El 18 de febrero de 1958, inusitadamente, aparecía el cadáver salvajemente torturado, de Gerardo Abreu, en la escalinata de entrada del Palacio de Justicia, sede del Tribunal Supremo, en la loma de los catalanes, inmueble que desde 1964 acoge al Palacio de la Revolución.
Ni siquiera tuvieron el pudor, los sicarios de la tiranía batistiana, de respetar el recinto donde se suponía, se impartiera justicia al más alto nivel en la república. El acto constituía otro ejemplo entre tantos, de la cruel represión de aquél régimen castrense, una burla a los órganos formales del sistema judicial y una ofensa al pueblo de Cuba.
Terminaba así la vida de un joven que para la policía de la capital era “el más buscado” pero para la juventud revolucionaria era un paradigma de lealtad, humildad, inteligencia y valor.
Había nacido en la ciudad de Santa Clara, en el pobre barrio del Condado, pero apenas sin uso de razón, su familia se trasladó para el barrio habanero de Colón, a una ciudadela de la calle Galiano.
Cuando hablo de familia, me refiero a su madre, porque Gerardo no conoció a su progenitor y sufrió la vejación de la sociedad de esa época, en que a los hijos que no tenían el reconocimiento de su padre, se les inscribía sólo con el primer apellido de la madre y se la agregaba la insultante palabra “Soa” que significaba “sin otro apellido”. Pero a Gerardo Abreu Soa, se le conoció desde pequeño por su apodo: “Fontán”.
Los que le conocieron y lucharon junto a él, no paran de llorar cada 18 de febrero, este autor ha sido testigo de esas lágrimas y es porque no conciben que una personalidad tan peculiar podía morir de esa forma.
Gerardo era extremadamente pobre y no tuvo estudios superiores ni secundarios, sin embargo, su inteligencia y cultura empírica, lo llevó a ser admirado e incluso idolatrado, por la juventud de clases medias y altas que conformaban el estudiantado de los centros de la llamada segunda enseñanza, principalmente y también de la universidad, donde Fontán organizó las brigadas juveniles del Movimiento 26 de Julio, de las cuales fue su coordinador.
Poco es conocida su afición a la actuación. Cuentan quienes lo conocieron, que era un actor teatral aficionado, de altos quilates histriónicos, al punto de que en la primera ocasión en fue apresado por la policía, quien lo salvó y propició su liberación, fue el personaje que él mismo se montó para sí, transformando totalmente su personalidad y conducta, desdoblándose de tal forma, que se hizo insoportable para los esbirros.
Llegó a la lucha revolucionaria por propias convicciones y quien lo encauzó fue Antonio “Ñico” López Fernández, uno de los principales colaboradores de Fidel quien conspiraba en la captación de jóvenes en todo el escenario que hoy conocemos como Centro Habana.
De su valor como combatiente, teniendo como premisa su ejemplo personal, son muchas las anécdotas que se han conocido. Fontán es historia real, pero parece mito y leyenda.
En el capítulo La ciudad épica, de la segunda y tercera ediciones del libro La Habana, ciudad azul, metrópolis cubana, su autor lo incluyó entre los que llamó “titanes de la clandestinidad en La Habana” junto a Sergio González López “El Curita”, Arístides Viera González “Mingolo”, Guido Pérez Valdés, Elpidio Aguilar y Ángel Ameijeiras Delgado “Machaco”.
Cuando observo a los jóvenes que estudian en los centros de la educación media superior levantando el estandarte de lucha a través de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM), en estos convulsos días en defensa de las conquistas revolucionarias, veo en ellos multiplicados en miles, la figura de Fontán, líder de las brigadas juveniles del Movimiento 26 de Julio organizadas junto a la entonces Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Ellos son como Fontán, 64 años después.
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