La austeridad, ¿una condena?


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La austeridad

Cuán estimulante sería no tener que insistir en el tema, pero mucho de lo que se publica evidencia la necesidad de seguir esclareciendo conceptos que a menudo se distorsionan. Si solo fueran deslices formales, merecerían atención, porque el lenguaje es el soporte por excelencia del pensamiento. Pero a menudo son falsificaciones de fondo.

No cabe pasar por alto el mal empleo de humanitario como si fuera sinónimo de humano. Ese uso inunda mensajes emitidos hasta por medios de comunicación masiva relevantes y asociados a las mejores causas, como Telesur. Pero humanitario es lo que beneficia a la humanidad. Ni una desgracia natural ni una crisis económica son humanitarias, ni los genocidios desatados por el imperio y sus secuaces para saquear pueblos.

Ante despropósitos conceptuales de tal relieve se pudiera creer banal detenerse en el uso creciente —hasta por profesionales de la lengua— de dar al traste con como equivalente de favorecer, cuando es todo lo contrario. Los “pequeños descuidos” alimentan malos hábitos, incluso aberraciones, y con estas pueden medrar los poderosos medios de información (o desinformación) que sirven a los intereses de los opresores.

En otros textos el autor del presente artículo se ha referido al manejo avieso de conceptos como estado de bienestar y estado de austeridad. Con el primero de ellos los poderosos se jactaban, como si fuera ciertamente un patrimonio democratizado en el capitalismo, del bienestar que nadie disfrutaba (ni disfruta) como ellos. De paso buscaban contrarrestar los ideales de equidad que llegaban de la URSS y el campo socialista europeo, entonces en pie.

Los poderosos no pierden sus ventajas ni en medio de las crisis del sistema que los representa. Ellas les propician enriquecerse aún más: las utilizan para menguar los salarios y la seguridad social, generar despidos masivos cada vez peor compensados y aun para que el erario público se desangre salvando a los bancos, con los que ellos mantienen atada a la ciudadanía por medio de hipotecas, hasta quitarles las casas a quienes no pueden pagarlas.

Al justificar esas prácticas como políticas necesarias —mientras los grandes fondos para guerras genocidas se mantienen o crecen— logran que la austeridad sea vista como una condena, y así se la imponen a países enteros. Grecia es apenas un ejemplo escandaloso. Las mayorías han llevado siempre modos austeros de vida, aunque a veces enmascarados con las “bondades” del consumismo, que también enriquece a los dueños del capital, cuyas posibles “pérdidas” no pasan de hacerlos un poco menos millonarios, si acaso.

La verdadera austeridad es una virtud que la especie humana necesita para que la salvación del planeta sea posible. Derroche y distribución injusta de lo que se produce son males generados por un sistema que prefiere incinerar productos o botar grandes cantidades de alimentos para que los precios no bajen. Con lo desperdiciado se pudiera al menos aliviar la pobreza y el hambre a millones de personas en el mundo, empezando por niñas y niños.

Demonizar la austeridad es nocivo para la especie humana en su conjunto, pero puede tener implicaciones particularmente dañinas contra los afanes de construir un sistema social basado en la búsqueda de la equidad. El sentido de una economía racional no terminan en el reino de la administración y de la ecología: apunta a requerimientos éticos sin los cuales la especie humana seguirá sin hallar los mejores caminos.

Cuando un pueblo como el cubano es llamado a la tarea, urgente, de alcanzar una economía sustentable y próspera, la convocatoria es justa, y debe consumarse. El deterioro material de la existencia genera desencantos y deformaciones conductuales que conspiran —en unas personas más que en otras, pero con efectos que se generalizan— contra el esfuerzo necesario para edificar el país vivible que la población necesita y merece.

Pero sería erróneo —lo ha señalado Darío Machado en ¿Qué entender por progreso? y La prosperidad en el punto de mira— rendir culto al consumismo y a la tecnología desligada del mejor servicio social. De ese modo se privilegian los valores materiales por encima de la espiritualidad y el sentido justiciero que dan base moral a la convocatoria citada y deben seguir dándosela a la nación en su afán socialista.

Como suele ocurrir con lo importante, ese es un asunto complicado. No puede pensarse al margen de la heterogeneidad característica de los seres humanos, ni ignorando los efectos del barraje propagandístico capitalista que llega por todas partes. No debe sorprender que encuentre eco, caldo de cultivo, en el reconocimiento de que el igualitarismo es inviable y conspira contra la equidad, porque ampara a quienes menos dispuestos están a esforzarse para mantener vivos los ideales justicieros y crear bienes que son necesarios.

Eso es tan cierto como que, si no se hace con todo el cuidado requerido, frenar el posible igualitarismo puede provocar que se desatiendan los reclamos de la justa igualdad. Tales reclamos no funcionan en una sociedad capitalista, pero son una brújula indispensable para lograr un socialismo que aún no ha triunfado en ningún sitio del mundo, y contra el cual no fallará quien suponga que conspira la mentalidad de los ricos, viejos o nuevos. En la misma Cuba ¿no los hay que alcanzan ya el rango de millonarios?

El socialismo, además de ser un proyecto político, económico y social, ni siquiera como afán estará seguro si no se asume como un hecho cultural en el más abarcador y profundo significado de esa expresión. Solo así la necesaria austeridad puede abrazarse plenamente como convicción, como un hecho natural, no como una desgracia que se acepta en espera de poder dar el salto hacia el enriquecimiento.

La cultura de la austeridad debe vivir en el ejemplo personal de cada quien. Así lo ha reclamado un dirigente revolucionario cuyos noventa años han propiciado ratificar no únicamente la admiración que merece. También han dado pie para insistir en la necesidad de que las nuevas hornadas de dirigentes y funcionarios encarnen la modestia, la decisión de echar su suerte con los pobres de la tierra, lo que significa vivir como estos y para estos. Así lo ejemplificó quien hizo de esa decisión la voluntad cardinal de su existencia.

Se habla de los dirigentes y funcionarios, por el nivel de su responsabilidad en la administración de recursos y en los esfuerzos para mantener vivo el espíritu revolucionario. Su misión los llama a ejercer la mejor influencia en el ámbito de sus prerrogativas, de sus tareas. Pero en ese ámbito, que se extiende por diferentes esferas y caminos de la sociedad, también les corresponde un sitio de especial peso a sus propias familias.

Nada de lo relacionado con su responsabilidad en el terreno ético puede someterse a la mecánica de lo impuesto: demanda convicción, que empieza por el ejemplo mismo que personifique en su entorno familiar, y el nivel de exigencia persuasiva que sea capaz de ejercer en ese ámbito. Cuanto mayor sea su investidura, así será también la importancia de de su afán por cultivar la conciencia necesaria para que su ejemplo prenda en sus familiares e irradie también desde ellos.

El desafío es serio. No siempre los hijos siguen el camino de sus padres, aunque estos se esmeren en lograrlo. Pero las posibilidades de que los hijos tomen un rumbo diferente pueden asociarse a formas de crianza tolerantes o cómplices de “pequeñas” desviaciones que terminan en la ruptura con los valores éticos que la familia revolucionaria debe cultivar. En la sociedad la familia es célula básica, y la educación ha de comenzar en ella.

Si a un pueblo se le piden sacrificios, se sentirá con derecho a exigir que quienes tienen la misión de dirigirlo, y en general también sus familias, mantengan un estilo de vida consecuente con los sacrificios reclamados. Las organizaciones políticas, empezando por el Partido, y las de masas, deben cumplir una función de primer orden en la exigencia necesaria para que un propósito de tan vital importancia se cumpla.

Siempre será preferible una actitud crítica y vigilante —que no significa cacería de brujas—, antes que la indiferencia frente a la opinión pública en ese tema. Si no se debe vivir atado a rumores y comentarios que pueden carecer de base, tampoco se ha de incurrir en la resignación ni ignorar que detrás de comentarios y rumores puede haber distintos grados de realidad indeseable, capaz de prosperar y sustentarse amparada en el mutismo. Una advertencia de más será menos peligrosa que el silencio excesivo, venga este del temor a represalias o de la indiferencia. Si lo propalado es falso, habrá manera de desmentirlo con la verdad de los hechos, no con criterios de autoridad ni dando la callada por respuesta, mecanismos que no sirven más que para fomentar dudas y sombras perniciosas.

Los retos aumentan en la medida en que la asepsia por aislamiento del mundo no es ni posible ni aconsejable. Y al país no solamente llega desde el exterior la propaganda que promueve modos capitalistas de vivir: esa que pinta un mundo en que parecería que todas las personas son millonarias, aunque las riquezas están en pocas manos. En Cuba coexisten diferentes formas y concepciones de vida, y nada resta veracidad al axioma de que, por norma, no se vive como se piensa, sino se piensa como se vive.

La presencia de empresarios capitalistas en el territorio nacional resultará necesaria en la búsqueda de recursos materiales y administrativos para la economía interna. Pero pone en evidencia desigualdades que pueden beneficiar incluso a las representaciones cubanas que participan en la dirección de negocios operados por dichos empresarios o con participación de estos. No por gusto alguna vez se promovió una instrucción que vetaba el desempeño de ciertos cargos empresariales por familiares de dirigentes de alto nivel.

Con formas de vida contrarias a la austeridad se vincula una lacra de efectos letales para los ideales socialistas: la corrupción, que se extiende como una epidemia. Es tal vez el mayor peligro del cual deba salvarse la Revolución Cubana, que —lo ha dicho su máximo guía—puede resultar menos vulnerable a la hostilidad enemiga que a las deformaciones internas. Los sucesos del campo socialista europeo y de la URSS son aleccionadores.

Añádase que el solo anuncio de la posible normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba va teniendo consecuencias visibles, aunque esa normalización, justa para el país que durante más de medio siglo ha sufrido un férreo bloqueo y agresiones armadas y otros actos terroristas, está muy lejos de poder considerarse lograda. Y mientras el imperio apuesta por apoyar el sector privado en Cuba, esta se torna escenario de moda para personas que pueden mostrar otras muchas cualidades, pero no el cultivo de la austeridad.

La imagen de su éxito individual trasmite un mensaje de apoyo al modo de vida capitalista. Y ese mensaje fáctico se une a las limitaciones internas —en las que, aunque no haya sido la única causa, ha tenido gran peso el bloqueo, que sigue en pie— y a la política migratoria implementada por el imperio para debilitar aún más a Cuba. Todo ello puede alimentar en pobladores del país, aunque la mayoría siga abrazando el afán socialista, la idea de que la forma de alcanzar la prosperidad es marcharse para la nación cuyos gobernantes llevan más de medio siglo intentando asfixiar al pueblo cubano para ponerlo contra su gobierno.

Para los fines imperialistas bastaría que, cansados de una larga resistencia, y sin percibir en el horizonte cercano la solución de los problemas que se sufren, cada vez más hijos e hijas de Cuba optaran por una salida harto costosa para ella: emigrar y privarla de los servicios para los cuales los ha formado profesionalmente con un sistema de educación que sigue siendo un ejemplo para el mundo, a pesar de las deficiencias concretas que pueda tener.

Ninguna sociedad es homogénea, y la cubana no es una excepción. El imperio sabe que la diversidad, que además de natural e inevitable puede ser sana en sí misma, abre brechas por donde minar la unidad nacional mayoritaria que ha salvado históricamente a Cuba como nación. Para hacer frente a las maniobras imperiales también se necesita una sólida y consciente cultura de la austeridad, junto con políticas y formas de funcionamiento y dirección social —prensa incluida— lo más inteligentes posible.

Aunque el imperio no existiese, o cambiara radicalmente su actitud hacia Cuba —lo que está por ver, y ciertamente no es una opción afín a su ideología—, la austeridad será indispensable como norma de vida: para ahorrar recursos y saber vivir modestamente, sin obnubilarse por las “maravillas” del derroche consumista y la ostentación. Defender la austeridad no significa rendirle culto a la miseria material, que se proyecta asimismo en el plano moral, y lo daña. Bien entendida y abrazada, la austeridad no es una condena, sino una cultura para el buen funcionamiento de la sociedad que el país necesita perfeccionar.

 


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