Kubanos en las nubes es una de las más recientes producciones del Centro Promotor del Humor. Llego a ella tras disfrutar de espectáculos como La divina moneda (2001), Gente en black y negro (2008) y Reír es cosa muy seria (2015).
Esta vez solo tres actores sostienen la propuesta: Iván Camejo, Carlos Gonzalvo y Kike Quiñones, quienes nos presentan a tres cosmonautas cubanos que tienen la honrosa misión de orbitar la primera estación satelital cubana; es decir, la primera estación ensamblada en Cuba con componentes de fabricación china según, más tarde, en una buena salida humorística, el propio guión lo aclara. En apenas un breve set –ubicado en un área del amplio escenario– que identificaremos como una zona del interior de la estación satelital tiene lugar el desarrollo del espectáculo.
La puesta en escena cuenta con una banda sonora de un único tema instrumental que apoya los cambios de escena en el guión, el cual se sostiene en el discurso verbal; por ello el humor que hemos venido a compartir tiene como resorte fundamental lo que se dice, salvo algunas acciones de Carlos Gonzalvo, como las que colocan en escena anacronismos relacionados con los rituales del lavado cotidiano de la ropa. En este discurso predominantemente verbal el doble sentido juega un importante papel, sobre todo en la primera parte del espectáculo, aquella que nos brinda las premisas de la historia y en la cual acordamos que al hablar del espacio exterior donde los cosmonautas se encuentran, actores y público se refieren a la dicotomía espacio nacional/ espacio internacional tan presente en estas últimas décadas en la realidad cotidiana y en las microhistorias de la Isla, a la vez que algunos de los problemas que se enuncian como propios de la Estación Satelital se reconocen sin esfuerzo como situaciones particulares del país.
La estructura tiene un comienzo y un cierre donde intervienen los tres intérpretes, los cuales más tarde desarrollarán un monólogo cada uno de frente a la sala de espectadores. Si Gonzalvo realiza el suyo relacionándose con la audiencia según la costumbre al uso de los clásicos del género, quienes le hablan en general al patio de butacas; Quiñones ya entra en diálogo específico con dos personas del público, mientras Camejo cierra su tirada dando las gracias, como quien brinda una conferencia.
El centro del monólogo de Camejo se relaciona directamente con uno de los principales temas del espectáculo, que es la doble moral o hipocresía social a nivel ciudadano. Una de las preocupaciones mantenidas por estos hombres en el espacio es la real o ficticia privacidad en la cual desarrollan esta misión. ¿Están siendo grabados y serán luego observados en la Tierra? Antes se ha dejado establecido que la trasmisión de datos demora un año en su recepción. ¿Pueden decir con total espontaneidad, sin tapujos ni miramientos, lo que sienten y piensan? ¿Alguno de ellos tiene la tarea añadida de espiar a los otros? ¿Van a expresar –pese a cual pudiera ser sus suertes— lo que en realidad piensan?
No digo más al respecto para no develar el final que, quizás, para los más ágiles pudiera resultar previsible. En general, me parece un proyecto con evidentes valores que demanda, como todo lo necesario y valioso, de coraje y esfuerzo para ser llevado a cabo; no obstante, resultó un espectáculo apresurado. Creo que el guión requiere mayor elaboración, con situaciones escénicas que lo doten de una legítima riqueza, a la par que posibiliten el desarrollo de los desempeños actorales de sus intérpretes y soliciten una puesta en escena del nivel de calidad que ellos y sus públicos merecen, sobre todo tras la serie de espectáculos, como los mencionados al inicio de estas líneas, con los cuales el Centro Promotor del Humor ha validado la necesaria altura del humor escénico en la Isla.
La tradición con que contamos para este tipo de desempeños ha dejado bien clara la función y la importancia que la música tiene en ellos. Nunca fue mero accidente ni ocurrencia, sino parte constitutiva fundamental de su concepción, estructura, así como de las expectativas de sus públicos. Algo semejante puede decirse de la visualidad de sus mejores exponentes a lo largo de su historia. A partir de la etapa que se abre para la escena tras el fin de la primera de nuestras guerras de Independencia, en 1878, la tramoya, la escenografía y el vestuario fueron ganando en importancia y en elaboración y el disfrute de la ingeniosidad desplegada en los trucos de tramoya resultó algo de gran significación para los públicos de cada momento, junto a la novedad y el impacto popular de los números musicales y las habilidades histriónicas sin par de sus intérpretes ( la mayoría podía cantar y bailar), los más reputados de ellos considerados entre los grandes de la escena cubana.
En la función que presencié el domingo 25 de junio, ante un público de familias en el cual había infantes, se escucharon palabras y frases que hasta hoy clasifican fuera de los usos permitidos en el lenguaje público en el modelo del español que usamos en la Isla. No es primera vez que veo a un humorista nuestro en situación semejante sobre el escenario de alguna de nuestras instituciones teatrales. El hecho no ha servido, curiosamente, en ningún caso para añadir valores a quienes hacen uso de tales recursos, sino todo lo contrario.
Sé que, con impunidad, ante la inacción de los dispositivos que debieran garantizar el orden social, el tejido urbano capitalino –en particular— se vuelve soez y lamentable, como resultante de la marginalización agresiva de la vida cultural y el detrimento de la espiritual; sé que, aparentemente, las fronteras entre lo que la norma cultural define como aceptado y lo que no lo es parecieran borrarse y que hay quién se confunde con tantos temas de hibridaciones, transgresiones y novedades y, en medio de todo, me pregunto si es que los humoristas, que disfrutan de nuestros teatros y cuentan, entonces, con un público de miles de ciudadanos, en lugar de dar lecciones de civismo y donaire, de real y altísima gracia, van a tomar parte de esta triste operación de populachería y descrédito del habla cubana que, sin duda alguna, la historia futura juzgará y condenará como debe.
Ante mi sorpresa, aprecié como el Teatro Karl Marx, que en su labor reciente de marketing suma a su nombre la frase que reza: “Escenario de los grandes acontecimientos”, permitía la entrada de bebidas y comidas de toda índole a la sala de lunetas. El paisaje después de la batalla –para parodiar el título de un filme de culto—, cuando terminó la función y nos encaminábamos por los angostos pasillos buscando la salida, no le envidiaba ni un centímetro de basura al de la sala de uno de nuestros más céntricos cines.
No es preciso decir más, solo desear que bien pronto semejante institución cultural haga juicio a su carácter. No quede duda de que los cubanos que, por una u otra razón, incluimos la programación de este teatro entre nuestras opciones de recreación y disfrute del tiempo libre mantenemos nuestros dos pies bien puestos sobre la tierra.
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