Habaneridad


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La Habana. Foto: Gustavo Rivera
El más reciente número de La Gaceta de Cuba contiene una excelente entrevista a Juan Formell, el gran cronista de nuestro tiempo. Su muerte produjo una espontánea conmoción, no solo por el valor de una música que hizo bailar a generaciones enteras, sino porque también sus letras revelaban zonas ocultas del alma de la nación, tan profundamente vitalista y, sin embargo, observadora reflexiva de los cambios que se iban produciendo en la ciudad, sandunguera sí, pero con conciencia lúcida de que “La Habana no aguanta más”.
 
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En parte autodidacta, Formell creció junto a su padre, músico de formación, en el entorno de Roldán y Caturla. Desde temprano, pudo leer una partitura a simple vista y estudió armonía. Su otro aprendizaje se fue haciendo en el ámbito sonoro de Cayo Hueso en días de feeling y de apertura hacia el jazz, donde, en casa de un luthier del barrio, todavía niño, se encontró en más de una ocasión con Sindo Garay.
 
Todas las tradiciones se entrecruzaban en un barrio que debe su nombre a los emigrantes cubanos, los tabaqueros del Cayo que escucharon la voz de Martí y regresaron a la Isla al terminarse la guerra de independencia. 
 
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Y, en efecto, La Habana no aguanta más. Cada aguacero trae un derrumbe. El peso de las barbacoas quiebra las estructuras de los edificios antañones, mientras quienes disponen de recursos agreden con su mal gusto las zonas urbanas que conservan mayor prestancia. Ha faltado el mantenimiento debido, el control citadino. Han pesado factores objetivos y también los subjetivos para preservar una ciudad mítica de América Latina. Nos toca encontrar soluciones económicas, realizar estudios demográficos e indagar acerca de las razones de su magia y su leyenda. 
 
Buenos Aires y La Habana han sido, a través de la historia, ciudades míticas. En ambas capitales se concentran el poder político y el económico. La producción agrícola venía de tierra adentro, pero la carne argentina tenía que pasar por los grandes frigoríficos instalados en el puerto, algo similar a lo que sucedía con la rada habanera, vía abierta a la exportación y a la importación. En términos pragmáticos, la ciudad constituye en sí misma un considerable capital económico, resultante de una acumulación secular nada despreciable. ¿Qué hacer? Los problemas son tantos que se agolpan unos sobre otros. Se requiere un diagnóstico multidisciplinario del escenario actual con vistas a su perspectiva a mediano y largo plazos. Sería recomendable la participación de urbanistas, economistas, sociólogos, especialistas en temas culturales y trabajadores sociales con alta calificación profesional.
 
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Todo indica que en La Habana se ha iniciado un proceso de refuncionalidad. Su corazón histórico, el puerto, dejará de ser la vía fundamental para la importación y exportación de bienes. Los antiguos muelles se están transformando. La bahía y su canal de entrada se descontaminan. En ese entorno tomarán cuerpo nuevos valores paisajísticos, una vez integradas las fortalezas coloniales, el encanto de Casablanca, el típico poblado de Regla y los valores monumentales de Guanabacoa. Como en el siglo XVI, la ciudad volverá a sustentarse en una economía de servicio, junto a las instituciones representativas del estado y el gobierno. Para no subordinarse a las demandas de un turismo globalizado favorecedor de antros para el desahogo de inhibiciones, tendrá que incrementarse el desarrollo de un significativo capital intelectual, apto para seguir impulsando el trabajo científico y una cultura con identidad propia.
 
Lacerada, la ciudad conserva cualidades que pueden contribuir a su puesta en valor. La Revolución detuvo la especulación que amenazaba destruir su perfil identitario. Su diseño urbano sigue privilegiando la escala humana. Cuenta con capital intelectual que ha acumulado un saber actualizado en función de las demandas concretas de nuestra realidad, heredero de una práctica que alcanzó un lugar destacado en el contexto latinoamericano de mediados del siglo pasado. La Habana Vieja integra el catálogo de los conjuntos urbanos reconocidos por la UNESCO.
 
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El tango y el son universalizaron los mitos de Buenos Aires y La Habana. El imaginario de las ciudades se había cimentado a través de la literatura asociado al romanticismo en su vertiente costumbrista y nacionalista. La Amalia de José Mármol mostró a Buenos Aires bajo la dictadura de Rosas y el matadero de Echevarría ponía de relieve el valor de la sangre. Encerrada en su laberinto, La Habana de Cecilia Valdés se situaba de espaldas al mar, pero Mi tío el empleado de Ramón Meza subrayaba la perspectiva de una vitrina urbana recostada junto al puerto para un emigrante codicioso que haría fortuna al amparo de la burocracia colonial.
 
A partir de la segunda intervención norteamericana, el desempleo crónico  fomentó el clientelismo político. Los ministerios proveían, a ritmo de cuatrienio, salarios y cesantías, mientras en el Capitolio se negociaban jugosas perchas legislativas en beneficio de intereses privados. La imagen mirífica de la capital atrajo un flujo ininterrumpido de inmigrantes. 
 
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Sin embargo, los recién llegados se asimilaban a la vida de los barrios afincados todos en una misteriosa memoria colectiva. Por decisión de gobierno, cambiaban los nombres de las calles para rendir homenaje a patriotas, poetas o pensadores o para consolidar relaciones con otros países. Así lo mostraban las placas, aunque hasta el día de hoy, Padre Varela siga siendo Belascoaín, y Juan Clemente Zenea, Neptuno. En singular manifestación de resistencia popular, la oralidad predomina sobre la letra. El triunfo de la Revolución incentivó un movimiento hacia la capital de naturaleza distinta con la incorporación de combatientes del Ejército Rebelde y de la clandestinidad a los nuevos proyectos de transformación de la sociedad. Habaneros de medio siglo, pueden conservar alguna nostalgia del terruño original, pero se han asimilado a los hábitos de la ciudad.
 
El período especial tuvo repercusiones económicas, sociales y culturales de enorme alcance. Al relumbre de la capital contribuía ahora el auge de la industria turística, aparejado al acceso a la moneda dura, en una etapa caracterizada por el descenso vertiginoso del peso cubano. El movimiento migratorio adquirió dimensiones masivas, acentuó la crisis de la vivienda y el crecimiento de barrios insalubres. Para la gran mayoría, la carrera hacia el éxito resultó ilusoria. La marginación impuso conductas derivadas de una cultura de la supervivencia y de la pobreza, en detrimento de una auténtica cultura cubana. Paralelamente, se aceleraba el deterioro del patrimonio edificado. 
 
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Como la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia, aún mutilada, La Habana, sensual en su modo de recostarse al mar, síntesis de historia con la preservación de los testimonios sucesivos de su marcha hacia el sur y el oeste. Invaluable en lo físico, lo es también por los rasgos característicos de su gente. 
 
 Gustavo Rivera
 
La Habana ha entrado en un cambio de época marcada por las cicatrices del tiempo, superpoblada y quebrada su infraestructura en lo constructivo, tanto como en las redes soterradas. Solo el mito perdura más allá del desgaste del tiempo. Transformado en fuerza motriz y energía renovada a partir de la valoración de su riqueza intrínseca y de sus potencialidades, el mito tendrá que ser factor decisivo para diseñar los nuevos escenarios, alentados por algo más importante que la inversión económica tangible: la pasión renacida, la confianza en el futuro, y la participación colectiva. Solo esas razones de orden subjetivo pueden contrarrestar la chapucería, el despilfarro y el múltiple ejercicio de la corrupción. Para reconquistar la capacidad convocante y restaurar la fe, para estar en condiciones de emplear en beneficio del país los recursos derivados de la explotación de nuevas vertientes de la economía, educación y cultura no pueden considerarse gastos. Son inversiones, las menos costosas y las más fructíferas.

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