Recientemente escuché, nada más y nada menos que en boca de una maestra de la asignatura, que «La Historia solo necesita buena memoria». Tal afirmación me hizo recordar que para Heródoto, reconocido como «el padre de la historiografía», al menos en el mundo occidental, las llamadas Historias ?cuyo título significa en griego ‘investigación’ o ‘búsqueda’? tenían como fin dar a conocer las costumbres y tradiciones del «mundo antiguo», objeto de su estudio, y abundar en los conflictos armados entre aquellos pueblos, sus causas y los argumentos de las partes; no se pretendía recopilar sucesos para su posterior aprendizaje memorístico, sino que se apelaba a una lección moral o a una enseñanza para entender el presente y tener en cuenta su significado fundamental para una proyección hacia el futuro. Si repasamos las culturas más antiguas, como las de China o de la India, tampoco Confucio o Buda, asociados a la historia de estas respectivas civilizaciones, insisten en datos y cifras, nombres y relaciones, porque no es la memorización lo que ha predominado en sus prédicas, sino el análisis y el razonamiento derivado de sus leyendas y una suerte de realidad mítica vinculada al pensamiento y a la sensibilidad de los antepasados.
Los pueblos originarios americanos abordaban la Historia como misión para trasmitir la sabiduría de sus ascendentes, completar el conocimiento del sistema dualista compartido partiendo de las explicaciones necesarias de la actualidad e intuir su destino como pueblos. Entonces, ¿cuándo la Historia comenzó a tener una presencia memorística protagónica?
Habría que remitirse a la Edad Media europea, cuando se convirtió en disciplina doctrinaria y propagandística, y la Iglesia la colmó de dogmas que debían ser memorizados, siguiendo el camino de la escolástica; la Edad Moderna nunca pudo soltar ese lastre de nombres y fechas como la esencia y no como el elemento auxiliar para acertar en un proceso humano que debía apelar al raciocinio del ser, su don más preciado. Aún una buena parte de nuestra escuela enseña enfatizando datos y cifras que se casan y parean a fuerza de repeticiones de la memoria, creando casi un reflejo incondicionado en los alumnos que termina en rechazo, aunque algunas de estas informaciones hagan falta para construir un razonamiento más complejo.
Al abordar el estudio de la Historia es obvio que surjan bifurcaciones de lecturas y ramificaciones de posibilidades de interpretación, que al omitirse o no desarrollarse, quedan truncas o incompletas; quizás lo que más falta haga para liquidar definitivamente la escolástica en la enseñanza contemporánea de la Historia, sea la maestría pedagógica para orientar de manera atractiva algunos derroteros o diferentes visiones, y mostrar otras versiones de sucesos y acontecimientos, así como de la proyección e importancia de ellos en la evaluación del presente; además de libros de texto amenos y entretenidos que ofrezcan variadas opciones a un lector que se inicia en este complejo proceso y se interesa por ir más allá de las simples repeticiones dirigidas. Este dilema no es solo cubano, pues resulta muy difícil erradicar la tradición secular del estudio fragmentado de fenómenos que aparecen aislados de otros con los que, en la práctica, interactúan y se condicionan mutuamente; estos métodos antidialécticos las¬tran los procedimientos de los profesores y las enseñanzas de sus libros, como si se negara lo real de la realidad o como si se olvidara que el método analítico para cualquier estudio es solo la primera parte de un proceso más diverso y delicado que debe completarse con el sintético, pues la síntesis de lo que se ha fragmentado y la interrelación con otros segmentos aporta valores esenciales a tesis o tratados.
Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural, de Ernesto Limia Díaz, es un serio intento de eliminar las barreras opuestas a un método analítico-sintético dialéctico que abra las posi-bilidades del razonamiento, no solo para entender procesos históricos, sino para comprender las causas que los generan dentro de una dinámica de interrelación con la sociedad y la llamada polis; la cultura en su sentido más amplio y no solo como manifestación artística y literaria; la política y sus tensiones con la ética; la religión y las religiosidades; la conciencia jurídica legitimada y lo justo aceptado por el pueblo aunque no aparezca en ningún documento oficial u oficioso… y otras relaciones multidisciplinarias y de saberes que se potencian según las circunstancias o las causas que generan los hechos analizados en diversos lugares del planeta, donde se fragüen o tengan algún alcance sustantivo en el tema tratado.
Estamos hablando de una historia diferente de la codiciada Cuba que se debatía entre el medieval imperio español, el ímpetu y el apetito de poder de la metrópoli francesa y las am-biciones racionales y capitalistas de la potencia británica; una historia social de la Isla desde la llegada de Colón y durante los siglos XVI, XVII y XVIII, desde que comenzó la rapiña europea en las Américas hasta que la «Pérfida Albión» le devolvía La Habana a la decadente España: cinco capítulos con treinta y tres temas como acápites, en que uno lleva al otro sin rupturas ni caídas, con una continuidad de relato y algunos referentes poco conocidos a partir de variadísimas fuentes y puntos de vista diversos, para construir una historia que se queda en el recuerdo porque se puede leer como una novela de aventuras. El autor profundiza en la relación de prejuicios antisemitas en la España de Colón, las causas de la proliferación de falsos conversos que explica en parte el origen de la hipocresía social española y la traslación a América de esas deformaciones, así como los factores medievales que decidieron la imposibilidad de que aquella metrópoli pudiera sustentar el desarrollo capitalista, ni siquiera en su propia frontera. Distanciado del entusiasmo colombófilo del «quinto centenario», Limia ubica en su verdadera dimensión la figura del Almirante, sus conocimientos, pericia, su empeño en lograr el financiamiento necesario para el nacimiento de la empresa comercial del «descubrimiento», es decir, la preparación del saqueo a fa¬vor de la Corona española, con su correspondiente beneficio personal, prometido y luego escamoteado, como era lógico, pues Colón no era noble, fue un hidalgo sin fortuna, y al final, para la nobleza española, un navegante aventurero y un «pobre diablo», y por eso necesitaba ser vigilado por Rodríguez de Fonseca.
Algunas evidencias, como el recibimiento «non grato» indígena al tributado «descubridor» en Baracoa, revelan que posiblemente la primera resistencia americana contra Europa fuera cubana. Para las ambiciones de Colón y para no perder títulos o privilegios ante la corte, lo más conveniente resultaba hacer creer que Cuba era tierra firme y hasta se autoconvenció de esa hipótesis, y murió sin saber, o sin querer saber, que se trataba de una isla larga y estrecha que no terminó de bojear por la costa sur en su segundo viaje. Estos y otros planteamientos expresados al desnudo y con el manejo de datos imprescindibles de la economía y el comercio, la demogra-fía y la sociedad en que se adentra, de las intrigas políticas y las maquinaciones palaciegas en juego, presentan un análisis integral y maduro, contemporáneo y profundo, en el que se extraen conclusiones atinadas, sin máscaras de afectados o beneficiados, sin repeticiones de fuentes interesadas o adornos del pensamiento de una burguesía en ascenso.
El filo de estos relatos contados sin petulancia, incluso más bien con humildad, pero con suficientes argumentos y datos elegidos para mostrar zonas dudosas, aporta luces a la todavía repetida oscuridad del siglo XVI cubano. Algunos detalles en la formación de las primeras villas, la naturaleza económica de sus fundaciones, el ambiente social condicionado por variopintos intereses, entre los que se encontraban los de la Iglesia y los de los funcionarios de la Corona española, enriquecen el discurso histórico. Limia remite a una consecución de sucesos de nuestros ancestros, de dominadores y dominados; la realidad social se edifica sobre la compulsión multidisciplinaria de documentos y estadísticas de la época, y de tal manera se ha construido un escenario más probable que aquellos decorados de colaboración entre clases o grupos sociales que acompañaron los estudios de Historia de Cuba de quienes sobrepasamos el medio siglo de edad, aunque en los actuales suele aún escurrirse alguna miel.
En una caliente discusión que sostuve en Valencia con un colonialista ?sin el «neo»?, que pretendía convencerme sobre las intenciones de los reyes españoles de convertir a Cuba desde los primeros siglos en un «jardín paradisíaco» ?visión que si no hubiera conocido al personaje podría pasar como demasiado ingenua?, me di cuenta de que debemos publicar aún más nuestros puntos de vista sobre la depredación y el genocidio europeos en América, e insistir en las esencias de una historia que todavía hay interés en maquillar, aunque no soporte un colorete más. Cuando en muchos lugares prevalecen criterios y enfoques típicamente colonialistas, resulta imprescindible un texto como Cuba entre tres imperios…, capaz de sostener, firme, clara y ampliamente, la verdadera naturaleza de la conquista y colonización, su abandono momentáneo en el caso de la isla de Cuba cuando no sirvió para esos propósitos, y la atención posterior al advertir la monarquía la estratégica posición geográfica del territorio como punto de encuentro de las flotas y retaguardia segura y fértil de abastecimiento de estas.
Para España o cualquier metrópoli, tanto Cuba como otras colonias solo podían servir para ser atracadas y despojadas sistemáticamente de sus recursos, aunque hubiera que acu¬dir a la aniquilación de poblaciones enteras; en realidad, los colonialistas y su larga descendencia de «neos» ni siquiera piensan que esos «oscuros» lugares posean cultura, y aunque parezca exagerado, para algunos peninsulares en la actualidad la cultura cubana sigue siendo española. Por tanto, no podía haber interés ninguno en promover, ni siquiera mostrar, rasgos diferenciadores de la metrópoli que se delineaban o esbozaban en una factoría que luego llegó a tener el «privilegio» de ser colonia, ya fuera en la cultura artística y literaria, o en cualquier práctica, desde la religiosa o la jurídica hasta la más simple o sencilla demostrada entre parroquianos. Esa intolerancia de la mentalidad colonialista la mostró la Corona española con la refinadísima y rica cultura árabe, un legado que apenas se legitima, y suele aparecer en nuestros días como ridículo arrastre medieval.
El crecimiento de la cultura cubana, que hizo posible la formación de un pueblo forjador de su propia identidad nacional, ocurrió a contrapelo de España y aprovechando sus actos fallidos; la asimilación sistemática de la transculturación sucesiva en ese período ha sido detallada en el texto de Limia con informaciones que dan fe de asuntos como el contrabando practicado por obispos y gobernantes. Quienes debían representar el «bando» acudían a su contrario para el enriquecimiento ilícito, y este ejercicio, que ha contribuido a la falsedad social y al perfeccionamiento de la simulación personal como norma estructurada desde determinadas zonas de poder, ha constituido uno de los más graves azotes cubanos y latinoamericanos hasta el momento.
Para conocer al detalle la génesis de flagelos con los que aún convivimos, y para comenzar a extirparlos de raíz, también resulta muy necesario este texto. Cada incidente importante de Cuba bajo el poder español, la mirada francesa y la socarro¬nería británica, situada en «el camino de la seda» americano hacia España y entre fascinantes historias de corsarios y pira¬tas, de bucaneros y filibusteros ?en su mezcla de comercio, ilegalidad, progreso y saqueo: «San Berenito, todo mezclado, / todo mezclado, San Berenito»? ha sido analizado no solo con el rigor que impone la testificación aportada en documentos y actas capitulares, datos y estadísticas convincentes por su basamento legal, sino bajo el análisis crítico del ambiente social recogido en textos diversos, la vida cotidiana, los intereses familiares y las actuaciones personales que no pocas veces deciden el curso de los acontecimientos.
La mirada de los visitantes que llegan a La Habana y el uso selectivo y certero de informaciones de diverso pelaje, contribuyen a aproximar una realidad social ensombrecida a propósito para ocultar intereses mezquinos en nombre de las más peregrinas excusas; el texto revela las intrigas de gobernadores que incrementan sus fortunas de manera insólita y comerciantes que se hacen ricos de la noche a la mañana, hacendados y ganaderos que defienden posiciones en línea con sus intereses aunque lo disimulen con pujos de lealtad ante el gobernador o el rey, y se recuerdan las distancias entre el entorno histórico y la sustancia cultural reflejada en algunos libros canónicos como el poema épico Espejo de paciencia, uno de los primeros textos literarios conocidos en Cuba, escrito por uno de los contrabandistas más notables de la época, y que pretendía salvar el buen nombre de uno de los obispos que con más entusiasmo practicaba el eufemísticamente llamado «comercio de rescate».
Entre peripecias novelescas y aventuras de pasajes históricos que semejan episodios narrativos de ficción, con personajes rocambolescos como los ingleses sir Walter Raleigh, sir Francis Drake o William Penn, el libro de Limia rueda y corre sin que la capacidad memorística sea lo fundamental, sino la lógica histórica y la incorporación de datos y elementos que en otras bibliografías, bien por perversidad y manipulación o por ingenuidad o desconocimiento, no aparecen o se quedan al margen; perfiles y noticias que parecían de tono menor y que aquí se exploran y se explican, incluso se enfatizan, para averiguar de dónde salen los «dineros» de las empresas que organizan las invasiones y conocer más sobre las inversiones realizadas en el oprobioso negocio de «la gran pena del mundo»: la venta de seres humanos para la esclavitud sobre la que se sostienen la sociedad cubana y las compañías creadas por potencias que mientras ofrecían una imagen de progreso y humanización con la venta de maquinarias, participaban en el macabro comercio triangular entre Norteamérica, África y la Isla, que alimentó la acumulación originaria del gran capital del primer mundo. La elección de algunos datos y la pericia para integrarlos a una lectura amena dentro de una narración fluida, crean las condiciones para continuar leyendo en plena complicidad y aceptar la invitación a pensar más que a memorizar.
Otro aporte fundamental del libro se localiza en la revelación, destaque y trasiego de algunos personajes y personajillos que han permanecido en la confusión de las sombras, con in-formaciones que han llevado y traído a gobernadores y reyes por la vía del oscuro y necesario oficio del espionaje, en ocasiones en dos sentidos, unas veces con fortuna y otras con frustración, y que de cierta manera han creado la oportunidad para no pocas decisiones en la historia del mundo.
Hay además explicaciones determinantes para entender la decadencia peninsular y los vicios adquiridos por los americanos que hablamos español. Ocultamientos y pequeñas historias cobran un valor en el tejido social y se dibujan para bajar el perfil de apologías y elogios, y también para desenmascarar denostaciones propagandísticas o matizar rotundidades que lamentablemente abundan en la semblanza de personalidades; es, asimismo, muy saludable la ponderación de hechos que aún se analizan bajo enfoques desactualizados en la enseñanza y en los medios, debido a que los nuevos aportes que han enriquecido no pocas conclusiones no han sido trasladados con todo el peso que ameritan a los contenidos de la docencia y de la divulgación. El texto saca a la luz algunos sucesos y precisiones de «baja intensidad», a veces poco destacados en los libros, que ahora obtienen singular relevancia a partir del sabio engarce a un relato que busca llamar la atención sobre auténticas explicaciones fuera de órbitas legitimadas. Este procedimiento audaz, de respetuosa irreverencia, nutre al libro porque abre interrogantes polémicas que invitan a reafirmaciones o refutaciones apartadas de los caminos trillados.
La utilidad de estas páginas se manifiesta asimismo en su ampliación de los «esenciales mínimos» para entender de manera razonada el proceso histórico de una isla cuyo primer gran valor fue ser codiciada por los imperios europeos, en los primeros siglos de su existencia «occidental», debido a su estratégica posición geográfica, a su condición de punto de encuentro de flotas en el camino a Europa, a las amplias posibilidades de sus costas con bahías y playas de embarque y desembarco para el comercio, a la fértil riqueza de sus suelos, con suficientes bosques maderables, y a la posesión de la cuenca acuífera más importante del Caribe, esencial para el crecimiento posible de prósperas ciudades y el abastecimiento de alimentos a su población.
El texto va a la «causa de las cosas» cuando se adentra en los antecedentes de la toma de La Habana por los ingleses. El uso del espionaje británico ?y el desconocimiento, desestimación o la desconfianza sobre informaciones proporcionadas por el espionaje a favor de España?, unido a la inefable ineficacia es¬pañola, pesó más que la resistencia criolla y las inclemencias tropicales en la rendición de las autoridades coloniales de la Isla ante los casacas rojas, y su análisis muestra los puntos de vista del autor y sus habilidades para presentar el teatro de operacio¬nes de una batalla cuyo impacto posterior decidió profundas transformaciones en la sociedad cubana. Los ingleses, quienes ya habían presentado la estrategia propagandística con la «oreja de Jenkins» para iniciar una guerra contra España, ejercieron el método del espionaje combinado con el aprovechamiento de cualquier pretexto para desatar un conflicto, que sus discípulos norteamericanos aprendieron muy bien y aplicaron después en la propia Cuba ?la explosión del Maine para la declaración de guerra en el conflicto entre la Isla y España, debut bélico del naciente imperialismo yanqui?, y que han seguido repitiendo hasta el cansancio, desde el dudoso ataque a Pearl Harbor, el hundimiento de un inexistente barco en el golfo de Tonkín para comenzar la guerra de Viet Nam, la extraña caída de las torres gemelas en Nueva York, o la misteriosa explosión de una corbeta surcoreana…
Y precisamente creo que es esa la utilidad mayor, entre otras tantas ya enumeradas, de Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural de Ernesto Limia Díaz: ir a las verdaderas causas que generan los hechos históricos y diferenciarlas de los motivos aparentes, para estar en mejores condiciones de comprender en profundidad lo que sucede ahora mismo. Esta preparación, cada vez más urgente en el escenario que vive el mundo y es¬pecialmente Nuestra América, responde al llamado martiano de que «los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos», y lo hace con un discurso atractivo, sencillo y fluido.
Inmerso en situaciones históricas densas, complejas y laberínticas, va dejando conclusiones certeras con la guía de la lógica histórica y sin el recargamiento brumoso de la memo¬ria. A pesar de la extensa bibliografía utilizada, no se siente el peso doctoral que implica el cruce constante de informaciones; ofrece crónica y reportaje, semblanza y evaluación estadística con la cifra que más y mejor cuenta, descripción pormenorizada y vívida narración, y todo se ha unido al sobrepasar el horizonte primario en la enumeración de guerras y conflictos para valorar actitudes y hechos con efectividad y eficacia. La constante fragmentación de temas y subtemas va cerrando las conclusiones parciales de cada capítulo y favorece la formulación final de la síntesis.
Limia ha historiado la Historia con método dialéctico, es decir, le ha devuelto el contenido inicial de investigación y búsqueda en interrelación constante con diversas fuentes e informaciones para analizar, desde la pasión y la razón, mensajes que se han estructurado en el inexorable avance lineal del tiempo en la formación y crecimiento de la sociedad cubana. Su ejercicio se convierte en un deleitable texto en el que el pasado se proyecta hacia la actualidad, y la historia se nos torna un arma «cargada de futuro».
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