El pasado viernes 22 de noviembre murió Abelardo Estorino y, como escribí a escasos minutos de recibir tan infausta noticia, el teatro cubano perdió al escritor y al artista que, con una obra modelo de consecuencia ética, humana y profesional y de inconformidad permanente, siempre aspirando a la perfección, nos legó historias humanas y entrañables, con personajes inmersos en disyuntivas morales como las que nos tropezamos día a día, y afanados en encontrar, a toda cosa, tras sus acciones voluntarias y sus conductas, la verdad como asidero más legítimo del ser.
Veintinueve obras teatrales, que abarcan diversos géneros –el drama, la comedia, la tragedia, la farsa y el musical, sin olvidar los títeres y varias adaptaciones a partir de la narrativa, en amplísimo espectro- más un quinteto de guiones para la escena, hacen de Abelardo Estorino un nombre ineludible en el teatro cubano contemporáneo. Su creación dramatúrgica alcanzó plena realización en el escenario, con muestras de una poética reveladora de un ideario acerca de la condición humana y su lugar en el mundo. Discípulo fervoroso de Piñera, tomó un camino propio con pasos seguros y marcó a varias generaciones de autores, directores y actores, hasta influir y servir de referente a muchos de los mejores creadores de estos tiempos.
Así, su dramaturgia, desde Hay un muerto en la calle, la pieza de acento existencialista que creara en 1954, hasta Ecos y murmullos en Comala, aguda reescritura que hiciera para la escena de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, apenas un año atrás, floreció para revelar su ejemplar consecuencia conceptual. La enorme actualidad de La casa vieja, cinco décadas después de escrita, y la hondura en el calado de contradicciones que vertebran lo individual y lo social, lo local y lo universal, libre de ataduras formales, que erigen a Morir del cuento como un eje central de su obra toda, bastarían para consagrarle. Desde el punto de vista temático, la solidez de las ideas de Estorino se expresa al profundizar y multiplicar, por medio de diversos procedimientos expresivos, sus preocupaciones cardinales en torno a la verdad y a las causas más profundas que guían actos y decisiones humanas, con evidente acento en su cualidad ética. Desde el punto de vista estructural, su espíritu inquieto, aún con bastante más de ocho décadas de vida, supo sostener un permanente espíritu de investigación en los mecanismos de la teatralidad, para explorar la convencionalidad de la escena y formas compositivas relacionadas con la narrativa y el montaje. Lo que hizo que la suya fuera una escritura en constante revisión y replanteo para crecer, a tono con los tiempos.
Ha muerto Abelardo Estorino y la cultura y la nación cubanas pierden a un hombre honesto y noble, a un ciudadano memorioso, a un creador dedicado y fecundo, convencido de la utilidad de su misión, empeñado en defender sus ideas hasta las últimas consecuencias, con las armas que sabía manejar con excelencia: la palabra, las leyes de la escena, que también supo violar y transgredir, desde la necesidad inalienable de pensar su presente y su historia.
Porqaue desde su condición de intelectual que piensa su realidad, fue capaz de desafiar una y otra vez la mirada homogeneizadora y prejuiciada hacia el otro, en circunstancias complejas, para abrir espacio al debate necesario, para dar voz y tomar en cuenta a la opinión disonante. Fue capaz de enfrentar al pensamiento inmovilista que responde a cánones de la vieja moral, el formalismo y el dogma, para defender que las ideas nuevas tienen que dialogar con la práctica y hacer el camino mientras se aprende a andarlo, enfrentando injusticias y errores desde la razón y la verdad.
Cubano rotundo, de raíz y corazón, de Unión de Reyes y de Cuba toda, hurgó en las verdaderas señales de la identidad, en los rasgos imperecederos, en la lengua viva y cambiante, sin estridencias ni levedades efímeras. Provinciano que fue capaz de superar el provincianismo –como me respondió una vez, cuando parafraseando una vieja entrevista, le pregunté cuál era su mayor virtud-, pensó las esencias del ser cubano y las puso en la voz y en el alma de sus personajes.
Ha muerto Estorino, y quienes lo conocimos y tuvimos su amistad y su confianza como un premio que nos dio la vida, hemos perdido a un ser querido e insustituible, cariñoso y jovial, agudo y ameno conversador, y a un espíritu juvenil y juguetón que luchaba contra el inevitable paso del tiempo.
Cuesta aceptar que no le encontraremos en las salas teatrales, conociendo y apreciando la obra de otros, con su curiosidad y su disposición de siempre, rasgos que lamentablemente no abundan entre la gente de teatro, con independencia de edades y niveles de desarrollo, y esta es una lección que nos deja, digna de imitarse desde su humildad y su compromiso.
Ha muerto Estorino, y es necesario repetirlo para tomar clara conciencia del vacío que nos deja su ausencia física. Ya no podremos escucharle defender sus ideas, comentar entusiasmado sobre la trama de su próxima obra, o sorprendernos con el empeño de rescribir y hacer crecer una pieza ya andada de su dramaturgia, en ese afán permanente por superarse y por alcanzar la perfección.
Pero el artista vive eternamente en su obra, en las tramas y peripecias de sus pasajes literarios, en las atmósferas y energías de sus situaciones dramáticas; y en el caso de él, en la agudeza con que nos enfrenta a las disyuntivas éticas que ponen en juego posiciones antagónicas o simplemente diferentes; en la belleza del lenguaje con que se expresan sus personajes, en las palabras de esos seres que no fotografió como una simple copia de la realidad y de la vida, sino que supo recrear para recrearnos a nosotros, sus espectadores y sobre todo para recrearse él mismo.
Algunas de sus frases raigales, puestas en boca de sus personajes, como “Creo en lo que está vivo y cambia”, “necesito encontrar las motivaciones más profundas”, “La Revolución es cada hombre o mujer, (…), es la vida que cambia. Es virar el mundo al revés”, resumen una postura emancipadora y abierta, una dialéctica aprehendida que crece hoy a partir de su extraordinaria vigencia y fuerza.
La obra creadora de Abelardo Estorino, al consagrase al teatro, fue una vocación de vida, que disfrutó a plenitud y que le hizo merecedor de numerosos reconocimientos y de la admiración del público. Y al construirla desde la honestidad y la persistencia, fue más aun, una vocación de amor y de servicio por la humanidad.
Los hombres y mujeres de carne y hueso que Estorino creó para la ficción de la escena: Esteban, Tavito, Ismael, Milanés, Nina, Cecilia, y tantos otros seres que fueron hijos de su pluma y de su talento, lo mantendrán junto a nosotros, siempre.
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