Felices con tan poco de nada
El espacio resultó pequeño en esta mañana de domingo cuando el calor intenso se apuntaló con un sol que desterró brisas de tenues curvaturas. En la dimensión circular del anfiteatro, un público sumergido por la construcción de ejercicios lúdicos, de construcciones mixtas de atropelladas palabras y pensadas gestualidades, más una suma de simbologías y gestos. Todo dispuesto en renovadas soluciones escénicas y calibradas dramaturgias, donde los atrezos daban corporeidad y fuerza sustantiva al acto titiritero.
La sobriedad del escenario apunta a que todo, absolutamente todo, descanse en la sabiduría, la profesionalidad, la requerida intuición y el ejercicio de dialogar con el público. Una puesta de actores empeñados en encumbrar el momento, dejar una huella, destrabar un recuerdo que emerge con palabras que habitan en el horizonte de la vida.
Resultó un acto excelso, un intrépido cruce de alegorías donde lo imprevisto se incorpora a la dramaturgia de cada solución escénica. Se trata de recibir y atesorar complicidades, significados, más esa sublime —también única— emoción que emerge en una plática coral, que se avista desprovista de llanos horizontes.
La metáfora se cristaliza, converge la intertextualidad grupal que la fotografía solo puede congelar por esa misión que la historia le ha dado: construir un momento, rubricar un instante de nada. Las pátinas de una cámara indiscreta no pueden trasmitir el juego, el hechizo que se advierte como parlamentos de renovados ejercicios actorales. Y solo tiene sentido si participa un público, si se desata ante una suma de lectores anónimos dispuestos a dar “encendidas respuestas”.
El público de esta fiesta de domingo se avistó cautivo, expectante, cómplice. En verdad era de muchos tipos, de los más variados cromatismos y dimensiones. También venidos de los más disímiles lugares, de una ciudad que está viva y se enaltece, cuando el arte, el buen arte, se apropia de sus ocultas parábolas.
Algunos, los muchos del hemiciclo, se mostraban con carteras y mochilas frescas, otros, abanicándose o tomando un sorbo de líquido porque el “caballero” estaba molesto, seguramente irritable. Nos dejaba lanzas de luz a prueba de heroísmo. Un grupo menor, sentado en los bordes del todo, cargaban las melodías dejadas al vuelo por el tocar de los actores de Teatro La Proa. Alguien confesó que al final de cada función estas piezas anidan en la curvatura del proscenio dispuesto a tomarlo todo, para cuando regresen las tonadas de la guitarra trovera.
Apuntalado en los poderes de la luz hubo quien empapeló la sonrisa del gato de prominentes ojos que lo sabe todo. En verdad es un “ingenuo sabio” de telas y acuarelas hechas, que habita en otra galaxia, muchas veces multiplicada. Un niño de gorra beisbolera y mirada maldita, le dio una mordida al queso que los actores pusieron en el borde del telón. ¿Quién no mordisqueará un queso dejado en el borde de la nada, ante las provocaciones de dos actores que lo emplazan en perfecto “descuido”?
Poblaron protagónicos, los nichos del Anfiteatro de La Quinta de los Molinos, pequeños gigantes de mirada abierta y corazones desbordados. Se mostraron absortos por los poderes de la magia actoral y el virtuosismo que nos regalan muñecos de discretas redondeces. Son los otros protagonistas de esta escena, dispuestos a quebrarnos un día de aburridas asimetrías.
Un telón de color sobrio en el centro del escenario, títeres de colores intensos que presumen de ojos enormes y narices prominentes, agitan los bordes de su espacio físico por el pacto del artificio y las respuestas a lo efímero. Una guitarra regala discretas melodías, más algunos otros pretextos escénicos. Cuerpos itinerantes, temporales, necesarios se agolpan como escaladas. Ante sus recicladas apariciones, advierten la sobriedad de “lo poco” y el poder de lo mucho en “un rato de nada”.
Los actores del Teatro La Proa, Erdwyn Maza y Julianner Suárez, con Entre quesos y ratones, hicieron de las suyas para redimensionar un acto de comunicación montado para los muchos que estábamos en el recinto de La Quinta de los Molinos. Pintaron los parlamentos de erguidas controversias entre personajes “enemigos” simbólicos.
El telón es parte de los recursos que subrayan los conflictos que afloran entre gatos y ratones. Los quesos dejados al borde del telar se asoman expectantes ante la mirada de los niños y niñas de esta puesta. Los movimientos escénicos de los actores se revelan por las exigencias de un texto dramático y las respuestas de encendidos espectadores.
La pieza evoluciona a velocidad de “vértigo”. Cada minuto labrado responde a una suma de intencionalidades y discursos pactados en las prácticas de los ensayos y en el reciclado hacer de Entre quesos y ratones. El conflicto es el signo central de la puesta, la provocación subyace como recurso sustantivo en Teatro La Proa. El apremio escénico se desparrama en una suma de públicos que son también, actores excepcionales de un instante, de muchos tal vez.
Emerge la memoria, se activa un recuerdo que pensábamos quebrado y nos encontramos con esa foto amarillenta, de rebordes sepia. Un fotograma donde alguna vez fuimos parte de un juego, de un espectáculo pretérito de títeres y fiestas quebradas.
Los pequeños gigantes de mirada limpia y manos abiertas gritan enérgicos ante las convocatorias de Erdwyn y Julianner. Cantan las canciones dejadas como estrofas inconclusas, corrigen aritméticas de estos actores “mal instruidos”, hablan por igual con el gato o el ratón y los interpelan, se sienten parte de una escena compartida donde todos son protagonistas. No falta el que se roba la escena, provoca risas ante los “absurdos” de sus parlamentos o el empaque de sus palabras. Fueron tan felices con tan poco de nada, que es el todo.
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