«En cadenas vivir, es vivir, En afrenta y oprobio sumidos»
Solamente de la lectura de los acontecimientos históricos surge la comprensión correcta de cómo van estructurándose en el orden jurídico los hitos que señalan la vocación y los sentimientos de un pueblo. En agosto de 1980 se aprobó el decreto ley instituyendo al 20 de octubre como Día de la cultura cubana. ¿A qué se referían los legisladores?
Recuerdo vivamente los sentimientos personales en relación con Carlos Manuel de Céspedes y el Mayor General Pedro Figueredo expresados por el compañero Fidel. Del primero, en su memorable discurso del 10 de octubre de 1968, en ocasión del centenario del inicio de la gesta independentista, quedó una definición abarcadora y absoluta: «...lo que engrandece a Céspedes es no solo la decisión adoptada, firme y resuelta de levantarse en armas, sino el acto con que acompañó aquella decisión —que fue el primer acto después de la proclamación de la independencia—, que fue concederles la libertad a sus esclavos, a la vez que proclamar su criterio sobre la esclavitud, su disposición a la abolición de la esclavitud en nuestro país».
Gran verdad que encierra la comprensión dialéctica de un proceso político de sólida continuidad: «Nosotros entonces
—aseguró ese día— hubiéramos sido como ellos; ellos hoy hubieran sido como nosotros». Fidel halló razones suficientes en el acto audaz y simbólico de aquel 20 de octubre de 1868 para suscribir un decreto ley fundamentado en la interpretación pública del Himno Nacional en la ciudad de San Salvador de Bayamo, devenida capital de la insurgencia patriótica.
La participación popular mostró una unánime sintonía con aquella estructura musical y poética que al decir de la Doctora María Teresa Linares «sigue el patrón rítmico de una marcha, está dividido en dos partes que se complementan en la música desde el punto de vista melódico y formal». El texto «en estrofas de cuatro versos decasílabos corresponde a las estructuras que se usaban en el siglo XIX para las canciones» ya criollas. De manera excepcional, en una obra lograda se reunieron los valores fundamentales de la cultura cubana.
Es cierto que el Doctor Figueredo, nacido en Bayamo en 1818, abogado y notable animador de la vida intelectual entre sus contemporáneos tenía como afición cultivada el amor a la música, de lo cual hallamos antecedentes en su condición de miembro y partícipe de la sociedad La Filarmónica, en Bayamo, ciudad que junto a Manzanillo mostraba una asombrosa actualidad de los hechos relevantes en la cultura mundial. Allí confluía con hombres del mundo del arte y la literatura como Juan Clemente Zenea, José Joaquín Palma, José Fornaris y José María Izaguirre.
No era precisamente un músico pero había afinado pianos para pagarse sus estudios y poseía los rudimentos necesarios como compositor. Mucho debe haber influido su conocimiento del patrimonio sonoro universal que creció en sus estancias europeas. Me decía el anciano maestro Manuel Duchesne Morillas, quien fuera director de la Banda Municipal de La Habana, que en nuestro Himno hay algo de El Barbero de Sevilla, la ópera de Gioachino Rossini y desde luego, de los vigorosos acordes de La Marsellesa, el glorioso cántico de la Revolución Francesa de 1789.
Evocábamos además, que al crear su magistral Obertura romántica en 1812, Pyotr Ilyich Tchaikovsky incorporó en la épica composición del tema de la batalla de Borodino los aires del himno nacional del imperio ruso y de La Marsellesa, al abordar el drama sonoro de la batalla del río Moscova que enfrentó a la Grande Armée francesa bajo el mando de Napoleón I de Francia y al ejército de Alejandro I de Rusia.
En su versión original, nuestro himno —identificado también como La Bayamesa— se escuchó por vez primera en la festividad religiosa del Corpus Christi, en la Iglesia Parroquial de Bayamo, el 11 de junio de 1868, durante la Misa solemne y procesión popular. Figueredo le había entregado con anterioridad la partitura a Manuel Muñoz, director de la orquesta de la Iglesia Mayor, para su arreglo instrumental.
No olvidemos que la monarquía española se consideraba y de derecho pontificio lo era, católica. El capitán general, por ende, era el vicerreal patrono de la Iglesia y las autoridades locales militares y civiles comparecían en las fiestas y ceremonias solemnes. No es de extrañar que al escucharse aquella melodía le surgiese la interrogante al coronel español Julián Udaeta, Gobernador Militar de esa Plaza, de que más parecía marcha militar que himno piadoso.
Se conspiraba en Bayamo y en otras localidades del centro, Oriente y Occidente de Cuba. Y entre el grupo de los liberales más conspicuos, masón de grado, se encontraba el Dr. Figueredo. El 20 de octubre, rendida la plaza después de un apasionante asedio, Céspedes, en su condición de líder del movimiento, ofreció una capitulación con honor al coronel Udaeta y atrajo al seno de la insurgencia a Modesto Díaz, el exoficial dominicano devenido servidor de la milicia realista. Este llegaría a ser en su ejecutoria posterior el incapturable guerrillero que tendría por orgullo el apelativo de Jabalí de Oriente.
Al adentrarse en Bayamo el recién estrenado Ejército Libertador, no lejos del atrevido caudillo que había dado la libertad a sus esclavos y proclamado el derecho a la emancipación y al ejercicio pleno de la libertad para todos los cubanos, marchaba el Dr. Figueredo. Se dice que el día 20, mientras festejaban la toma patriótica de la villa, sobre la montura de su caballo Pajarito iba Perucho componiendo el poema de su memorable e inmortal Bayamesa, cuya melodía ya tarareaba la multitud: Al combate corred bayameses que la patria os contempla orgullosa… Y no lejos de él, atraía poderosamente la atención su hija Candelaria, abanderada de la tropa, jinete de bata blanca, llevando el gorro frigio y los atributos de la bandera de Cuba.
Céspedes entraría en la Iglesia Mayor bajo Palio, el dosel bordado sostenido por seis varas de plata a cuya sombra ingresaba siempre la máxima autoridad y asumió el título provisorio de Capitán General del Ejército Libertador de Cuba. Allí se escucharía el Te Deum, canto de gratitud al altísimo y de victoria, solo entonado en contadas oportunidades, y más tarde, sobre las gradas que preceden a la puerta principal de lo que es hoy la catedral de aquella ciudad, el coro reforzado por miles de voces populares interpretó por vez primera nuestro Himno.
Al Dr. Figueredo el destino le depararía duras pruebas. Su vida como hombre de gabinete no era la de su mentor y amigo Céspedes, jinete y esgrimista, hombre temible en el uso del arma de fuego probada en la caza o el duelo. Era Perucho un ser reflexivo, cuyos ojos en el retrato que conservamos, obra del maestro santiaguero Federico Martínez, aparecen brillantes pero marchitos por la lectura y el estudio. No soportaría los rigores de la guerra. Enfermo le capturaron y sus sentimientos fueron los mismos de aquella proclama que dirigió al pueblo bayamés en octubre de 1868: «Yo me uniré a Céspedes y con él marcharé a la gloria o al cadalso».
Lo acompañó en lo primero y le precedió en la muerte. Fue fusilado descalzo, en un matadero de animales al que llegó por sus propios pies ulcerados, exhausto pero inamovible en sus ideas independentistas, el 17 de agosto de 1870, en Santiago de Cuba. Yace en una fosa común jamás identificada pero su nombre permanecerá perennemente unido al de su obra mayor, nuestro Himno. Ante su efigie y su memoria han de inclinarse con la cabeza descubierta los cubanos de todos los tiempos.
La versión del bello cántico que entonamos hoy la debemos también al Apóstol José Martí, quien publicó la letra y una variante musicalizada por Emilio Agramonte, en la edición del periódico Patria, el 25 de junio de 1892, con la sentida esperanza de que lo entonaran enardecidos «todos los labios y lo guardaran todos los hogares (…), el himno en cuyos acordes, en la hora más bella y solemne de nuestra patria, se alzó el decoro dormido en el pecho de los hombres».
*Historiador de la Ciudad de La Habana
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