Uno de los grandes placeres que da la paternidad es el poder mostrar a nuestros hijos a amigos y conocidos; sobre todo si se trata de reuniones sociales. Esa necesidad de ser reconocido como “un buen padre” comienza en el mismo instante en que ya el nuevo miembro de la familia ha superado la obligatoriedad de esos primeros seis meses de lactancia materna obligada; que se extiende en dependencia de la cantidad de maltas o tabletas de maní que haya ingerido la madre.
Supongamos que ya el niño, o la niña, tienen justo un año y días. Que ya quedó atrás ese momento en que todos se reúnen para una celebración que es más un convite de adultos que una cita infantil.
Entonces llegó el día esperado de la presentación en sociedad del crío ante los amigos de siempre. Antes de salir, una revisión de toda la logística necesaria: se dispone de un arsenal de culeros desechables –sin olvidar los de gasa y los de tela que gentilmente las abuelas compraron ya bordados--, un pomo con agua, otro con una toma de leche y un pozuelo con la correspondiente ración de puré de malangas con sus chispas de carnero o de pollo.
Entonces se descubre que el coche es pequeño para tantos bultos; que se debió haber comprado uno más grande; y uno no entiende como es que la madre logra organizarlo y le sobra espacio; tanto que le permite comprar en el agro cercano algunas viandas y acomodarlas en el mismo.
En fin, que en mi caso muy particular esa presentación en sociedad de mi primogénito fue una tarde de jueves en la UNEAC, específicamente en el Hurón Azul, en la presentación de uno de los números de la revista Salsa Cubana en la que trabajaba en ese entonces.
Entre los ilustres invitados a esa “fiesta presentación” estaba –entre otros -- el conocido percusionista Federico Arístides Soto, mundialmente conocido como Tata Güines. El Tata, como todos le llamaban, ya había conocido a mi hijo por obra de la casualidad; y es que compartían la misma fecha de nacimiento; y había estado en el grupo de amigos que “por coincidencias libacionales” había pasado por el hospital a presentar sus respetos.
En ese número de la revista aparecía una entrevista que había hecho a la cantante caboverdiana Cesaria Évora tras sus conciertos en la Habana. La entrevista había sido en el mismo estudio en que ella estaba grabando un tema en el que estaba invitado, entre otros grandes músicos el Tata, a quien también decidimos homenajear y para ello el director le pidió una reseña a Helio Orovio.
Como todo padre orgulloso presenté a mi hijo –la madre era habitual a estas reuniones a las que no faltó incluso en los momentos más duros del embarazo— a los que no lo conocían que daban la enhorabuena y los que ya sabían de su existencia alababan los progresos del mismo a solo un año y días de haber nacido.
El heredero, como suele suceder en estos casos, miraba asombrado y con desconfianza a quienes se iban acercando a su coche/trono para conocerle. No voy a negar que el “hombre” mostraba que era “un tipo serio”; nada que ver con su padre y sus amigos. De sonrisa nada y para nadie, a pesar de las muecas de algunos amigos o de las insinuaciones o mohines que hicieron algunas de las muchachas del equipo de la revista. Hasta que en brazos de su padre y una vez zanjado cierto incidente personal del hombrín (involucró un cambio de pañal) y estuvo frente al Tata su actitud cambió; comenzó a sonreír y hasta estiró sus pequeños brazos para que el músico lo cargara; mientras decíale entre risas “…tú no lleva mi apellido…”
Yo, como todo padre, estaba más que satisfecho: mi hijo sin aún saber hablar identificaba a una gran figura de la música y hasta le sonreía. Craso error.
Una vez que estuvo en brazos del músico comenzó a llorar. Era un llanto desconsolado y no dejaba que nadie se le acercara, ni siquiera su madre. El hombre quería estar en brazos de Tata Güines y no había nada que hacer.
Entonces llegó la solución mágica, salomónica, en el mismo momento que el Tata le dijo a la madre “fitti dale malanga que con eso este negro se calla…”. Y así mismo fue.
En el equipo logístico diseñado para estos casos estaba incluido el “pozuelo con el puré de malanga y su correspondiente picadillo de pollo con verduras”. Y en el mismo instante que el chamaco tuvo ante sus ojos aquel recipiente su llanto se apagó y sus brazos fueron en busca de la cuchara.
El hombre era en ese entonces –han pasado veinte años y nada ha cambiado—de buen comer. Una vez satisfecho regresó a su estado natural (callado y circunspecto) aunque de vez en vez alzaba la cabeza en busca de algo o de alguien, presumo que de Tata Güines.
Tres años después de aquella tarde, una mañana de febrero, antes de ir a su círculo infantil, le encontré llorando. Había escuchado en la televisión la noticia de la muerte del Tata ese amanecer; coincidentemente ese día Helio Orovio cumplía años y era miércoles.
Esa tarde, como todo padre orgulloso regresé con mi hijo a la UNEAC, al Hurón Azul. Era día de la peña del Ambia y la rumba se dedicó al Tata; el enlloró de ese día en toda Cuba fue para el Tata. Él, sin entender aquel asunto de rumbas y diablitos, solo atinó a preguntarme “…es verdad que yo nací el mismo día que Tata Güines…”
La respuesta llegó con el tiempo. Ahora ama la rumba, sigue comiendo puré de malanga y entre sus discos de cabecera está Pasaporte y a veces –solo a veces—revive aquella tarde de su primera infancia, de su presentación en sociedad mirando la foto que Roberto Bello hizo de ese momento en que extendió los brazos y sonrió ante la presencia de Tata Güines.
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