No son muchas las naciones pequeñas, poco pobladas y subdesarrolladas económicamente, que le han aportado a la historia de la especie humana, varias personalidades de raigambre y dimensiones universales en diversas disciplinas del saber y el hacer. Cuba es una de esas pocas excepciones. Las ciencias médicas, las naturales, la agronomía, la literatura, la pedagogía, el arte militar, la política… son testigos de ello desde finales del siglo XVIII.
Incluso, más allá de una obra prolífera destacada en una rama determinada de la civilización, el archipiélago cubano ha dado también personalidades excepcionales que se destacan holísticamente, o sea, que sus aportes son verdaderamente multidisciplinarios, mucho más que los sofistas de la antigüedad del Peloponeso. Hay dos grandes así caracterizados: José Martí, en el siglo XIX y Fidel Castro, en el XX y el XXI.
A la luz del siglo XXI, el pensamiento del más universal de los cubanos del XIX, mantiene su vigencia. Su legado es –hasta el presente- imperecedero y reconocido a nivel mundial. José Martí, sin dudas, es uno de los pensadores al sur del río Bravo que mejor comprendió la identidad cultural de los pueblos de ésta región, la necesidad de su unidad, su diferenciación con la América del Norte anglosajona y los propósitos expansionistas de Estados Unidos.
Con justicia se le ha caracterizado como continuador del legado bolivariano. Hugo Chávez lo calificó como “el más grande bolivariano del siglo XIX”.
Fue Francisco de Miranda quien primero concibió un proyecto para un solo estado hispanoamericano una vez lograda su independencia: el incanato de Colombeya, con dos incas gobernando; incas buscando la autoctonía y dos, para evitar la monarquía. Colombeya, en homenaje a Cristóbal Colón pues consideraba que era su apellido quien debió haber sido usado para nombrar el continente y no el nombre de Américo Vespucio. Más tarde, el propio Miranda rebautizaría su imaginado país como Colombia.
Simón Bolívar retomó el proyecto mirandista de Colombia, pero lo concebía como una confederación de repúblicas y para su primer paso, constituyó en el congreso de Angostura en 1819, la República de Colombia –hoy le llamamos, la Gran Colombia-, para evitar el desmembramiento del virreinato de la Nueva Granada. Como otro paso, conversó con José de San Martín, en Guayaquil en 1822, dejando más dudas que certezas para la posteridad con los resultados de aquella entrevista y como colofón de sus propósitos convocó al congreso anfictiónico de Panamá en 1826, que no logró los objetivos unionistas que se propuso.
Entre Bolívar, que falleciera en Santa Marta el 17 de diciembre de 1830, y Martí, que viviera en la segunda mitad de la centuria, no medió otra figura en Latinoamérica que esbozara con la profundidad y la tenacidad del Libertador, la tarea de la unión de los pueblos latinoamericanos.
Ni Bolívar ni Martí emplearon los términos América Latina o Latinoamérica en sus obras y discursos. El venezolano se refirió siempre a la América española o Hispanoamérica que, aunque etimológicamente no incluya a Haití –de habla francesa- y a Brasil –la América portuguesa-, Bolívar si los incluiría en sus análisis y proyectos porque le quedaba claro que eran parte de la misma familia de pueblos de las excolonias hispanas. En el caso de Haití, llegó a firmar un pacto con el presidente Alexander Petión en 1814, cuando éste le ayudara a alijar una expedición para recomenzar la empresa independentista en Venezuela, de Brasil aspiraba a que finalizara el imperio instaurado en 1822 para que un gobierno republicano se adhiriera a su proyección de Colombia.
Martí vivió otra época histórica. El término de América Latina comenzó a emplearse progresivamente en la década del 60 de ese siglo, aunque con fuerza en el siglo posterior. No tengo la certeza de que Martí lo conociera, pero no lo asumiera, tal vez lo desconocía. Varios políticos sudamericanos emplearon ese término, también lo usaron los franceses para refrendar la latinidad y la cultura francesa como parte de ella y así fortalecer su influencia en el continente, la realidad es que el prócer cubano habló de Nuestra América y con ese calificativo nos legó un formidable ensayo y homologó ese calificativo con Hispanoamérica: “Ha llegado para la América española el momento de su segunda independencia”, aseveró, pero cuando lo hizo no excluía a las naciones no hispanohablantes de la región.
En el siglo XX, después de la Primera Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana en 1966 y con el proceso de independencia del Caribe anglófono, el término América Latina se acrecentaría con el de América latina y el Caribe pero…¿acaso Bolívar cuando estuviera en Jamaica en 1815 y escribiera aquél documento trascendente conocido precisamente como la Carta de Jamaica, y Martí cuando visitara también esa isla para contactar con emigrados cubanos y por cierto, visitar a Doña Mariana Grajales, la madre de los Maceo y a la postre, la Madre de la Patria, no estarían pensando también en que aquellas islas y territorios colonizados por Gran Bretaña al sur del río del Bravo tenían más coincidencia histórica y económica con Hispanoamérica que con la América del Norte aunque les uniera la lengua?
“Nuestro vino, de plátanos, y si sale agrio, es nuestro vino”, es una afirmación que excava arqueológicamente en la identidad de una América que es nuestra pero no sólo por la comunidad de lengua, su cultura mestiza y la conformación geográfica, sino por su realidad histórica, su situación económica y la necesidad de la supervivencia de su independencia que transita por la ineludible unidad pues el fraccionamiento pone a sus pueblos a merced de los imperios.
Y en eso de los imperios, fue claro Martí: “…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber y tengo ánimos con qué realizarlo, de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”.
Tenía plena conciencia de las pretensiones imperiales de Estados Unidos “viví en el monstruo y le conozco sus entrañas”. Ya Bolívar había sentenciado: “Los Estados Unidos parecen estar destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad” y evitarlo, era el objetivo oculto del Congreso de Panamá.
Si alguien conoció de cerca las realidades latinoamericanas y caribeñas fue Martí: México, Guatemala, Honduras, Costa Rica, Venezuela, Haití, República Dominicana, Jamaica… formaron parte de su experiencia vital. Fue cónsul en Nueva York de Argentina, Uruguay y Paraguay, y reportero del diario “La Nación” de Buenos Aires y previó con claridad la necesidad de que “el indio” se levantara para levantar Nuestra América.
La vigencia de la concepción unionista bolivariana-martiana en la Alianza Bolivariana de los pueblos de América-Tratado de comercio de los pueblos (ALBA-TCP) y en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) no es propaganda política de sus propulsores, es una realidad, es la realización de aquél pensamiento fundador.
Algo que parece increíble es cómo Martí, desconocedor de la teoría marxista y de sus planteamientos, logró interpretar en coincidencia con el pensamiento leninista, la realidad del mundo que se engendraba a finales del siglo que vivió. Lenin, le llamó imperialismo y lo caracterizó con cinco rasgos en esa obra imprescindible El imperialismo, fase superior del capitalismo, publicada un decenio después de la muerte de Martí, sin embargo, el apóstol cubano, sin emplear por supuesto el término ni conceptualizar sus rasgos, observó el fenómeno y de él habló.
De alguna manera, analizó el nuevo reparto territorial del mundo entre las potencias emergentes y las tradicionales, la fusión del capital bancario con el industrial creándose una oligarquía financiera y el enfrentamiento por el dominio de los mercados. Lo vio en los Estados Unidos donde vivió una buena parte de su tiempo y lo criticó tras la Primera Conferencia Continental Americana y la Conferencia Monetaria que le sucedió y esa mirada martiana del fenómeno se mantiene en la realidad de los días que corren.
“La guerra que se nos hace es a pensamiento”, esa afirmación martiana no fue válida sólo en el pasado, ha sido desde entonces, de forma continua y fue también una predicción para el presente, yo diría que la guerra cultural e ideológica de hoy, guerra no convencional o de cuarta generación, es más cruel porque los medios tecnológicos que se emplean son capaces de manipular cualquier cosa y de cualquier forma, pero también nos dio Martí la única convicción posible para enfrentarla: “ganémosla a pensamiento”. Puede ganarse con una cultura general integral capaz de crear un sujeto crítico que pueda consumirlo todo, pero igualmente cuestionárselo y asumir sólo lo moral, científico y esencialmente humano.
En momentos en que Cuba se plantea un Programa Nacional contra el racismo y la discriminación racial para remover de raíz ese lastre que se aferra en mentes prejuiciadas, Martí nos ilumina: “Esa de racista está haciendo una palabra confusa, y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre y ya se dicen todos sus derechos”. Por supuesto, muchos años después, la humanidad ha llegado a la conclusión científica de que en la especie humana no hay razas, sino deferencias físicas por el color de la piel, rasgos fenotípicos y marcadores genéticos, pero el maestro, con su alcance, hace una declaración de igualdad que podría tornarse excepcional para su época y esclarecedora para todas las épocas. Creer en “el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud” debería ser la savia en la conducta de los seres humanos.
José Julián Martí Pérez sorprende como hombre de letras al producir una obra de enormes dimensiones, editada como obras completas nada menos que en 29 voluminosos tomos, con poesía, ensayos, novelas, epístolas y artículos periodísticos y todo eso en sólo 42 años de vida; graduado de dos carreras universitarias: Derecho Civil y Canónigo y Filosofía y Letras; ejerció el periodismo, la abogacía, la oratoria y el magisterio; fue amante hijo, esposo y padre y todo ello siempre en medio de sus actividades políticas y conspirativas. A los 15 años de edad ya conspiraba y ya escribía versos.
Fue inmenso su amor por Cuba, sin embargo, era hijo de españoles; de los 42 años de existencia, 25 fueron en el extranjero y sólo 17 en Cuba fraccionado en tres períodos, de los cuales los dos últimos fueron extremadamente pequeños: de su regreso de la deportación a España en 1878 hasta su nueva deportación al año siguiente y su desembarco, combate y muerte en 1895. Las únicas ciudades cubanas en las que realmente vivió intensamente fueron La Habana, Guanabacoa, Regla y Nueva Gerona. No conoció a ninguna de las actuales 15 capitales provinciales, con excepción de La Habana. De la región oriental sólo conoció sus montes entre el 11 de abril y el 19 de mayo de 1895 aunque sus restos descansan en Santiago de Cuba y no estuvo nunca en la región central insular.
De él dijo Jorge Mañach, que era como el oxígeno que respiramos. Esa expresión fue en los años veinte de la vigésima centuria, pero no cabe dudas de que aún y para siempre, Martí será el oxígeno que respira el pueblo de Cuba.
Deje un comentario