Hay un viejo dicho entre nosotros que expresa que todos los cubanos nos creemos capaces de opinar sobre tres materias: política, medicina y pelota. Como se sabe, cuando decimos pelota nos referimos al béisbol, considerado nuestro deporte nacional.
Recuerdo durante mi niñez en el barrio de Santos Suárez que jugábamos un remedo de béisbol en plena calle con pelotas de tenis, de trapo o de cajetillas de cartón en las que se envasaban los cigarrillos de tabaco negro cubano. Se bateaba con la mano y se corrían solamente dos bases, además del home, o las cuatro bases si se jugaba a las cuatro esquinas en el cruce de dos calles.
Pero también jugábamos con pelota de béisbol, guantes y bates en el Parque de Santos Suárez o íbamos hasta un terreno lejano, cerca del puerto de La Habana, llamado “el arenal”. El juego podía ser al duro o al flojo según se dispusiera de mascota, careta, peto y rodilleras para el receptor.
Tanta era nuestra pasión por el béisbol que un grupo de vecinos creó una liga infantil llamada Estrellas Nacionales del Futuro. La tienda de ropas La Rosa Cubana, famosa en la Esquina de Toyo, auspició un equipo con el nombre del establecimiento cuyo uniforme utilizaba letras, números y gorras de color negro, el color de los Yanquis de New York de la Liga Americana.
Mi equipo fue el de las Estrellas de Negrete, que era el nombre del vecino que nos dirigía, y utilizábamos el color verde. Los uniformes fueron confeccionados por vecinas del barrio a partir de los sacos en los que venía envasada la harina que se utilizaba en la panadería de Toyo.
También jugábamos béisbol en mi escuela primaria —el Instituto Edison de la Víbora—, que disponía de un terrenito para esos fines. Pero en el barrio existía un equipo de béisbol de adultos, integrado por nuestros padres, que llevaba por nombre Los Viejos, y jugaba los domingos por la mañana en diferentes terrenos que iban desde la Papelera Moderna hasta la escuela pública del barrio de Poey.
En Cuba la gran tradición era el béisbol amateur. Por ejemplo, los que trabajábamos en la empresa de los ferrocarriles disponíamos en Lawton Batista del Club Ferroviario, y organizábamos torneos internos con equipos por áreas de trabajo: Administración, Talleres de Luyanó y Talleres de Ciénaga. De allí salieron los hermanos Camilo y Patato Pascual, que llegaron a jugar en las Grandes Ligas.
El béisbol profesional, según lo que recuerdo, se desarrolló en los años cuarenta del siglo pasado. Se jugaba en el Estadio de la Cervecería Tropical y después en el Estadio del Cerro, con luces para juegos nocturnos.
Había solamente cuatro equipos: Los Leones del Club Habana, que utilizaban el color rojo; Los Alacranes del Almendares, que utilizaban el color azul; Los Tigres de Marianao, que usaban el naranja; y Los Elefantes de Cienfuegos, que eran los verdes. Estos equipos jugaban en invierno, cuando las Grandes Ligas recesaban. Una buena parte de cada conjunto estaba integrada por jugadores norteamericanos.
A propósito de esto, el poeta Nicolás Guillén escribió un poema satírico sobre uno de esos equipos cubanos en el que la mayor parte —o buena parte— de los jugadores eran norteamericanos. Cuba llegó a tener un equipo en una liga Triple A, que es el nivel previo a las Grandes Ligas, con nombre en inglés: los Cuban Sugar Kings; como había una orquesta cubana en Estados Unidos que se llamaba los Havana Cuban Boys.
Aparte de la liga cubana de cuatro equipos, todos con sede en La Habana, se seguía con mucha atención lo que ocurría en las Grandes Ligas, que entonces eran dos: la Liga Nacional y la Liga Americana. Y al final de la temporada se celebraba la serie mundial entre los dos equipos ganadores en cada liga.
Hasta se encontró una variante tecnológica —en esa época sin satélites de comunicaciones— para transmitir en vivo los juegos de una Serie Mundial, utilizando un avión que daba vueltas en el estrecho de la Florida para captar la señal y retransmitirla a Cuba. Así de fuerte era, antes de la revolución del primero de enero de 1959, el impacto del béisbol de los Estados Unidos en Cuba.
Al igual que cualquier futbolista aspira a jugar un día como miembro de algún equipo de una liga profesional europea —el Real Madrid o el Barcelona, por ejemplo—, los peloteros aspiran a jugar en las Ligas Mayores o Grandes Ligas de los Estados Unidos de Norteamérica; no solamente por los altos ingresos económicos que proporcionan a los jugadores, sino por saberse parte de la élite mundial del béisbol.
Pero lo que es normal para cualquier pelotero del mundo se convierte en una pesadilla para un jugador cubano. Como parte de la política agresiva contra Cuba que tiene expresión en el bloqueo económico, financiero y comercial que existe desde hace más de medio siglo, el cubano que aspire a formar parte de un equipo de las Grandes Ligas tiene que renunciar a su condición de cubano y adquirir otra nacionalidad. Y esta política se hace extensiva a otras ligas profesionales de béisbol muy vinculadas con las Grandes Ligas.
Resumiendo: usted tiene que escoger entre jugar en su patria de nacimiento y los eventos internacionales en los que un equipo nacional participe, si usted alcanza a ser uno de sus integrantes, o jugar en otras ligas de béisbol del mundo como las Grandes Ligas japonesas u otras ligas profesionales asiáticas, que gozan de muy buen nivel y pagan salarios muy satisfactorios, o jugar en las Grandes Ligas de los Estados Unidos.
Así, la política imperialista hacia Cuba no perdona ni al deporte, en particular a la pelota.
Pensemos por un momento en el esfuerzo realizado por el Gobierno Revolucionario, en nombre del pueblo cubano, para el desarrollo de la vocación deportiva de nuestros niños y jóvenes desde las escuelas de iniciación deportiva hasta los centros de deporte de alto rendimiento. En el caso de la pelota, su práctica en todo el territorio nacional, con torneos por edades, hasta la Serie Nacional con un equipo por cada provincia, más el Municipio Especial de la Isla de la Juventud.
Es un orgullo representar a la provincia y tratar de formar parte de la selección nacional. El pueblo sigue a esos peloteros que ha formado, en los que ha invertido largos años de preparación y numerosos recursos materiales y lo único que reclama de ellos es que pongan en alto el nombre de su patria, de su pueblo y de su familia en los torneos internacionales.
Sin embargo, hay peloteros para los que nada de esto importa. El sueño de jugar en las Grandes Ligas para demostrar su calidad, o la ambición de dinero, los lleva a abandonar las filas de su equipo nacional.
Cada cual es libre de escoger su destino. El patriotismo no puede ser impuesto. Es algo que tiene que sentirse. Y ningún egoísta es patriota verdadero.
La actitud decente de un jugador que prefiere irse a jugar al extranjero, en particular a las ligas de los Estados Unidos, a sabiendas de que para ello se le obliga a renunciar a su condición de cubano, debe ser la de no integrarse a la selección nacional, emigrar por vías normales y seguir su camino con quienes lo quieran contratar. Pero lo que es inaceptable y vergonzoso es integrar una selección nacional y luego desertar de ella en el extranjero, con daño para su equipo, su país, su propia familia y la dignidad de su persona. Los desertores, en estos casos, son además traidores a sus compañeros y a su pueblo, incluyendo a su propia familia. Recordemos el viejo enunciado de los tiempos del Imperio Romano: Roma paga a los traidores, pero los desprecia.
No hay dinero ni éxito temporal alguno que pueda borrar sobre la frente de un hombre el estigma de la traición.
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