En una ocasión en Chile pregunté a un grupo de amigos quién era Francisco Bilbao y después de un silencio, uno dijo que así se llamaba una calle en Santiago; otro, con duda y después de un largo trago de vino tinto, me respondió que le parecía que era un loco excomulgado. Uno, que siempre permanecía más callado de la cuenta, me dijo que se trataba de un iluminado, pero no habló más. Después se cambió de conversación. Sus prédicas en Chile han sido ocultadas o satanizadas; si se estudian, es para criticarlas, a pesar de que Bilbao fue el primero en nombrar a la región como “América Latina”, en su conferencia “Iniciativa de América” dictada en París en la temprana fecha de 1856, meses antes de que el intelectual colombiano José María Torres Caicedo divulgara más la expresión. Bilbao, por su personalidad rebelde al nivel de la subversión, muy peligrosa en cualquiera de sus obras, sigue siendo un desconocido hasta en su patria chilena, porque sus explosivas ideas precursoras de la emancipación conducen a un resultado que las oligarquías no quisieran nunca imaginar; con una impresionante precocidad, el filo de su pensamiento las corta, hiere y desangra desde la lógica y el sentido común.
Defensor del laicismo antes de que este conquistara muchas mentes lúcidas, el pensador chileno ofreció un punto de vista marginal en su época y modernamente multicultural a destiempo, aún difícil de entender desde la tradicional educación religiosa y colonialista recibida en América Latina, y mucho menos a mitad del siglo xix. Para la mayoría de la sociedad chilena, e incluso para una buena parte de los sectores conservadores latinoamericanos actuales, Bilbao puede ser un orate. Perseguido y expatriado a Europa, acusado de sedición, condenado por blasfemia, excomulgado por inmoralidad y criticado por ideas que causaban escozor en la aristocracia santiaguina, su imagen fue reducida no solo a la de un poseído diabólico, sino desconocida, tergiversada y casi extinguida o cancelada hasta para muchos historiadores. Sus ideas, definitivamente radicales en su verdad razonada, causaron tanto miedo a la hipócrita oligarquía chilena, que desaparecieron su obra, a tal punto que hoy resulta muy difícil todavía encontrar sus libros, folletos, conferencias, ensayos y cartas. La Casa de las Américas recogió en un volumen (El evangelio americano. Francisco Bilbao, Fondo Editorial Casa, La Habana, 2008; prólogo de Miguel Rojas Mix) sus obras fundamentales: Sociabilidad chilena (1844), Boletines del espíritu (1850), La América en peligro (1862) y El evangelio americano (1864), entre otras. Hoy necesita mayor atención el estudio de su obra, no solo en Chile, sino en toda nuestra América.
Con el irónico título Sociabilidad chilena, Bilbao realiza un recuento crítico del origen de esta “sociabilidad” en la España medieval, conservadora, católica, ortodoxa, feudal, represiva, autoritaria, discriminatoria, excluyente, racista, subdesarrollada… que nos colonizó, y pone al desnudo la educación recibida en las familias hispanoamericanas: “Aislamiento misantrópico. La puerta de la calle se cierra temprano y a la hora de comer. A la tarde se reza el rosario. La visita, la ‘Comunicación’, debe desecharse a no ser con personas muy conocidas; no hay sociabilidad, no se admite gente nueva y extranjera. La pasión de la joven debe acallarse. La pasión exaltada es instrumento de revolución instintiva. Se la lleva al templo, se la viste de negro, se oculta el rostro por la calle, se le impide saludar, mirar a un lado. Se la tiene arrodillada, se debe mortificar la carne y lo que es más, el confesor examina su conciencia y le impone su autoridad inapelable. El coro de las ancianas se lleva entonando la letanía del peligro de la moda, del contacto, de la visita, del vestido, de las miradas y de las palabras” (todas las citas de Bilbao son de la edición de la Casa de las Américas). Reminiscencias y remanentes de esta “sociabilidad” sobreviven en Hispanoamérica, con su carácter calambuco, prejuicioso y xenófobo, incluso en representantes de “avanzada” o de “izquierda”.
Bilbao concentró su ataque en la Iglesia, en su enseñanza del latín, la escolástica y la teología; en su manera de conducir el “rebaño” y en el sistema de opresión que sufrió en carne propia; en el método coercitivo y de exclusiones. Proponía una revolución para inaugurar una “edad nueva”, como hizo Francia; su ideal consistía en levantar la dignidad humana bajo el principio de la duda y la crítica, incitadora de la investigación y la sabiduría, una exigencia que mantuvo a lo largo de sus prédicas. Desde muy temprano ―demasiado temprano―, propugnaba la modernidad para gobernar, porque la tradicional manera heredada de la colonia fue una de las primeras causas del fracaso de las revoluciones sociales y políticas contra España, después de la instauración de las nuevas repúblicas, que no se pudieron liberar de ciertas cargas de opresión impuestas por el colonialismo. Se trata de un lastre que todavía se carga, hasta por no pocos líderes.
Frente a la reacción contrarrevolucionaria en el seno de las oligarquías, ni siquiera patricios de la estatura de Simón Bolívar en Colombia o Bernardo O’Higgins en Chile pudieron organizar una sociedad completamente justa. No se había podido acabar con los privilegios clasistas y Bilbao aspiraba a completar la revolución para consumar el proceso emancipatorio. Valoró la actuación de quien es considerado el más grande patriota chileno: “O’Higgins quiso organizar los elementos sociales, es decir, las tradiciones chilenas con las ideas nuevas y el poder que los llevase a efecto. Pero en semejante obra vio asomar las resistencias y entonces tan solo quiso organizar el poder y fue un déspota. El pueblo revolucionario en política protestó y O’Higgins cayó como hombre de organización y como hombre de tradición republicana. O’Higgins no concibió el triunfo completo del principio revolucionario, es decir, social, religioso, político”. He ahí al hombre que sirvió para la guerra de liberación pero no para la construcción de una sociedad superior.
Convencido de que mediante la educación era posible completar las revoluciones para llevarlas a una cultura diferente, Bilbao abogaba por la destrucción de los privilegios sociales, y por una educación libre y redimida de fanatismos religiosos. Sostenía la necesidad de incorporar al “huaso” ―campesino― en la construcción de la nueva sociedad; insistía en la falta de autonomía de las provincias y su dependencia del centro; se lamentaba de códigos arcaicos y de la falta de comunicación de los gobernantes con los ciudadanos; se alarmaba por la fuerza de una organización eclesiástica que se esgrimía por encima del Estado; denunciaba el sinnúmero de desigualdades, de la severidad frente a delitos menores y la tolerancia ante los mayores, especialmente si los cometían los poderosos. Y ponía el dedo en la llaga cuando afirmaba: “Completar la revolución es apoyar la democracia en el espíritu y la tierra, en la educación y la propiedad”. ¡Y ahí fue cuando la oligarquía lo declaró loco! Estas palabras fueron escritas en Santiago de Chile en junio de 1844, cuando Karl Marx y Friedrich Engels no habían publicado el Manifiesto Comunista en Londres, por lo que sería absurdo acusar a Bilbao de comunista.
Boletines del espíritu son sus reflexiones sobre la historia europea y la chilena. En este y otros textos también Bilbao fue muy duro con su país, al afirmar que era “feudalidad y oligarquía encubiertas por el jesuitismo con el nombre de República”. En realidad, la historia chilena desde sus orígenes está cargada de sacerdotes y militares que no pudieron con el Arauco, por lo que concentraron una gran frustración; no en balde Bilbao aseguraba: “En Chile domina un sentimiento: la persistencia; una idea: la autoridad. La autoridad de la persistencia y la persistencia de la autoridad forman el carácter peculiar de la nación”. Y en sus múltiples análisis lanzaba una frase que retumba: “Las revoluciones en Chile se han perdido, porque no han aceptado la ‘revolución”. Su preocupación política no se limitaba a su país y por esta razón argumentaba que en todas las repúblicas del sur americano, bajo el pretexto monárquico de la unidad, se proclamaba la centralización, pero no era ese el tipo de unidad necesaria para alcanzar la emancipación: “(…) la unidad que buscamos, es la asociación de las personalidades libres, hombres y pueblos para conseguir la fraternidad universal”.
En El Congreso Normal Americano fijó el concepto de nueva unidad: “La unión es deber, la unidad de miras es prosperidad moral y material, la asociación es una necesidad, aun más diría, nuestra unión, nuestra asociación debe ser hoy el verdadero patriotismo de los americanos del Sur”. Y enfatizaba: “República y nueva creación moral, todo peligra si dormimos. Los Estados Des-Unidos de la América del Sur, empiezan a divisar el humo del campamento de los Estados Unidos”. Con profunda lógica histórica, fuerte sentimiento ético y agudo sentido práctico esbozó su tesis para que los Estados Desunidos del Sur no fueran asimilados por los Estados Unidos del Norte: proponía asimilar las fortalezas de los del Norte pero conservando la soberanía propia, ajena a la rancia tradición opresiva de Europa y a la “barbarie demagógica” de Estados Unidos; por ello, definía: “¿Qué queremos? Libertad y unión. Libertad sin unión es anarquía. Unión sin libertad es despotismo”.
Cuando España invadió a Santo Domingo y Francia a México, Bilbao respondió con La América en peligro, y develó “el peligro de las naciones que se creen escogidas y de los gobiernos que se creen justificados por el voto”, pero también advertía los riesgos de la propia América. Fue uno de los primeros pensadores americanos en romper con el cordón umbilical del pensamiento europeo. Si José Martí lo hizo después, no solo como pensamiento, sino como proyecto político y estético, Bilbao se adelantó en esbozarlo como aspiración; pero tanto uno como el otro eran muy conscientes de las debilidades de nuestra América. El chileno afirmaba: “La América ha dicho: soy pueblo, y la igualdad es mi medida; soy nación, y la independencia es mi honor; quiero ser soberana y la libertad será mi fuerza; soy humanidad, y la fraternidad será mi pacto”. El cubano penetraba en sus lastres: “Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura.” (José Martí: “Nuestra América”, en El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1890. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 6).
Se ha acusado de antirreligioso a Bilbao por su adelantado radicalismo laico, y también, por sus fuertes concepciones contrarias al ejercicio de la Iglesia, en tiempos en que esta decidía en Chile el rumbo y destino de cada paso dado por los gobiernos; partiendo de esta experiencia, generalizó conceptos relacionados con la separación entre Estado e Iglesia, y fue más allá al analizar la religiosidad, presentando un dualismo excluyente entre dogma religioso de la Iglesia y principios políticos del Estado. De esta manera, proclamaba el principio de “la religión de la ley”, porque nada se podía aceptar fuera de ella. La política no se podía convertir en un sucedáneo de la religión, siguiendo la histórica entrada de los fariseos a los templos, porque entonces se trocaba en un asunto del comercio, tal y como lo apreciaba en la Iglesia de entonces. Bilbao analizaba las causas morales de la descomposición de la Iglesia, que podían ser también las de la política, con el empleo de la dictadura, que hacía desaparecer el sentimiento de lo justo. Influido por las ideas francesas del liberalismo racionalista, arremetía con fuerza contra la hipocresía eclesiástica vivida en su país y defendía el papel de las logias en el proceso de independencia cultural americana.
En El evangelio americano, su última y, posiblemente, su más importante obra, fijaba una serie de principios: tener como soberano al pueblo en su igualdad, porque “mi libertad es la libertad de todos”; aborrecer el doctrinarismo, un mal europeo impuesto, y no aceptar su dogma acompañante para implantarlo como dominio social; abrazar el sentimiento poético de la naturaleza perdido por los colonizadores españoles; consolidar en la educación la soberanía personal como conquista de la revolución, porque “un pueblo acostumbrado a obedecer en todo, pierde la iniciativa individual que es la salvación, la vida y el vigor de los Estados”; romper con la “incomunicación comercial” y los prejuicios hacia el comercio; honrar al trabajo, cualquiera que fuera, como base del progreso; fortalecer la unidad en la variedad, desechando el error unitario y teniendo en cuenta que la esencia del federalismo es equilibrio; vigilar al enemigo interno que “es la abdicación de la soberanía individual en manos de gobiernos a quienes se les erige en infalibles, o de círculos o partidos que profesan el principio de imponer su credo por todo medio, o de conseguir sus fines por cualesquiera medios”; respetar la libertad de pensar como “el principio de los principios”.
Bilbao murió con 41 años, el 19 de febrero de 1865, cuando el joven Martí recibía clases de Rafael María Mendive. ¿Acaso su locura no la continuó Martí? ¿Acaso no es esta la locura que necesitamos para transitar el camino seguro de la emancipación americana?
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