Cada vez está más asumido en las prácticas del cine documental contemporáneo el uso de la puesta en escena como telar arropador de recursos, que —por esa multiplicidad de expresiones artísticas y literarias que le convergen— rompen los límites preestablecidos por las teorías ortodoxas del séptimo arte.
Su realización se resuelve en el arte final, como una suma cartográfica de respuestas semióticas, dispuestas en velados espacios temporales y procesos narrativos, que abruman las clásicas estructuras aristotélicas, hasta el empache de los modos tradicionales de narrar.
Este entramado audiovisual emerge por capas, enlazado en todo el cuerpo del filme por tempos y en curvas climáticas de valor semántico. Es la lógica de un texto que dialoga con un lector cautivo e interesado, dispuesto a interpretar los signos de sus metáforas, la envoltura de sus transiciones.
Pero es también la escritura fílmica de renovados epicentros climáticos, trazados para echar un párrafo con lectores sumidos en los designios de las “nuevas tecnologías”, que aportan, ciertamente, en la construcción de riquezas estilísticas, conceptuales y estéticas.
Aunque —visto desde su lado crítico—, anulan el pensamiento y la voluntad de interpretar reciclados modos de narrar, con empaque de posmodernidad. Obviamente este segundo enunciado, está condicionado por el uso que se le dé a estas herramientas en función de los contenidos edificados.
En las texturas de los documentales modernos se vislumbran elementos teatrales de valor semiótico, de yuxtaposición musical con acentos performativos. Y además, incorporaciones de signos pictóricos resueltos con las brasas de máquinas inteligentes. Son lances audiovisuales que convergen en el montaje por escalas superpuestas, en un escenario mutante que traduce la dialéctica del argumento.
En ese esfuerzo por subrayar los esenciales apuntes que toda obra posee, el realizador se acompaña asimismo de un despliegue iconográfico articulado, dispuesto como un todo y como unidades significantes, emplazadas para que la comprensión del texto fílmico adquiera un valor sustantivo.
Se trata de esperadas incorporaciones de la contemporaneidad para reescribir temáticas de corte histórico y biográfico, como parte de una batería de respuestas ante los desafíos que implica “hacer una obra” con lectores sobreentrenados en videos de corta duración y de frágiles soluciones narrativas.
La interpretación de los actores, la banda sonora, el vestuario o los elementos de utilería que habitan en una locación, son también esenciales recursos de los que el cineasta se apropia para crear una ilusión de lugares, contextos, protagonismos y períodos históricos. Entroncan todos ellos —articulados y emplazados en los nichos de la pantalla— como virtuosos bocetos de interrogaciones, posicionados en valores jerárquicos, requeridos para escenificar y resolver una o muchas representaciones.
En este ejercicio de sumar voluntades y recursos, la evocación y el discurso en tono de monólogo ponderan el punto de vista del autor cinematográfico. El tema del punto de vista, se resuelve también con la apropiación de documentos atesorados en los archivos y la juiciosa investigación, dispuestos como parlamentos que apuntan hacia una humanización de personajes pretéritos con envolturas del presente.
Nuestro diálogo frente a la pieza será, en un primer momento, un nítido soliloquio. Nos dejaremos llevar por las provocaciones de un cineasta que asume el oficio de contar historias, relatos, convertidos en soluciones con sabor a celuloide. Todo ello enlazado en sopesadas jerarquías para caer en los deliciosos planos de la fabulación, una fortaleza de los cúmulos nimbos de la humanidad, que las artes han sabido tomar como propias.
En este tránsito hacia los esenciales puntos que marcan las envolturas de la puesta en escena, cabe significar que se nutre también de los resortes teatrales. Es la era de la apropiación, claramente legitimada, y se avista como un gran trazo modelado en escrituras zigzagueantes o respuestas de probada métrica. Todas estas soluciones, se avistan dispuestas en el recorrido del filme documental hasta su arte final.
Es virtud arrolladora del arte cinematográfico el sumar a los telares de su abanico en construcción toda una gama de posibilidades escénicas que se desdoblan como “nuevas”. Un vasto ejercicio de traducciones narrativas que se asientan en la cartografía del documental, con velados acentos de sellos “únicos”, se busca materializar en el punto final de la pieza cinematográfica. Resultan en verdad, reinterpretaciones, transfiguraciones de un texto convertido en otro, fruto de muchos reciclados narrativos y argumentales. Sin dudas, son acciones legítimas que renuevan las anquilosadas estructurales del documental.
Cuando se trata de contar un pasado inmediato o tardío en los nichos del celuloide, el realizador se desdobla ante el pacto de construir historias ficcionadas con envoltura de presente, con el ahora mismo. Es su voluntad ponernos en ese pasado como testigos de excepción, situados en un puesto de observante donde somos “anónimos y transparentes”.
En ese escalonado acto de tomar recursos, los decorados se emplazan, protagónicos, con la intencionalidad de narrar las pátinas de lo pretérito, impuesto por las lógicas que exige un lector fílmico, pero no deja de ser otro acuerdo entre creador y espectador.
La luz, cómplice de la escena, trasmuta colores e intensidades para significar los cambios emocionales, los diálogos y las expresiones corporales de los actores. Resulta un instrumento poderoso para la evocación y el discurso diegético. Implica, como protagonista de espacios narrados, que el realizador establezca un sentido cuidado del trabajo con los actores. Frente a las amenazas de una hiperactividad escénica resulta juicioso el uso de la contención, de la arquitectura precisa del actor-personaje, resueltos en este señalado horizonte.
Los dramaturgos —un oficio no exclusivo del teatro— señalan al clímax como un gran velo donde se pondera la visibilidad de la historia. Frente a este algoritmo, le asiste al director cinematográfico, desde sus mejores pilares estéticos y narrativos, establecer la armonía y las dinámicas de los apartados visión y sonido; todo un engranaje de variables para que el ambiente se materialice con el significado esperado.
La atmosfera construida en toda puesta cinematográfica debe ser tomada en cuenta por las posibilidades metafóricas que arropan en los trazos de un calculado ambiente. Este cuadro bien articulado, potencia el diálogo, el discurso en tono de monólogo y las lecturas e interpretaciones que suscita ese espacio coral; resulta, por tanto, un encuadre fílmico de valor significante, donde transitan múltiples identidades y, también, las complejidades sicológicas que todo ser humano dibuja en sus rutas de vida, construidas por las interpelaciones sociales y los conflictos que se nos asoman, predecibles o en un instante de nada.
Este mapa de palabras boceta los signos que habitan en el documental Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce, aún (ICAIC, 2000) de Jorge Luis Sánchez. Hacer un inventario de su filmografía, se traduce en avistar una suma de convergencias, de reiteraciones temáticas, de voluntades por retratar al país con las mujeres y los hombres más ilustres de nuestra historia. El abordaje de personajes históricos, desgranados en un abanico de contextos, que no han de ser ubicados en una cerrazón epocal, es un signo de su obra toda.
Buena parte de sus piezas están tejidas con sustantivas crónicas donde pondera y legitima la historia de la nación. No lo resuelve como un cuerpo escenográfico secundario, superpuesto, como telar de fondo. Lo dibuja, como esa columna esencial que nos define, resuelto con el trazado de un archipiélago que exhibe virtuoso, un abanico de identidades.
El estado de gracia con que Jorge Luis Sánchez se enrola en sus filmes está expreso en un texto de su autoría. Y este no es un asunto menor. La pasión se transforma en fuerza y en respuesta ante los desafíos de llenar los escabrosos blancos de una pantalla fílmica.
He terminado mi último documental y disfruté desgarrándome. Con mayor agonía, en el momento de intuir y seleccionar el sentimiento que me impulsó desde la idea hasta la edición. En un especial estado de vigilia y goce que no es concreto, donde ese sentimiento no tiene nada que ver, todavía, con la futura dramaturgia, o el montaje, ni con el estilo. Para sentir la ilusión hermosa de filmar un plano no puedo carecer de esa, escribo aquí con mayor precisión, “necesidad”. No sabría qué filmar. Me parece que ese sentimiento está bien cerca de la vida. O del sueño. O del misterio con que suele ser imposible nombrar ciertas cosas. I
Nos advierte, con esta pátina, sobre las implicaciones del autor cinematográfico en el ejercicio de “hacer desde la nada”, signado por los empeños de fundar palabras fílmicas en un espacio que la cronología de la humanidad ha pintado lleno de historias muchas veces contadas, que moran también en los albores de la soledad.
Amerita, por tanto, construir los cauces y paralelismos que le unen con el personaje dibujado en su documental Las sombras corrosivas… Este ejercicio y sus revelaciones nos insinúan, en parte, las razones que compulsaron a Jorge Luis para emprender este viaje, por la vida y la obra de un artista esencial del arte cubano.
Juan Sánchez, biógrafo del pintor Fidelio Ponce de León (Camagüey, 1895 - La Habana, 1949), resuelve con palabras de acertijos y silogismos, los caminos de los procesos creativos y las mamparas que acecharon al artista.
En este volumen, se nos retrata un creador que sintió las lanzas del desprecio y los arrinconamientos sociales. Sin embargo, frente a las espesuras inmorales, el pintor de Beatas, se apertrechó de la hidalguía como respuesta a su tiempo, dejando para la historia de la nación una obra desmarcada de las ataduras de una imperante corriente, que no daba espacio a los modernos.
Sus cuadros fueron comenzados siempre bajo una gran indecisión temática. Frente a la tela en blanco, en ocasiones empezaba pintando un niño y salía al final un pez, un obispo o un Cristo. Otras veces construía toda una figura complicadísima desde abajo, partiendo de un arabesco subalterno y mínimo que iba ascendiendo hasta organizarse finalmente en el tema definitivo. II
Importa, y mucho —para entender la grandeza del pintor— el contexto en que vivió Fidelio Ponce. Se impone hacer un primer trazo de ese periodo, dibujado con destreza narrativa y economía de palabras, por Graziella Pogolotti, ensayista y crítica de arte.
Están muy distantes ya los tiempos en que pintores y críticos se alineaban en un terreno polémico frente a los defensores del denominado arte académico y aún más alejados nos parecen aquellos días en que las exposiciones que escandalizaban a un público burgués, provinciano y conformista tuvieron que buscar refugio en el bufete de un intelectual amigo. III
El croquis que nos revela Juan Sánchez sobre este capítulo en la historia de Fidelio, acentúa la mirada de la Pogolotti quien confirma una tesis ampliamente estudiada por los historiadores del arte, cuyas entregas constituyen un poderoso caudal de información y antecedentes claves para un mejor delineado de la evolución del arte cubano en la contemporaneidad y la construcción de las políticas de la cultura cubana en el período revolucionario. No es posible atemperar certezas culturales sin desgranar los equívocos del pasado.
Las tendencias que campeaban en las artes plásticas eran todavía el academicismo español o un neoacademismo de corte italiano. Por entonces —subraya Juan Sánchez— la burguesía local aparecía dividida, a grandes rasgos, en tres sectores, a los cuales poco importaba estimular el desarrollo de una cultura propiamente nacional; nada invertían en obras de arte. IV
Continuará
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I Sánchez, Jorge Luis. Pedazos de mí. En revista Cine Cubano, no 148, pp. 60.
II Sánchez, Juan. Fidelio Ponce. Editorial Letras Cubanas. Ciudad de La Habana, Cuba, 1985, pp. 88.
III Pogolotti, Graziella. El camino de los maestros. En Oficio de leer. Editorial Letras Cubanas. Ciudad de La Habana, Cuba, 1983, pp. 59.
IV Sánchez, Juan., Ob,cit., pp. 30.
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