Según lo que pudiera tomarse como una versión acuñada por el mayor de nuestros fundadores, y hasta más amplia y radical acaso, del mandamiento “No matarás” —que merecería ser universal, y cumplirse—, “ver en calma un crimen es cometerlo”. Lo repudiable es repudiable, cualquiera que sea su dimensión; pero cometido a gran escala, verlo en calma nos hace más cómplices aún. Si no hubiera otras razones, y abundan, para condenar a los criminales en general, y en particular a quienes —individuos o fuerzas supraindividuales— lo son en grande, ahí habría ya un motivo para condenarlos.
Contra el pueblo palestino se perpetra cada día una monstruosidad que llena de culpa a este mundo, y, de esa manera, a todas las personas que vivimos en él. Si es que no ha llegado ya a ese punto, la humanidad va camino de acostumbrarse a que los poderosos hacen lo que les viene en gana, y no les pasa nada, aunque sus actos sean horribles, como el que se le impone a lo que va quedando de Palestina.
El mundo vio con beneplácito que al pueblo de Israel, víctima del fascismo de sello nazi, se le asignara después de la Segunda Guerra Mundial un espacio donde tener hogar y Estado. Pero no tardó muchos años en verse que un fascismo de signo sionista puede cometer una monstruosidad que emula, en saña y salvajismo, con la sufrida por la población judía a manos de los seguidores de Hitler.
El fascismo no es una anomalía del sistema capitalista: es uno de sus recursos orgánicos, y lo usa cuando lo estima necesario para perpetuarse. Las contingencias son contingencias, pero no es meramente un detalle anecdótico el que la familia Bush, tan representativa de los Estados Unidos imperialistas, se vinculara en negocios con el Führer. Tampoco lo es que, negando las explicaciones basadas en credos entre los principales aliados de la cúpula sionista figuren católicos estadounidenses ultraconservadores, reaccionarios: no es cuestión de fe, sino de negocios, aunque en el conflicto subyazca la manipulación de la religiosidad.
Menos anecdótica aún resulta la complicidad del gobierno de la potencia norteamericana con el de Israel. Este es su avanzada imperial en el Medio Oriente. Para la especie humana esos nexos se tornan especialmente peligrosos en los días que corren, cuando tan arrollador es el señorío imperialista. Con sus poderosos medios él ha fijado los términos de las ecuaciones que mueven lo que se ha llegado a llamar “el pensamiento único”.
Las Cruzadas —nombre que no es necesariamente placentero saber que se toma para identificar hasta proyectos de noble animación cultural— fueron una manera de justificar con argumentos religiosos cruentas campañas hechas para saquear territorios y obtener botines de guerra. Sonaba demasiado grosero asumir que se guerreaba por fines económicos, y se acudía a signos mesiánicos y evangelizadores. Hoy el imperio no declara que promueve guerras, y las hace, para apoderarse del petróleo y otros recursos de distintos pueblos. Tampoco las explica ya por motivos religiosos, aunque no renuncia a enarbolar la bandera de contiendas entre civilizaciones, y aviesamente promueve el supuesto pensamiento único como si viniese de un mandato divino.
Provoca y desata guerras, dice, para salvar la democracia y otros valores dolosamente esgrimidos, como la seguridad de sus ciudadanos y la integridad territorial de sus aliados, o para que otros no tengan las armas nucleares que ellos tienen y no deberían existir en parte alguna. Según sus reglas —que, por dominantes, llegan a tomarse a veces como las reglas—, quienes se les oponen son terroristas, como antes eran facinerosos, revoltosos y filibusteros quienes desafiaban sus planes de dominación. Esa es una historia que, más que ser todavía reciente —y nuestra América la conoce—, está viva.
Arma revuelo, como si de veras se tratara de una condena contra el crimen, que un gran escritor, y pensador repudiable, desapruebe la acción genocida de Israel en Gaza y añada que ella solamente conseguirá fortalecer el terrorismo palestino. En el fondo, viene a decir que sería preferible que esa agresión no existiera, pero tampoco el pueblo de Palestina tiene derecho a defender su territorio contra una potencia que le asesina a sus niños e inventa supuestos secuestros de tres personas para justificar la masacre de cientos que, en pocos días, se suman a los millares de víctimas acumulados durante años y años.
Mientras no se le ponga fin a esa ignominia, a todos los pobladores del planeta se nos asigna un poco de complicidad en esa historia. Las circunstancias imperantes y el pensamiento impuesto o inducido dejan apenas margen para protestas verbales, para firmar manifiestos irreprochables, cuya dignidad justiciera los hace necesarios, imprescindibles, pero cuya eficacia para la transformación de la realidad no está probada, o no alcanza el grado que merecería tener. La palabra puede encarnar actos dignos, pero se requieren acciones que frenen la injusticia.
En la realidad cotidiana nos indignamos con las imágenes y las noticias de la masacre, y hasta quizás de tanta rabia optemos por no leer toda la información que nos llega sobre una realidad que es una mancha en el corazón de la humanidad. Pero, aunque la indignación y la rabia nos acompañen en cada minuto de nuestra vida, luego de leer o soslayar lo que deberíamos y pudiéramos leer, nos vamos a la vida que nos toca: a nuestras labores, al amor que nos nutre, y aun a las quejas por lo que está mal a nuestro alrededor y nos molesta, a los temores por los peligros que vemos nacerle o crecerle a la patria, o a nuestros ineludibles y legítimos sufrimientos personales.
Mientras tanto en Gaza —y, si se terminara por aceptar que solo ese pedazo de tierra es Palestina, toda Palestina, se le rendiría un buen servicio al agresor— hay una población que no tendrá tiempo ni sosiego para quejarse de la burocracia y otros males, ni para disfrutar el amor y demás maravillas de este mundo, porque día a día se le impone un sufrimiento monstruoso. Los culpables mayores de semejante realidad, los culpables, son quienes la cometen y quienes la apoyan, y también aquellos poderes que no solo geográficamente están cerca del escenario del crimen, y nada hacen por impedirlo.
No tenemos pleno derecho moral a la tranquilidad mientras no terminen todas las agresiones que impiden la felicidad de los pueblos, y entre ellas sobresale la que hace ya mucho tiempo, ahora mismo y quién sabe hasta cuándo, están sufriendo las hijas y los hijos de Palestina. No bastan las palabras, pero ellas son necesarias para escudar y fortalecer el pensamiento que conduzca a los indispensables actos justicieros.
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