Hubo esclavos rubios en Cuba


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“Gloria a las manos negras que trabajaron.  / Gloria a las manos blancas que trabajaron...” nos canta la borinqueña Lucecita Benítez.  Y los versos de ese poema musicalizado nos hacen recordar que en Cuba hubo esclavos blancos.

 

Sí, con piel de alabastro, ojos azules y descendientes de los mismísimos celtas.

 

La palabra “esclavo” nos sigue invocando la imagen de un hombre negro. Es lógico que así sea, pues desde los albores de la Colonización, proveniente del enorme arco costero que abarca de Senegal a Mozambique, aquende el Atlántico vino –mejor dicho, ¡la trajeron! –  una enorme oleada africana.

Negros y negras tumbaban los dulces tallos en el cañaveral, y los transportaban hasta el ingenio azucarero. Negros y negras se afanaban en el trapiche, en la casa de calderas, en la purga de los cristales empapados de miel, y en el embalaje.  Negros y negras realizaban las tareas en los cafetales, la carga y descarga de los buques, el trabajo doméstico, y ellas hasta asumían el rol de nodriza.

Muy variada fue la procedencia del esclavo africano, pero, particularidades étnicas aparte, todos eran negros. Ah, mas ha de insistirse: también hubo en Cuba esclavos blancos. Lo repetimos: esclavos con la piel nívea, ojiazules, herederos de aquellos celtas que, procedentes de la zona centroeuropea, invadieron a la península ibérica en tiempos remotos.

Desde finales de los 1700, el sueño de los amos esclavistas se vería turbado, de continuo, por cierta recurrente pesadilla, que se concretaba en una sola palabra: Haití.

En sus noches febriles, imaginaban el desenfreno levantisco de la negrada, el asalto inmisericorde de sus mansiones y una degollina que no dejase amo con cabeza.

Y aun el menos diestro en el elemental arte de los cálculos aritméticos, podía comprobar el enorme peso que, en el total de la población, había adquirido el ébano y “la pelleja de color quebrada” tras siglos de trata negrera.

A partir de 1847 se puso en práctica la introducción, por millares, de culíes, para frenar el incremento del negro. Y, poco después… poco después alguien pensó en Galicia.

La situación de Galicia, al mediar el siglo XIX, era a todas luces desesperada. Las tierras se habían dividido sucesivamente, hasta el punto de que los labradores sólo poseían ínfimas parcelas. Y la densidad de población ponía en grave peligro la supervivencia de las gentes. Diezmaban a aquellas comarcas las epidemias y, para colmo, las cosechas de 1853 y 1854 se perdieron, por lluvias pertinaces, condenando a los agricultores a la hambruna.

Y muchos optaron por decir un desgarrado adiós a los padres, a la patria, a esa noviecita cuya desolación iba a cantar la poetisa gallega Rosalía de Castro: “Cuando era tiempo de invierno / pensaba en dónde andarías; / cuando era tiempo de sol / pensaba en dónde andarías. / Ahora yo tan sólo pienso, / mi bien, si me olvidarías. / Tejí mi tela yo sola, / sola sembré mi nabal, / sola voy por leña al bosque / y sola la veo quemar. / Ni en la fuente ni en el prado, / así me muera al cargar, / él ha de venir a erguirme / que él ya no me esposará. / Tórtola, calla tu arrullo, / me muero de soledad, que mi hombrecito perdióse. / ¡Nadie sabe dónde está! / ¡Golondrina que pasaste / con él las ondas del mar, / golondrina, vuela, vuela, / ven y dime dónde está!”.

 

Fue el diputado a Cortes Urbano Feijóo y Sotomayor quien propuso –para bien de su bolsa–  la solución salvadora que blanquearía a Cuba: traer “colonos” gallegos. El proyecto es aprobado en 1854, cuando Feijóo obtiene –y cito textualmente– “el privilegio de transportar trabajadores libres, por períodos de cinco años, que se mantendrán bajo la vigilancia de las autoridades”. Y agregan que éstas “velarán de que a los inmigrantes se les pague el pasaje, tres camisas, un pantalón, una blusa, un sombrero de yarey y un par de zapatos, dos veces al año, y de que no se les pague menos de seis pesos al mes, y que se abone el pasaje de regreso”.  Y hasta ahí… hasta ahí, ¡todo santo y bueno!

 

Resultado neto: a los “colonos” gallegos se les pagó la cuarta parte del alquiler de un negro esclavo. En condiciones de virtual esclavitud, se fueron diezmando.

 

A partir de entonces, se da el fenómeno de cimarrones que no son congos ni yorubas, sino celtas ojiazules. Así, el amo no sólo circulará entre los cuerpos represivos la fuga de un negro, sino también la de un rubio.

Y aquellos seres martirizados, con el Atlántico separándolos de sus lares, se sumarían al gran ajiaco cubano.

Sí, deudores somos de los gallegos que suspiraban por la libertad, bien supremo al cual cantara en estos versos su paisano, el poeta que vivió y murió en La Habana, Curros Enríquez: “¿Dónde estás, Libertad, que ya no me hablas? / ¿Dónde estás, oh mi amor, que no respondes? / ¿Por qué te ocultas, di, por qué te escondes, / cuando no puedo ya vivir sin ti?”.

 

 


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