Isabel Moreno, tantos personajes bajo una sola piel


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Recién este 9 de junio nos deja la primera actriz Isabel Moreno, tras celebrar el 28 de enero su cumpleaños ochenta y dos.

Con ella parten desempeños legendarios en las tablas –su primer amor—como La Santiaguera, de Réquiem por Yarini (Carlos Felipe), de una fuerza inusitada y una decisión sobrecogedora (en el Taller Dramático, con Gilda Hernández, 1965); la tragedia corporeizada en poesía escénica de La novia, de Bodas de sangre (1979) y la Adela, de Bernarda (1970) y de La casa de Bernarda Alba (1983), de Federico García Lorca bajo la dirección de Berta Martínez; la Nora de Casa de muñecas (Henrik Ibsen), en dirección de Abelardo Estorino (1978), descollando en una carrera intensa que abarcó la televisión y el cine.

 Isabel ha contado cómo tras la pérdida del padre, con unos diecisiete años, acudía con su mamá – para ayudarse ambas a superar la depresión— a todos los espacios promotores de arte que entonces se multiplicaban en La Habana: la Cinemateca, las funciones del Ballet Nacional de Cuba, Danza Nacional, a los cuales se sumaban conciertos, exposiciones y, por supuesto, las funciones en las pequeñas salas teatrales que desde la segunda mitad de los años cincuenta habían comenzado a surgir en la capital, entre ellas Talía, Las Máscaras, Prometeo…Vio actuar a mitos de la escena como Ernestina Linares, María Antonia Rey, Raquel Revuelta, y se comenzó a soñar en ellas.

El camino lo proporcionó la ingente labor con los artistas aficionados que puso en marcha la dirección del Teatro Nacional desde 1959 cuando fue definido por el Gobierno Revolucionario como la institución a cargo del desarrollo y la organización de la creación escénica en el país.

Los cursos de actuación que brindaba el Teatro Nacional la llevaron de una oficina, en la firma Crusellas, a los escenarios. Trayecto similar recorrieron otros entre quienes más tarde fueron nuestras inmensas figuras en el teatro o la danza.

Me gusta particularmente la parte de la historia que cuenta Isabel de su debut en un escenario, con la obra La taza de café, de Rolando Ferrer,    dirigida por Juan (Johnny) Amán cuando evoca esa sensación conocida por todos los del gremio, y no por ello menos incómoda, en que a uno le sobran los brazos, no reconoce su propia voz, las piernas le parecen de palo y se le olvida que hay que respirar.

Siguió sobre las tablas y estudió en la Escuela de Instructores de Arte para convertirse en profesora de Pantomima y Expresión Corporal. Este entrenamiento unido a su físico: una mujer esbelta con piernas y brazos de peculiar extensión sentó las bases para esa manera elegante y plástica con que la vimos moverse después en escena.

Como resultó usual en los sesenta, integró muy diversos conjuntos profesionales por breve tiempo, tales como el Grupo Guernica, el Conjunto Dramático Nacional, el Taller Dramático y el Conjunto de Arte Teatral La Rueda, puesto que las agrupaciones surgían y tenían una breve existencia. El medio teatral exhibía en ese entonces una gran movilidad.

Una ventaja de esta etapa fue la posibilidad de trabajar bajo la conducción de artistas con formación, métodos y concepciones muy diversos. Algo semejante sucederá en Teatro Estudio, donde ingresa en 1969, puesto que a estas alturas el conjunto ha dejado atrás el espíritu propio de grupo teatral y es ya una compañía de repertorio con varios directores artísticos.

De sus dos décadas en la institución Isabel extrajo significativas experiencias técnicas: con Suárez del Villar (Las impuras) pudo trabajar sobre sus inhibiciones, sentir una libertad creativa y ganar seguridad; con Vicente Revuelta se vio obligada a realizar el análisis de los personajes. Berta Martínez fue su mayor escuela: durante la elaboración y ensayos de Bodas… y La casa de Bernarda… aprendió a respirar en el momento adecuado del texto para que la voz saliera limpia y sin esfuerzo, a entender el preciso sentido de cada frase, disfrutar su musicalidad y respetar su ritmo. Conoció la acción paralela, supo del elan trágico, la elocuencia del gesto, los subtextos y su valor, cuánto pesa e importa, justamente, lo que se sabe, pero no se pone en palabras. Se hizo más intuitiva, más artista.

Todo resultó útil después, al comenzar a hacer televisión; cuando al fin la televisión pudo contar con la gente de teatro y estos pudieron aceptar los llamados del medio y ajustarlos con sus programaciones. Lo más importante era aprender el lenguaje, aquí el gesto era pequeño, cerrado; el lente de la cámara se encargaba de tomarlo. La voz ajustaba las tonalidades a los micrófonos cercanos. Vino Hoy es siempre todavía, con Tony Lechuga; La séptima familia, con Juan Vilar; La botija, con Danilo Lejardi; Cuando el agua regresa a la tierra, con Mirta González, y otros tantos productos más.

Mil novecientos noventa y cuatro la encuentra trabajando en Venezuela. Interviene en las telenovelas Divina obsesión, de Tito Rojas; El paseo de la Gracia de Dios; Cruz de nadie, El perdón de los pecados, Amor mío, estos últimos con Claudio Callao, y las televisoras se vuelven un espacio cotidiano. Cuentan los colegas de Teatro Estudio que en la gira que hicieron a Caracas en 1997 no se podía salir con Isabel a la calle. Los fans la asediaban en busca de autógrafos.

Continuó en esta labor hasta 2001 en que se radica con su familia en Miami. Hace teatro con las afamadas compañías Repertorio Español y Teatro Avante, además del Departamento de Teatro de la Universidad de Miami, y permanece haciendo televisión hasta 2021. Intervino en un total de once audiovisuales de continuación.

La labor con Repertorio Español le trae dos premios de actuación: el Premio Hola 2007 como actriz protagónica y el Premio ACE 2008 como actriz de comedia. Antes, en 1987, había recibido en Cuba el Premio UNEAC de Actuación Femenina por su desempeño en ¿Y quién va a tomar café?, de José Milián bajo la dirección de su autor (Teatro Estudio, 1987).  

Aunque Isabel tenía ya en su haber seis filmes antes de intervenir en La bella del Alhambra (desde Soy Cuba, en 1964 hasta Un hombre de éxito, en 1989) nuestro gran público la hizo suya con La Mexicana de esta gran película de Enrique Pineda Barnet. Un personaje de los llamados “pequeños” al cual ella, en complicidad con Beatriz Valdés, su protagonista y compañera del teatro, y su director hizo crecer.

Grande entre las grandes, recreó un personaje poco agraciado como carácter en esa trama: la vedette que ha de ceder el paso a la sangre joven que llega, con igual dosis de talento que de ambición. La actriz puso su experiencia y su talento al servicio de la dramaturgia del filme.

Por estos días en que se comparten en las redes varias escenas de Isabel en dicha película, entre ellas la bronca entre ambas rivales, momento que decide el destino de La Mexicana, resulta interesante ver cómo Isabel lleva la trifulca, pensada – además-- en clave “de barrio”; una escena con una necesaria carga de improvisación.  Llamo la atención de los lectores sobre la calidad de los insultos que Isabel puso aquí en boca de su personaje.

Despedimos en estos días a una artista de una intensísima labor y unas impresionantes capacidades histriónicas que le permitieron transitar por absolutamente todos los registros: drama, tragedia, comedia, farsa, musical, performance; dueña de una voz singular, expresiva, particularmente hermosa, que siempre se preció de ser cubana y a quien recordaremos, además, como un entrañable ser humano.

Unía Isabel a su carisma y su empatía un sentido del humor capaz de sacudir la fatiga y la tensión de cualquier pesado ensayo. Ello junto a su dominio de la profesión y el valor que reconocía en su compañero de escena hacían que trabajar con Isabel Moreno fuera siempre una prodigiosa fiesta.


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