Un día de junio de 1967, el destacado crítico inglés de ballet Arnold Haskell, bautizó, en el suplemento Cuatro páginas de Granma con el nombre de Las joyas cubanas, a cuatro jóvenes bailarinas: Aurora Bosch, Mirta Plá, Loipa Araújo y Josefina Méndez.
El célebre especialista, partícipe directo en la gestación del ballet inglés, junto a Ninette de Valois, Marie Rambert y Liliam Baylis; testigo del quehacer renovador de los Ballets Rusos, de Sergio de Diaghilev y cercano admirador de estrellas legendarias como Ana Pávlova, Tamara Karsávina y Olga Spessítseva, “nos estaba entregando un documento que, con el tiempo, habría de convertirse en uno de los más trascendentales para la balletomanía cubana, y para la historiografía y la crítica de la danza en Cuba. En él se establecía de manera rotunda, no sólo que el ballet cubano era ya algo más que la valiosa y abnegada trilogía Alonso, empeñada durante años en plantar en medio del Caribe la semilla “exótica” del ballet académico, sino también una valoración que en justa medida hacía reconocimiento a los logros históricos de la escuela cubana de ballet y a la individualidad de sus más sólidas representantes jóvenes”, al decir de Miguel Cabrera, Historiador del BNC en su libro Las cuatro joyas.
Precisamente hoy, 8 de marzo cuando cumpliría su aniversario 80, Josefina Méndez regresa transformada en memorias y palabras para recordarla como uno de los nombres más brillantes en el firmamento del BNC y la danza nuestra. Portadora de un amplio registro, dramático e interpretativo, y espléndida técnica, pertenece a esa primera generación de bailarinas depositarias del legado de Alicia Alonso, que enriquecieron en el tiempo los postulados de la Escuela Cubana de Ballet. La maestra no está con nosotros desde hace algunos años, pero sus huellas quedan para recordarla…
Josefina Méndez, calificada por Haskell, como “...bella reina de la tragedia, con su dignidad soberbia...”, resulta una de las artistas de su generación en la que más armoniosamente se conjugan las vitales facetas del comportamiento escénico de una bailarina: el dramatismo, la femineidad, el sentido del estilo, la presencia teatral, la expresividad y la elegancia.
De sus inicios, valgan estas memorias para conocer la génesis. Su gran impulso hacia esta carrera —confesó la célebre bailarina en no pocas oportunidades— llegó en el Stadium Universitario, en 1954, cuando la llevaron a ver a Alicia Alonso en El lago de los cisnes. Allí quedó tan maravillada, que se pasó toda la función agarrada al pasamano de una escalera. Luego la volvió a ver en Coppelia, y “la conocí personalmente en su camerino del Auditorium, donde me autografió un programa. A través de ella valoré el ballet como arte grande, y decidí superarme con la aspiración de llegar a ser un día una bailarina de verdad”.
El sueño se convertiría en realidad, Josefina Méndez tiene un lugar cimero en el ballet cubano, como una de sus más grandes figuras. Ella dejó su alma y esencia lírica, en cuanto tocó en danza. No por azar, es considerada una de las bailarinas con mayor dominio estilístico. De este tópico dejó constancia en una entrevista realizada por este redactor cuando expresó: “Es que tengo facilidad natural para captar los estilos, pero más bien, era el resultado de mucha observación, de un largo aprendizaje con personas conocedoras. Soy, por naturaleza, muy romántica y ello me identificó grandemente con los ballets blancos. Igual me sucede con lo dramático, pues tengo la disposición de conmoverme y conmover a la gente. Sin embrago, admiré siempre esa cualidad de Alicia, de ser diferente en cada papel, y me propuse la variedad estilística como una meta”.
La talentosa intérprete de personajes como Giselle —apoteosis del estilo romántico— o la Odette-Odile, de El lago de los cisnes —donde se reúne el lirismo y la bravura del clasicismo—, es también la bailarina que estrenó, con supremo criollismo, la Cecilia Valdés del BNC, inspirada en la novela de Cirilo Villaverde, cumbre de la narrativa cubana el siglo XIX. Su amplio diapasón histriónico, estilístico y técnico le permitió convertirse en magistral ejecutante de decenas y decenas de obras que abarcó su repertorio, inscritas, como es habitual en la Escuela Cubana, en las diversas tendencias de la danza tradicional y contemporánea. Entre otras, dejó huellas imperecederas en La bella durmiente del bosque, La fille mal gardée, Grand Pas de Quatre (cuya interpretación del rol de Mme. Taglioni fue muy valorada por público y crítica), La muerte del cisne y Las sílfides, de Mijail Fokin; Apollo, de George Balanchine; Jardín de lilas, de Anthony Tudor; In the Night, de Jerome Robbins; y obras de importantes coreógrafos cubanos: El güije, Conjugación, el Destino en Carmen, de Alberto Alonso ; Paso a tres, Bach X 11 = 4 X A, y Tarde en la siesta, de Alberto Méndez; La casa de Bernarda Alba, La noche de Penélope (creado especialmente para ella), de Iván Tenorio; y Flora y Dionaea, de Gustavo Herrera…
Páginas…de la historia
Formada por maestros de la talla de Alicia, Fernando y Alberto Alonso, León Fokin y José Parés, entre otros prestigiosos pedagogos, Josefina fue miembro del Teatro Experimental de la Danza de La Habana, el Teatro Griego de Los Ángeles y el Ballet Celeste, de San Francisco, y artista invitada de la Ópera de París, de los Teatros de Ópera y Ballet de Odesa y Alma Atá, en la otrora URSS; la Compañía de Danza de México, el Ballet del Ateneo de Caracas (Venezuela), el Ballet Arabesque, de Sofía (Bulgaria), Medalla de Honor en el VI Festival Internacional de Ballet de Lodz, Polonia, (1981). En 1987, por su valiosa contribución al arte latinoamericano le fue conferida la Medalla al Mérito Danzario que otorga el Consejo Brasileño de la Danza; en 1989 la Placa de Reconocimiento del Festival Internacional de Ballet de Chiclayo, Perú; y en 1995 la Placa de Reconocimiento de la Fundación del Ballet de Cali, Colombia.
Tuvo la oportunidad de compartir la escena con célebres figuras de la danza cubana e internacional. Entre 1972 y 1973, participó como Maître Asistente de Alicia Alonso en los montajes de los ballets Giselle y el Grand pas de quatre, respectivamente, para el Teatro de la Ópera de París, cuyos roles protagónicos también asumió en calidad de Estrella Invitada. En 1980, también como colaboradora de la Alonso, participó en el montaje de la mencionada versión de Giselle para el Teatro de la Ópera de Viena, Austria.
Considerada una de las más notables figuras del arte escénico nacional, fue galardonada con la Distinción «Por la Cultura Nacional», del Ministerio de Cultura de Cuba (1981); la Distinción «Raúl Gómez García» del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Cultura (1982); y la Medalla «Alejo Carpentier», del Consejo de Estado de la República de Cuba (1984); «La Giraldilla de La Habana», de la Asamblea Provincial del Poder Popular (1998); y la Orden «Félix Varela», del Consejo de Estado de la República de Cuba (1999). En 1987, le fue conferido el título de Profesor Titular Adjunto de la Facultad de Arte Danzario del Instituto Superior de Arte de Cuba (ISA); en 1988 la Medalla «Fernando Ortíz» de la Academia de Ciencias de Cuba, el Premio Anual del Gran Teatro de La Habana y el Premio Nacional de Danza. Otros importantes reconocimientos avalan su carrera: medallas de plata y bronce en los Concursos Internacionales de Ballet de Varna (Bulgaria), la Estrella de Oro a la mejor intérprete en el Festival Internacional de la Danza de París (Francia), el Premio Sagitario de Oro, del Centro Internacional de Difusión del Arte y el Folclore de Roma, Italia.
Cuando en 1984, cercanos al 9no. Festival Internacional de Ballet de La Habana pregunté a Josefina sobre los personajes predilectos en la escena contestó: “cuando uno está en frío se recurre a la experiencia. Uno puede decir nombres de personajes como Odette, Odile, Giselle…, pero en realidad, el que más me gusta es el último que estoy trabajando en un momento determinado. Uno se apasiona, se identifica con él”.
El tiempo pasó, y Josefina (maître, profesora, ensayadora...) continuó trabajando en su “casa” (Ballet Nacional de Cuba) hasta el final de sus días, como ejemplo y guía, junto con Alicia, y otros grandes de la danza, en el BNC donde respiraban todas las generaciones. Ella fue una inmensa maestra, y llegó a amar en lo profundo la labor pedagógica. “Mi inicio como profesora, dijo en una ocasión, fue determinado más, por la necesidad que por la vocación. Después, vino la conciencia de lo que significaba formar a las nuevas generaciones, y lo útil de esta labor para una persona que también era intérprete. Cuando después de este trabajo docente llegaba al BNC a tomar mi clase, me percataba de lo que me estaba aportando la cercanía con los alumnos. Empezaba a recibir los aportes de mis análisis como maestra, y lo notaba en los nuevos enfoques, en la profundización que hacía tanto de la técnica como de lo artístico. En la compañía, desde muy temprano comencé a tomar ensayos, con una gran cercanía a Alicia y Fernando. Conocer sus experiencias y criterios sobre los distintos estilos, ser asistente de ellos en puestas en escena, tanto en Cuba como en otros países, significó un aprendizaje de valor incalculable. Ello me enriqueció mucho para toda la vida”.
Descendientes directos del arte de Josefina bailan sobre las tablas o son maîtres, profesores, coreógrafos, en la Isla y por todo el mundo. Incluso su hijo Víctor Gilí, quien lleva histrionismo en la sangre, como sus progenitores. Eso es parte de la grandeza del lenguaje universal y sus mejores cultores. Hoy, los recuerdos y vivencias transformadas en fotos, trajes, y muchas cosas que le acompañaron en este tiempo sobre la escena, se acomodan en el Museo de la Danza, y su presencia está viva en los salones de la vieja casona de Calzada, sede del BNC, en las tablas de los teatros por donde pasó, como constancia de una vida entregada por completo al arte de danzar. Valgan estas memorias impresas en blanco y negro, con parte de su valiosa vida entregada a ese lenguaje universal que es la danza, para mirar el camino recorrido y “navegar” con ánimo por sobre las estelas grabadas, por Josefina, en el tiempo.
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