Haydée y Abel, sembradores del fuego.


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Haydée y Abel,  sembradores del fuego.

Hasta el sol de hoy, se ha hecho común referirse  al  “fuego de la Revolución” y aludir  a este proceso de trasformaciones como una llama encendida. Expandiendo hasta nuestras intensidades de trópico las diversas significaciones  del fuego heracliteano, solemos referirnos a los sucesos  acontecidos el 26 de julio de 1953 como la chispa de la Revolución o la siembra del  amanecer. Vibraciones de una metáfora más profunda  que significa a Cuba como una incandescencia, como una estrella que flota en el firmamento, simbolismo latente en nuestra bandera nacional. La nación brilla  o se  eclipsa, se condensa o se disuelve,  en “el aire de luz” o en el “hado terrible”, en dependencia de la altura moral de los cubanos, de la temperatura  de su patriotismo.

Imagen  que  puede rastrearse  desde el poema “La estrella de Cuba” de José  María Heredia, y en el  soneto  escrito en 1850  por el diseñador  de nuestra bandera Miguel Teurbe Tolón. Así fulgura  en versos como: “Al sonar nuestra voz elocuente/ Todo el pueblo en furor se abrazaba, / Y la estrella de Cuba se alzaba/ Más ardiente y serena que el sol” y  “Cuando Cuba sus hijos reanime/ Y su estrella miremos brillar”, del bardo santiaguero. Y estos otros del matancero: “Bajo tus pliegues cual sagrado manto, / La muerte sin temor te desafía; / De tu estrella al fulgor la tiranía, / Huye y se esconde en su cobarde espanto/ Y tú, noble adalid, canto de guerra, / De Patria y Libertad, alza valiente, / Clavando este estandarte en nuestra tierra”.

Ígneas analogías, de alumbramientos y oscuridades, de día y noche, vida o muerte, de  libertad y opresión, que, con sus giros y gravitaciones, prevalece en los versos y las canciones que reverencian los  asaltos a las fortalezas  del Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. En gran medida, por las circunstancias, por el momento oscuro que padecía el pueblo cubano, agravado por al golpe militar del 10 de marzo de 1952. Por otro lado,  la hora en que se dieron los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, de madrugada.

No puede obviarse el hecho de que muchos de los jóvenes asaltantes habían participado antes en las marchas de las antorchas que en homenaje al Apóstol  se realizaron en La Habana, desde la escalinata universitaria hasta la Fragua. De ahí que esta imagen de alumbramientos sobre la oscuridad de la  noche  que aparece en la versión primigenia del Himno del 26 compuesta  por  el asaltante Agustín Díaz Cartaya,  semanas antes del Moncada: “La muerte es victoria y gloria que al fin/ la historia por siempre recordará/ la antorcha que airosa alumbrando va/nuestros ideales por la Libertad”.

Es el “fuego de Heráclito” expandido en diversas  perspectivas. El fuego como una paradoja de la persistencia y del cambio, como una fuerza  cósmica o superior, como una fuerza endógena  trasformadora y como metáfora que simboliza la  ciclicidad del mundo.  Para aludir  los sucesos del 26 de julio de 1953 y  a sus protagonistas, como a las encendidas que vendrán. Tal cual lo hace el propio Fidel el 28 de enero de 1961: “así se empezó a prender la chispa, que más tarde sería llama, que más tarde sería ¡Revolución encendida, de libertad y de justicia!”.

Así también en las notas de Casa de las Américas para presentar el  disco 26 de Julio: los nuevos héroes, considerado el segundo álbum del Movimiento de la Nueva Trova y  puesto a circular en 1969, con motivo del décimo aniversario del Triunfo de la Revolución. Allí se afirma: “El 26 de julio de 1953 surgieron los héroes de nuestro tiempo, los que encendieron las llamaradas de la actual Revolución cubana”.

El referido fonograma incluye el tema “Moncada” de Pablo Milanés. Composición que aunque con otra cuerda musical, se estructura esencialmente  sobre las mismas analogías de Revolución/amanecer prevalecientes de alguna u otra manera en las de Silvio Rodríguez Y Noel Nicola. Sirvan de ejemplo estos versos del trovador bayamés: “Del último amanecer sin alba quiero hablar, / no sé si tendré palabras para decir. / Después de mucho anochecer/ siete gigantes aún por caer, / una verdad, / mil mentiras, / se hizo el día”.

Unas de las significaciones del filósofo de Éfeso es del fuego que, en tanto rayo, viene de arriba y  dirige el universo. Otra como elemento primario o expresión de las leyes propias del cosmos que está "en llamas porque, en primer lugar, está hecho de llamas, de fuego. Son estas las que subyacen en la  conocida “Canción del elegido”, escrita por el trovador Silvio Rodríguez como homenaje al  moncadista Abel Santamaría e incluida en el ya referido segundo disco del Movimiento de la Nueva Trova.  El poeta ariguanabense  alude al héroe con claras referencias al cosmos: “Haré la historia de un ser de otro mundo/ De un animal de galaxia/ Es una historia que tiene que ver con el curso de la Vía Láctea”.

Mas, no lo deja allá arriba, nos lo acerca,  humanizándolo: “Fue de planeta en planeta/ Buscando agua potable/ Quizás buscando la vida/ O buscando la muerte eso nunca se sabe/ Quizás buscando siluetas/ O algo semejante/ Que fuera adorable/ O por lo menos querible, besable, amable”.  O con estos otros versos con los que lo “baja” a  la altura de su trascendencia: “Y al fin bajó hacia la guerra/ ¡Perdón! quise decir a la tierra”. Una trascendencia alcanzada al comprometerse con los de abajo, al buscar la  luz, como martiano consecuente, al buscar la paz haciendo su “guerra necesaria”. Y el agua,  para que germinara la “Revolución encendida, de libertad y de justicia” como aludiera Fidel, el gran amigo de Abel.

Fue “Yeyé” quien sembró aquel fuego en los corazones de  los nuevos trovadores. Como ha contado Silvio,  puso la épica revolucionaria  a su alcance, al narrar  “algunos hechos como ella los recordaba y no como parecía pintarlos cierta mitología castradora. Su visión realista y a la vez poética era la anunciación de que el sacrificio era una forma de ascenso en la escala humana”. “La fascinación que ejercía me hizo escribir cientos de palabras con música, con las que intenté un tributo a la proeza de su generación, en la que había brillado su hermano Abel”.

Hay quien relaciona “el elegido”  con el “hombre nuevo”. Otros, con  Jesús Nazaret, por esa alegoría de "sintió en su cabeza cristales molidos", en referencia a la coronación de espinas con la que fue castigado el “primer revolucionario”. Porque los “elegidos”, como Haydée y Abel, nunca se apagan y cada día vuelven a nacer.

Así lo hace el poeta Roberto Fernández Retamar, cuando evoca a la heroína de aquella “madrugada terrible y hermosa”:“¿Cuántas niñas van a llevar tu nombre en lo adelante?/ ¿Cuántas veces volverás a nacer/ En un batey, en una aldea/ , en alguna provincia remota de un remoto país”.

Mujer de carne pero ardiente, que trasciende ígnea, energizada una y otra vez otra vez: “estallido, la cólera sagrada”,  “olor de la pólvora” y  “montaña llena de estrellas y de sueños”.

Haydée siempre presente en el alma de la nación, prendida en nuestra fe como  en nuestros actos. Cual nos convocó Fina García Marruz en sentidos  versos  musicalizados por Sara González: “Sus hechos, no vayan al olvido de la hierba. / Que sean recogidos uno a uno, / Allí donde la luz no olvida a sus guerreros”. Tal cual la evoca   Pablo Armando Fernández: “De repente es la luz y no la llama/  la que descubre tu velado nombre”.

Y su entrañable amigo   Mario Benedetti, quien prefigura sus ausencia/presencia  desde  “otro borde”: haydée abrecaminos sin camino/ haydée mi socia de asma sin su asma/ haydée sin esa casa sin su américa”/ haydée sin el amparo ni la flecha del sol”. Quien cuando interioriza “esa brutal ausencia”, “de pronto fue de noche/ ya no quedaban luces ni fragores”.

El uruguayo se lamenta  porque en estos lares, “pueblos de dolor y olvido”,  suelen permitirse el  “terrible lujo/ de recibir herido de la historia/ un indómito y limpio personaje de fuego/ y no lograr siquiera/ ni acaso merecer/ que no se apague”.

La metáfora ígnea  titilaba ya en el poema “Conversación con Abel Santamaría”, escrito por Carilda Oliver Labra en 1953, cuando tuvo noticias del destino de aquel  joven de la Generación del Centenario que nació un 20 de octubre y Fidel calificó como el “alma del Movimiento”.  Fulgura en el lirismo de estos versos  que abrazan  a estos dos sembradores  de fuego  nacidos en Encrucijada.

 

“Aquí convoco tu córnea interminable

persiguiendo el mal con una lágrima,

la pupila oráculo de tu hermana,

rebelde, pariendo luz dentro del polvo…”

 


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