Atento a las lecturas simultáneas que nos ofrecen las llamadas nuevas tecnologías en la estructuración de sus discursos visuales, el Teatro también hace lo suyo.
Desde allí, donde preexisten múltiples referentes, llega el pensamiento que inspira la creación del performance homónimo, el cual teje su densidad en el excelente quehacer de dos intérpretes y en los otros recursos expresivos que las acompañan y las acogen. A través de la caja de lambe-lambe (un formato de lo teatral surgido en Bahía, Brasil, en 1989) despliega su peculiar seducción el teatrino, que encierra la sugerencia de una historia y acentúa nuestra curiosidad con el hecho de ser, cada vez, contada para una persona sola. Magia de esta técnica que trae al espacio de lo teatral algo propio de los experimentos visuales de antaño, entre ellos ese lente común a la fotografía y el cinematógrafo, a la par que rinde culto al voyeurismo y nos recuerda el significado primigenio del término Teatro.
En el teatrino la fábula que se despliega apela a variados recursos teatrales en su presentación, sin desdeñar aquellos que nutrieron los decorados y efectos del teatro en los pasados siglos, hasta llegar a las plantillas y los calados que nos sorprenden en el teatro de sombras, mientras pequeñísimas fuentes de luz dirigidas con acierto completan el encanto de las escenas.
La caja está inmersa en un mundo visual de objetos de comunicación y memoria historizados: fotos, fragmentos de cartas, notas que exhiben el paso del tiempo, la mayoría contenidos en cajas, cofres, gavetas…que sustentan la tensión dramática del estarse asomando a espacios secretos, por privados; tal vez a lo que en otro tiempo integró lo prohibido. Con materia de ese mismo carácter se ha construido el resto de los artefactos, ya sean fragmentos de abanicos, figuras planas, teatro de papel que la mano de la actriz titiritera animará para desplegar ante nosotros –unas diez personas, quienes hemos sido invitadas a compartir con ellas el espacio del acontecer escénico–, la otra historia que se nos reserva.
Antes, cada uno ha tenido tiempo para escudriñar el lugar –una cámara negra de unos cuatro por seis metros tal vez– en la cual los mencionados elementos se han instalado habitando la mayor parte del espacio.
Ambas historias muestran un común denominador, son historias de amor que tienen lugar en un tiempo distante de los días que vivimos. Transcurren de modo diferente y realzan distintos significados. Las actrices nos hacen partícipes de las mismas en un teatro visual, sin palabras, con una exquisita banda sonora que no poco contribuye a la magia que por espacio de unos treinta y cinco minutos nos imanta.
Qué gusto volver a ver a Ederlys Rodríguez en escena, qué bien la secunda Edith Ybarra. Qué buen gusto y qué delicadeza resuma esta obra en la también comparecen Mario Cárdenas (Mayito), desde la concepción y el diseño, y Roberto Figueredo (Kiko) desde la creación y selección musical de manera específica, aunque todos, junto a la asesora, Yudd Favier, firman este espectáculo como creación en conjunto.
Qué bueno tener la oportunidad de participar un tanto más activamente, como espectadores, en este juego de sensaciones y sensibilidad que nos deja con un deseo de regresar a la experiencia, que nos libera un poco de nuestras rutinas y nuestros automatismos, que nos dice que ha sido preparado, con primor, para nuestro disfrute porque todos tenemos algo en común que es la memoria. Qué experiencia de maravilla para el público la presencia del actor a unos pasos, el privilegio de entrar al espacio mágico de la fabulación. Ojalá que esta práctica se inscriba en las búsquedas y poéticas de La Salamandra y no resulte experiencia aislada.
Tapas que se abren y cierran, gavetas, estructuras disimuladas en un mueble, dispositivos que se recogen en sí mismos hablan de una memoria atesorada, en efecto, reservada, protegida de las miradas, pero el bien mayor lo significan la concepción y partitura de este delicadísimo encuentro entre signos y público del cual surge precisamente lo inefable.
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