En este asunto nadie sabe quién dio el primer grito, la voz de alarma, ni quien fue el autor de la idea. Aquí la presunción del derecho de autor no existe. Eso sí: la vergüenza que pudiera generar en muchos fue tan relativa como la teoría de Einstein, o tan sutil como la mecánica de los fluidos. La vergüenza era directamente proporcional a la realidad del escaparate de cada cual.
Nuestra generación; –nadie olvide que son los años setenta--, o en mi tiempo como se suele decir cuando se descubre que ya las canas son irremediablemente parte de la existencia y se vive en un estado de constante comparación; tuvo entre sus grandes dolencias el asunto del vestir. Eso que algunos llamaron “la amenazante soledad de los percheros”, lo que no fue causa probable para justificar el que algunos se vistieran mal.
La ropa de laster, el jersey, el encaje y la telita de guinga fueron, sin temor a equivocarme, los denominadores textiles de muchos de nosotros.
Quien no se recuerda acompañando, o custodiando según se mire, a su madre, a una tía o a su abuela a una interminable cola en Flogar, o Finde Siglo, o en J´Valle para comprar “un corte de laster” para hacernos una camisita o un pantalón. Una cola en la que se reunían decenas de mujeres de cualquier lugar de la ciudad, de cualquier ocupación o estatus familiar y durante horas se miraban a los ojos y se confesaban sus penas de amores, o simplemente fundaban una amistad que se alimentaba cada vez que coincidían en una cola en cualquiera de esas tiendas o en otra del circuito de la calle Galiano o San Rafael.
Muchas de aquellas amistades furtivas abrieron las puertas a futuras uniones familiares, pues siempre había un hermano o una prima soltera que era presentado y la chispa del amor se encendía.
Un pantalón de laster o caqui, un pulóver de jersey y una camisa de encajes o de guinga eran parte fundamental de muchos de nuestros escaparates, y no debemos olvidar el pantalón de corduroy para el invierno; y que sería complementado años después con la ropa en tejido de lienzo, pero eso se hará realidad en la segunda mitad de la década los ochenta.
No me equivoco si afirmo que, de todos esos tejidos o telas que nos vistieron la más popular y la más odiada era la guinga, que no era más que un diseño de cuadrados pequeños, de no más de dos centímetros; y se hacía en diversas combinaciones de colores: rojo y blanco, verde y blanco, azul y blanco y negro y blanco. De guinga –impresos sobre material plástico que hoy conocemos como polietileno-- eran los manteles de las mesas en las casas o restaurantes y se podía encontrar en las las cortinas de los baños; utensilios a los que el acto de limpiarlos le restaba color y muchas veces en algunas de sus esquinas o en su mismo centro tenían un gran manchón blanco.
De guinga también era parte del atuendo que identificaba a muchas santeras en aquellos años, sobre todo por sus amplias sayas a las que añadían un delantal del mismo tejido, pero con un fondo distinto. Recuerdo que era común que fuera la combinación de rojo y blanco la predominante.
Pero la hora de la verdad llegaba en el momento de combinar el vestuario para salir el sábado en la noche. Era el momento de mostrar cuan inteligente se podía ser y como combinar lo poco que se tenía y no repetir “la coba” de la semana anterior.
A los anteriores tejidos y colores debemos sumar la llegada de “los estampados” y las rayas en tejidos un poco más comunes como el algodón o el poliéster. Y la masificación de la mezclilla, lo que nos dio un respiro.
En fin; sábado en la noche, listo para salir y ante el escaparate uno decide ponerse un pantalón a cuadros que compro a un marinero mercante del barrio –es la última moda en el Japón, decían muchos—y por esas cosas de la vida se engancha una camisa a cuadros o una “manhattan” con la cara de Jon Travolta en Vaselina o en Fiebre de sábado por la noche, mientras (fue mi caso) se acomodaba el pequeño pelado afro que podía gastarse y se despide los padres que recuerdan, insistentemente, que la hora de regreso es a las doce “…ni un minuto más, ni un minuto menos…”; y ante el espejo de la sala, donado por la abuela y que tiene gastado el azogue, uno se regodea y afianza su autoestima al decir que “me veo cuqui, o estoy matador”; o lo que le venga en ganas.
En la esquina del barrio ya están reunidos los amigos, y en la acera del frente las muchachas de la cuadra se agolpan para ir a la misma fiesta. Son dos grupos distintos pero afines, sobre todo en eso de “cortar leva”. Comienza el peregrinar al lugar de destino y de momento un coro, celestial, gregoriano, lanza la frase que uno menos espera escuchar “…fulanito estás fajao…”; y en vez de aplausos se oyen las atronadoras risas de los dos grupos; aunque siempre hay quien se compadece y afirma “…que es lo que está de moda en Japón…”
Santa vergüenza. Aquel llamado masivo fue un golpe contundente a la estima de quien lo recibe que puede que regrese a cambiarse la prenda que desentona o en todo caso siga indiferente ante los hechos, pero cargando el estigma que al llegar a la fiesta será el centro de todas las miradas, las bromas y hasta se verá limitado a la hora de bailar en pareja.
No olvido que a nuestro barrio se mudó a fines de los setenta un joven africano llamado Clement. Todos decían que era “Congo” –en esos años todos los africanos que llegaban a Cuba eran llamados “congos” ignorando que en África hay al menos cuarenta países--; pero él había nacido en Nigeria, de padre cubano y no le avergonzaba aquello de que estuviera fajao. “En mi país --afirmaba con un orgullo superlativo-- “combinar en la ropa cuadros con rayas o estampados con cuadros es una muestra de buen vestir”.
Clement nos introdujo a todos en el uso de las camisas africanas con muchos colores; las mismas que usaban los músicos de Irakere en ese entonces; solía regalar batones de telas floridas a los más allegados el día de su cumpleaños y organizaba fiestas en las que exigía que usáramos la ropa que nos había obsequiado, sobre todo cuando le visitaban sus abuelos.
No olvido que la primera persona a la que vi usando cuello y corbata, vestía un traje a cuadros color vino y una corbata con figuras de animales salvaje. Era el día de su iniciación “como hombre” y en la embajada daban una fiesta en su honor. Después de ese día desapareció de nuestro barrio; unos dicen que regreso a Nigeria, otros que su madre –que era diplomática—se había establecido en Inglaterra, donde había estudiado.
Cuarenta años después de aquella tarde, Clement ha regresado a Cuba y gracias a las redes sociales ha reconectado con muchos de nosotros. Es un alto funcionario diplomático de su país natal y está aquí de paso con sus hijos.
Tanto él como ellos visten aquellas combinaciones que nosotros rechazábamos en nuestra adolescencia y que hoy aceptamos como parte de nuestras vidas y lucimos con orgullo olvidando la pena pasada.
Y yo me pregunto: nadie les ha dicho a esos niños que “…están fajaos…”
Deje un comentario