Juegos viejos, y de viejos (I)


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No es secreto para nadie que la pandemia del COVID-19, hoy camino al olvido social, transformó nuestras vidas y hábitos. También que diezmó a familias, pueblos, ciudades y modificó el comportamiento de nuestras vidas y las relaciones humanas. Mas hoy, a comienzos del año 2025, nadie lo recuerda, o al menos algunos la toman como referencia para ubicar determinados acontecimientos históricos.

Es por ello que decidimos recomponer nuestra pequeña cofradía de los viernes. No fue tarea fácil. Lo primero que se debía hacer era un pase de lista para verificar las bajas, bien fuera por el mismo hecho de “la fecha de vencimiento o caducidad”; por la emigración o simplemente por la deserción natural que provoca todo proceso de desconexión una vez que ocurre algún hecho relevante. Las bajas eran mínimas. Una deserción, dos emigrantes temporales y cero “fecha de vencimiento”. Pero para nuestro bien había dos incorporaciones notables; y algo de sangre nueva con la compañía de los hijos de algunos de nosotros.

Volvió a ser viernes y aunque la disciplina se ha resquebrajado —algunos habían olvidado que la hora de entrada es a las tres y la salida a las 7 y 30— regresamos a nuestra mesa de la esquina derecha del bar en el restaurante El conejito, y como de costumbre volvimos al tema de siempre, el recurrente: profundizar en nuestras leyendas personales y en reescribir el libro de nuestras vidas de manera colectiva.

No se quién toco el tema, pero de pronto me vi nuevamente, a la altura de mis diez años una noche cualquiera de fin de semana o vacaciones siendo parte de aquel grupo que jugaba hasta el cansancio (o hasta que los vecinos comenzaran a protestar que no es lo mismo, pero es igual) a los escondidos o al chucho encendido o a aquello de “un, dos, tres estop”.

Nunca entendí por qué razón siempre que mis primos mayores se encargaban de “pitear” me tocaba quedarme. Fuera el juego que fuera. Esa era mi maldición. Pero cuando más los odiaba era en el mismo momento que decidíamos jugar “al una mi mula” o al “burrito 21”. Me incluían en su equipo, es muy cierto; pero nunca podía ocupar la posición de “poste”; o era el primero o el último de la cadena.

Por ese entonces no imaginaba que aquel juego sería la antesala de un entrenamiento para la vida: “la tarea del cargador”. Si, porque según se crece uno comienza a soportar sobre sus espaldas diversos pesos.

Está el peso de las compras masivas en el agro; el peso del saco de cemento, de arena y de escombros cuando se decide arreglar cualquier detalle en la casa; y el más importante de todos los pesos (sin incluir el matrimonio, por supuesto), el de los hijos pequeños que te extienden los brazos mientras realizan la danza de la carga después de un día agotador de salida en familia.

Personalmente esas son las dos cargas más estimulantes que he tenido en mi vida, hasta que lleguen los nietos y pase de cargador a transportador.

Pasaron los años y los juegos de saltos, maltratos y escondidas fueron sustituidos por otros más pasivos. Entonces aprendimos a jugar al parchís, a las damas, a los palitos chinos y a pasar horas jugando dominó o a las cartas; sobre todo a la “solterona y a las briscas”; había otros juegos; pero estos eran los obligados para una iniciación correcta.

Fue entonces que escuché por vez primera una frase lapidaría “desafortunado en el juego, afortunado en el amor”. Esa fue la primera mentira social que marcó mi vida en la adolescencia. No ganaba en ningún juego, y me era difícil en ese entonces tener novia; hasta un día que se rompió el hechizo.

Con el paso de los años y las obligaciones que trae el formar y fundar una familia solo sobreviven el parchís con los hijos y el dominó con los vecinos del barrio; toda vez que se han cumplido ciertas obligaciones domésticas como el fregado y botar la basura (se ha fijado usted que eso de botar la basura es una tarea que se asume por toda la vida y es directamente proporcional a la vida en familia).

Medio siglo después, barrigones e hipertensos nuestro grupo ha regresado al pasado. Y como siempre ocurre alguien tuvo la peregrina idea de organizar un día de familia para jugar a lo mismo, al burrito 21 o al una mi mula; y la respuesta fue casi unánime. Solo que era un llamado a hacer el ridículo y una forma de asegurar un espacio en la sala de politrauma del hospital Calixto García.

Aquello de las reuniones en familia había funcionado alguna que otra vez. Un día de playa; ir a pegar la gorra en pandilla a casa de X miembro del grupo que vive en las afueras y pasó de ser matemático a pequeño agricultor —con la consabida “carga” de sus producciones en calidad de donaciones. Pero esto era un llamado a un esfuerzo sobrehumano; se trata de correr y saltar. Honestamente ya muchos no estamos en condiciones físicas para ello, aunque dejemos en el gimnasio esa parte del salario que restamos a nuestras citas de viernes.

Sin embargo; de los cobardes nunca se ha escrito y todos decidimos prepararnos físicamente para el último sábado de este mes de enero enfrentar el reto.

Por mi parte, entreno cada día para lograr este año la meta de poder abrocharme los cordones. Para el salto no sé si estaré listo; lo que si sé es que de salida me ofrecí como poste; es donde se recibe menos peso.

Después les cuento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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