Se aproxima el momento en que descorra su telón la edición número 20 del Festival Internacional de Teatro de La Habana, dedicada esta vez a la celebración del natalicio ochenta y cinco del actor, director e intelectual cubano Sergio Corrieri, fundador de dos instituciones extraordinarias en la historia teatral cubana del siglo XX: Teatro Estudio, en 1958, bajo la conducción de Vicente Revuelta, y Teatro Escambray, en 1968, del cual fuera artífice y líder absoluto.
Mil novecientos sesenta y ocho fue un año de sumo interés para la historia contemporánea: tuvieron lugar importantes eventos que incidieron en la cultura occidental, entre ellos el Mayo francés y la Primavera de Praga. Cerrando el lente, cual si se tratara de una cámara fotográfica, encontramos en nuestra área geográfica el asesinato de Martin Luther King, en Memphis, Tennessee, Estados Unidos; en México, la masacre de Tlatelolco que ahogó en sangre las protestas estudiantiles contra las políticas sociales y económicas del Estado, y con un leve giro que nos permita enfocar directamente sobre la Isla se superponen las imágenes del Congreso Cultural de La Habana, la terminación y presentación del film Memorias del subdesarrollo, la primera edición del Diario del Che en Bolivia, las diferencias en el seno de los jurados del Premio Casa de las Américas en los géneros de literatura y teatro con respecto a los libros Fuera del juego, del poeta Heberto Padilla, y Los siete contra Tebas, del dramaturgo Antón Arrufat y el proceso denominado Ofensiva Revolucionaria, entre otros sucesos.
En el ámbito teatral daban inicio, con menos de un mes de diferencia, sendos proyectos de experimentación, verdaderas aventuras en el campo de la creación escénica: el Grupo Los 12, que inicia su travesía en octubre, y el Grupo Teatro Escambray, que el 6 de noviembre arriba a su nuevo escenario en la zona central de la Isla.
Común a ambos proyectos la presencia en ellos de teatristas que ya mostraban carreras sólidas o en franco ascenso, es decir que se trata de caminos experimentales que propician no la energía juvenil de quienes los eligen, sino la experiencia vivida, el conocimiento del medio y, como consecuencia, la insatisfacción con lo que se hacía y con los llamados logros, que hasta el momento, se habían obtenido en ese espacio.
En ambos casos la inquietud se plantea en términos de cómo puede el teatro estar a la altura de las enormes transformaciones que lleva a cabo la Revolución Cubana y que alcanzan todas las esferas de la vida social del país incluyendo la conciencia, el pensamiento y los valores de los ciudadanos.
Varios teatristas sentían que se necesitaba un teatro distinto, uno que se relacionara de otro modo con los públicos. Hasta ahí habían cambiado las condiciones de trabajo de los teatristas, que ahora podían vivir de su trabajo como verdaderos profesionales, pero el teatro que se realizaba, en cuanto a sus títulos y a su estética, continuaba siendo muy similar al que subía a los escenarios antes de 1959. Ciertamente habían surgido nuevos autores, había aumentado la asistencia de la población al teatro, sobre todo ante la oferta de determinadas obras, pero una zona de los teatristas deseaba ser parte, de una manera esencial, de los cambios que se estaban produciendo en la sociedad cubana. Deseaban constatar la utilidad del arte teatral.
El Seminario de Teatro que tuvo lugar en el año 1967 permitió el examen en extenso y en profundidad de la situación. Al cierre del mismo el Consejo Nacional de Cultura, institución a cargo de la administración de la vida cultural del país, ofreció la posibilidad a los artistas y técnicos de la escena de crear nuevas agrupaciones artísticas con nuevos objetivos.
Esto allanaba el camino. Sergio fue nucleando a quienes tuvieran necesidades y sentimientos semejantes a los suyos y se conformó, tras muchas conversaciones y análisis, un proyecto posible que contó con el acompañamiento del Consejo Nacional de Cultura.
Desde el año 1966 tanto Sergio Corrieri, como Gilda Hernández compartían su tiempo entre el trabajo en el teatro y la labor docente en la Escuela Nacional de Arte. Para el año 1967 la joven estudiante procedente de Quemado de Güines, en la provincia de Las Villas, Orietta Medina Negrín, terminaría sus estudios.
Orietta, por su parte, aunque era formalmente alumna de Rodolfo Valencia había tenido como profesor sustituto a Corrieri ante la ausencia programada del profesor titular, quien debía cumplir otras obligaciones. En algunos momentos también se había acercado por interés propio a las clases de Gilda o de Sergio.
Los estudiantes de la época estaban al tanto de las dinámicas inherentes al movimiento teatral del cual pronto serían miembros, así como de sus polémicas. Habían tenido la oportunidad de participar en el Seminario de Teatro y algunos habían expresado allí sus ideas.
El caso es que Orietta, con dieciséis años, halló ante sí la invitación de Sergio, Gilda, Miguel Navarro, Helmo Hernández (padre) y otros compañeros del núcleo fundador del Teatro Escambray para formar parte del proyecto como representante de las generaciones nuevas. Y la aceptó.
Me narra cómo la víspera del 6 de noviembre, fecha de la salida hacia la zona central del país, los sorprende discutiendo la legitimidad de su incorporación al grupo frente al directivo del Consejo Nacional de Cultura, quien oponía el argumento de excepcionalidad de aquella oferta en tanto sería –era—una oportunidad privilegiada que se le estaba dando a un estudiante y no a otros, puesto que el proyecto solo incluía –hasta ahí-- profesionales ya formados y probados; parte de ellos, además, artistas de primera línea.
¿En virtud de qué se añadiría un recién egresado? ¿Lo habían pensado bien? Esta posición, este modo de pensar con respecto a los jóvenes valores que terminaban la enseñanza artística y sus relaciones con las agrupaciones teatrales activas en el tejido profesional del país estuvo vigente hasta bien entrados los setenta. Los elencos de las agrupaciones alcanzaban altas edades sin que el talento joven pudiera compartir escena con ellos, recibir desde la práctica artística conjunta el legado correspondiente.
Sergio y sus colegas arguyeron debidamente sobre la particularidad del caso y la necesidad, medular, de incluir en el proyecto a algún integrante de la más reciente promoción de teatristas y, al fin, lograron sus propósitos.
Apenas horas después, al amanecer del día 6, salieron en tres autos de alquiler hacia el lugar temporal de destino, que sería la Escuela Formadora de Maestros de Topes de Collantes.
A partir de allí harían historia.
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