Fidel en la Plaza Cadenas


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“¡Ahí está! ¡Llegó!”

Tras este aviso que rompió la calma y el silencio, en pocos minutos se vació la Biblioteca Central de la Universidad de La Habana. Los que leían libros de la institución corrieron a devolverlos y a recoger sus carnés de estudiantes; aquellos que solo usaban sus notas de clases o sus libros personales, salieron más pronto de las anchas salas; todos bajaron las escaleras rápidamente y corrieron por la Plaza Cadenas hacia  el Rectorado. Allí, en las escaleras de ese edificio, Fidel ya comenzaba uno de sus diálogos habituales con los estudiantes. 

No es un recuerdo único este que guardo y del que fui partícipe más de una vez. Fueron muchas, probablemente decenas, las ocasiones en que aquellos encuentros ocurrieron, por las noches en todos los casos. No creo que alguno de los tantos estudiantes universitarios de entonces, pudiéramos haber estado presentes en todos, aunque sé que hubo quienes establecieron la costumbre de merodear casi todas las noches por la Plaza Cadenas a ver si el hombre aparecía.

Nunca supimos previamente de su arribo. Imagino que las autoridades universitarias tampoco. 

En verdad, aquellos encuentros fueron un privilegio para los que cursábamos estudios en las Facultades y Escuelas de la Colina (Derecho, Ciencias, Educación, Farmacia, Ciencias Políticas, Física) y en sus edificios aledaños (Química, Psicología, Letras e Historia), y hasta hubo momentos en que la duración de la visita fue tan extensa que la noticia llegó hasta Medicina y Economía con tiempo para que se incorporaran los estudiantes que rondaban por aquellos predios algo distantes de la Colina.  No es usual que una personalidad del rango político de Fidel busque directamente sus interlocutores en lugares públicos, aunque bien se sabe, aunque es conocido su hábito, mientras fue la máxima autoridad del país, de hacer visitas, a menudo sorpresivas, a los más diversos sitios de la nación.   

Aquellas reuniones siempre eran de noche y duraban largas horas. A menudo Fidel descendía del Rectorado y lo rodeábamos pegado a su auto o él se mezclaba con nosotros en medio de la Plaza Cadenas.  Pensando ahora, no sé cómo se las arreglaban sus escoltas: nunca hubo tensión, fuera de la lógica emoción que la presencia de Fidel provocaba. 

Lo recuerdo moviéndose siempre en el mismo lugar, con la voz más bien baja, lo que obligaba a las primeras filas a callar para que todos lo escucháramos.  Movía sus manos de largos dedos; giraba la cabeza en torno suyo para vernos a todos; sus ojos buscaban los de los más cercanos; se alisaba la barba; a veces ponía su mano sobre el hombro de alguno. Casi siempre estaba alegre, decía bromas, reía con nosotros. Se le veía generalmente relajado. Solo lo recuerdo molesto cuando habló de la crisis del Caribe y las conversaciones entre soviéticos y estadounidenses sin contar con Cuba. Esa noche su voz se elevó más que de costumbre y se paseaba a largos trancos. Y a pesar de ello, al calmarse, jaraneó alguna que otra vez y nos conmovió con su llamado a defender la patria por encima de todo, a cualquier precio que fuese necesario. Él se emocionó y nosotros también. Nos sentimos orgullosos de la patria, de los cubanos, del mismo Fidel.

Dije que eran diálogos porque él llevaba la voz cantante, pero una y otra vez nos incitaba a decirle algo, a responderle a sus interrogaciones. Solía escuchar sin interrumpir, mientras miraba atenta y profundamente a su interlocutor. También lo acribillábamos a preguntas sobre todo aquello que podía inquietarnos por esa época. No recuerdo que alguien hiciera una petición personal. Había respeto mutuo y cordialidad en aquellos diálogos que parecían entre amigos.

Una vez le habló algo fuerte a una compañera que insistía en su asunto con cierto aire cuestionador. Se marchó abruptamente, al parecer irritado, y en minutos regresó con su auto y los dos de escolta, sin darnos tiempo a dispersarnos. Nos reunimos nuevamente en la Plaza Cadenas, llamó a la compañera por su nombre, la abrazó y la besó, y le pidió disculpas por su abrupta partida.

A otro estudiante con el cual bromeó acerca de lo que decía, le tomó del brazo y le puso su reloj en la muñeca “para que no se pusiera bravo”. 

Se hablaba de todo, absolutamente de todo. Me he preguntado más de una vez si aquellas reuniones al aire libre no serían para Fidel una manera de escapar  a las tensiones diarias  que le imponía su liderazgo; un abandono momentáneo de la sutileza, del tacto, de la discreción que frecuentemente tienen que caracterizar el ejercicio de la política. Quien sabe si por eso casi nunca iba acompañado de ministros, de compañeros con altas responsabilidades. A lo mejor quería oír la voz y las ideas de aquellos jóvenes que nos formábamos como intelectuales sin interferencias de personas que podían sentirse enjuiciadas de alguna manera por lo que en la Plaza Cadenas se hablaba del país y sus problemas. O quién sabe si estaba buscando echar a rodar algunos criterios sin hacerlo de manera oficial.  Probablemente lo movía un poco de todo eso.

No era aquel tampoco un foro de debates desde perspectivas diferentes, ni encuentros académicos rigurosos: eran conversaciones abiertas, sin guión previo  ni rumbo fijo. Si a lo mejor Fidel traía un tema en la manga, el diálogo no se ceñía a ese solo, sino que se anchaba y se multiplicaba a partir de lo que decíamos los estudiantes.

En los que tuve la suerte de participar el intercambio no se asentaba exclusivamente en detalles de la cotidianidad y sus problemas. Alcanzaban trascendencia humana y social, filosófica diría yo. Se iba desde el universo y el ser humano ante su inmensidad inabarcable, desde la teoría marxista y los temas de la construcción socialista, desde los valores y la ética, desde los asuntos internacionales del momento hasta los planes y programas más ambiciosos de la Revolución. Saltábamos de los más altos cielos y de los horizontes más lejanos, de los sueños y las realidades que el país debía acometer. Era como si Fidel nos estuviera preparando para las responsabilidades que nos asignaría el decurso de nuestras vidas. Y nos contagiaba su entusiasmo, su irresistible idealismo  humanista, su fe en el ser humano.

A una joven profesora de filosofía le preguntó acerca de la clase que ella acababa de impartir esa noche antes de ir a la Plaza Cadenas. Cuando ella le dijo que el tema había sido la idea de la sociedad comunista en Marx y en particular de la extinción del estado, Fidel se entusiasmó en un largo intercambio con ella acerca de las utopías, de cómo, a su juicio, sería posible una administración social sin estado y hasta sin partidos políticos.       

Varias veces, ya al filo de la madrugada cargó con el grupo a visitar algunos lugares, a conocer de los planes en ejecución, como la vaquería de Niña Bonita, el Valle de Picadura o el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CENIC). No estuve en esos viajes inesperados, pero escuché, como solía suceder, los relatos de quienes gozaron de esa fortuna.

Le oí analizar críticamente a la revolución cultural china, las acciones de las guerrillas latinoamericanas, las relaciones de Cuba con las naciones europeas, las diferencias chino-soviéticas, sus enjuiciamientos severos sobre diferentes aspectos de la política  y la sociedad soviéticas. Como estudiante que yo era de Historia, me admiraron su enciclopédico conocimiento de la historia universal y su manejo de la cubana, sobre todo sus saberes acerca de nuestras guerras de independencia.  

Fueron aquellas excelentes clases  de formación política y ciudadana y un eficaz modo de acercarnos a él, al ser humano, para así comprender y admirar mejor sus cualidades como líder.


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