que el gobierno estadounidense entendiera.
El 6 de diciembre de 1904, en un mensaje al Congreso, el presidente enunció el llamado “Colorario Roosevelt”, actualización complementaria de la Doctrina Monroe, que proclamaba un “poder fiscal y policial” sobre el mundo, pues con la gobernación de Filipinas y Guam ya Estados Unidos había entrado en la conquista de Oceanía; anunciaba el derecho a la intervención mediadora o diplomática, y militar si hiciera falta, cuando cualquier asunto de importancia afectara los que ellos consideraran “sus” intereses, no solo en América, sino en cualquier sitio del planeta, lo mismo en un conflicto entre Francia y Alemania por Marruecos o entre Rusia y Japón. Roosevelt modernizó aún más las fuerzas militares, de manera preferencial la marina de guerra, y acosó al Congreso para aprobar presupuestos millonarios con ese fin. En 1905, después de firmar un protocolo con el presidente Carlos F. Morales Languasco, intervino las finanzas dominicanas y sustituyó el papel del gobierno. En 1906, ante una abyecta solicitud de intervención militar del presidente cubano Tomás Estrada Palma, incapaz de entendérselas con los grupos opositores, el presidente Roosevelt envió a La Habana los navíos Louisiana, Cleveland, Virginia, Tacoma, New Jersey, Minneapolis, Newark, y Des Moines; en este último arribó el secretario de Guerra, William Howard Taft, interventor emergente hasta la llegada de Charles Edward Magoon, administrador corrupto ya envuelto en escándalos cuando fue gobernador en la Zona del Canal de Panamá. En 1907 Estados Unidos envió a su armada a una gira por todo el mundo que duró hasta el siguiente año, con recibimientos y fanfarrias en numerosos puertos, convertida en una gran exhibición de potencia militar sin precedentes. Roosevelt recibió el Premio Nobel de la Paz en 1906: fue el primer presidente norteamericano en obtenerlo.
Continuará...
Deje un comentario